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Authors: Lluís Prats

Tags: #Histórica

Aretes de Esparta (12 page)

BOOK: Aretes de Esparta
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—Estoy muy contenta, Aretes. Nos llevaremos muy bien como cuñadas.

Yo me quedé aturdida, y ella un poco extrañada y pensativa, cuando le dije que yo esperaba de un hombre que no sólo fuera un buen guerrero, sino que también le gustaran los relatos alegres, la música y los largos paseos por el campo. Nuestra conversación quedó interrumpida porque llegamos frente al templo de Apolo. Allí se hizo la solemne entrega del vestido bordado con que se vistió al dios y las fiestas de la primavera terminaron entre cánticos y sacrificios propiciatorios.

Por la noche, a la luz de las antorchas, tuvieron lugar las despedidas de amigos y parientes entre abrazos, besos y algunas lágrimas. Todos se subieron a sus carros y regresaron a sus aldeas al son de felices canciones. Luego todos entramos en casa: madre abrazada a Polinices y yo a padre y al abuelo. Mi madre había pasado unos días muy felices y se le notaba en el rostro que lucía fresco y colorado como una manzana. Mientras pasábamos por debajo de la puerta, se volvió a Polinices y le preguntó:

—¿Quién es ese muchacho con el que estabas durante la procesión de los carros?

—Es Prixias
de la cañada rota
, madre —le respondió—. Compañero mío en la palestra.

—¿Y qué tal es este chico? —quiso saber ella.

—¡Oh! Es maravilloso —dije yo.

Los ojos de todos se clavaron en mí y luego estallaron en carcajadas sonoras. Padre me cogió fuerte por el talle y me pellizcó una mejilla.

—¿Qué he dicho tan gracioso? —quise saber ruborizada.

—Nada, cariño —dijo mi madre en nombre de todos con una picara sonrisa en la boca—. Si es tan
maravilloso
como dices, ya está bien, ¿no?

Los demás siguieron riéndose mientras empezaban con la tarea de recoger y limpiar lo que habíamos ensuciado durante los tres días que habían durado las Jacintias. Pero lavar todas las cerámicas y los platos no era lo peor, como decía el abuelo. Lo peor era la semana siguiente, porque tras los excesos de comida y bebida de las fiestas, madre nos ponía a dieta de acelgas o nabos durante una semana entera.

Capítulo 13

499 a.C.

Al cumplir los ocho años cesaron las pesadillas en las que veía a Taigeto abandonado en el monte por los ancianos de la
Lesjé
. El abuelo me había dado a beber unas infusiones de tisana que ahuyentan los demonios de la noche. De esta forma, los pocos recuerdos de mi hermano se diluyeron. El tiempo es el mejor de los sanadores y los recuerdos amargos se evaporaron como el agua en la olla que hierve.

Alexias había cumplido los tres años, hablaba por los codos y crecía a un ritmo mayor cada día. Polinices estaba bien. Las heridas de la espalda se habían curado, pero le habían dejado alguna secuela en el carácter. No se mostraba tan divertido como tiempo atrás, sino más reservado y desconfiado que antes. Se estaba convirtiendo en un hombre y saltaba a la vista. Cada vez que podía abandonar los barracones para venir a casa, había crecido medio palmo y estaba más fuerte. Además, Polinices era tan guapo que no pocas de mis compañeras me habían preguntado por él.

Yo seguía yendo cada mañana a la
Agogé
. Me levantaba muy temprano y el abuelo me esperaba para acompañarme un buen trecho del camino. Durante las clases de lectura, Gorgo nos ponía al día de los chismes o de las noticias que oía en palacio.

Así supimos que, a veces, se escondía detrás de las puertas y oía discutir a su padre con los consejeros o escuchaba preparar las campañas militares. En ese momento lo hacían contra la sempiterna rival de la polis: Argos. Un día, Gorgo nos contó lo que estaba sucediendo en oriente y que casi todas ignorábamos, a excepción de Pitone, que se hizo la enterada. Los persas proseguían su avance por tierra y mar, pidiendo a las ciudades que se sometieran para no ser arrasadas a fuego y hierro. Sin embargo, algunas se rebelaron y pidieron ayuda a las ciudades del Peloponeso.

Parece ser que había llegado a Esparta un regente importante, un tal Aristágoras, de Mileto, una próspera ciudad de la costa jónica que no quería someterse al tirano persa.

—El hombre —nos contó Gorgo— ha ofrecido ayuda a mi padre para encabezar una expedición contra la capital de estos persas, Susa. Pero cuando mi padre ha oído que la ciudad está a más de tres meses cruzando desiertos o tierras extrañas y enemigas, ha exclamado riendo: «¿Tres meses?». ¿Os lo podéis creer? Yo estaba presente en la conversación cuando he oído que el hombre ofrecía a mi padre una fuerte suma para decidirse. Por supuesto, mi padre al final ha desestimado la idea. El hombre ha regresado hecho una furia a su barco, en Giteo, y se ha marchado a Atenas a recabar ayuda.

—¿Tan poderoso es ese rey persa? —preguntó una de nosotras.

—Eso he oído. Dicen que sus ejércitos son infinitos, y que con sólo los de unas pocas regiones de su vasto imperio es capaz de arrasar toda la Hélade.

Las niñas sólo sabíamos de política lo que oíamos de boca de nuestros mayores, y a esa edad no teníamos opinión propia sino que, como todos los niños, acostumbrábamos a defender las opiniones de nuestros padres y abuelos.

Recuerdo que esa tarde yo expliqué lo que había oído en casa: que la unión hacía la fuerza y que una cuerda de cáñamo era más resistente cuantas más hebras se trenzaban, como símbolo de que había que procurar la unión de todas las polis contra la amenaza de los bárbaros.

—Tú cállate, Aretes —dijo Pitone autoritaria—. Tu familia es partidaria de Demarato, y por tanto sois traidores a Esparta porque queréis pactar con los persas.

Yo no supe qué decir y el resto de niñas me miró con asombro, como si vieran al mismo Cerbero salir por las puertas del Hades, aunque ni supieran quién era Demarato. Ese día me espanté, porque comprendí que, para algunas familias de la ciudad, padre era un traidor. Sin embargo, no me entraba en la cabeza cómo un traidor podía ser amigo personal de Leónidas, el hijo pequeño del rey Anaxandridas y hermanastro de Cleómenes y, por tanto, tío de Gorgo.

Desde ese momento, algunas niñas, a instancias de Pitone, me retiraron la palabra y me hicieron el vacío. Aun así, la entrenadora estaba muy satisfecha de mis progresos en la pista de carreras, y un día me dijo:

—Si sigues mejorando, el próximo año te permitiré participar en la carrera de las Jacintias y competir con niñas dos años mayores que tú.

A partir de entonces empecé a buscar más a mi padre y a besarle y acariciarle cuando las obligaciones de su batallón le permitían venir a casa. Por lo que supe después, padre había empezado a ser mal mirado en las reuniones de la
Systia
y algunos compañeros también le habían retirado el saludo.

El tiempo pasa lento en Esparta. Los trabajos del campo se suceden, al igual que los entrenamientos de los hombres o de los muchachos en la llanura de Otoña; a unas fiestas les siguen otras, y a los estudios en la
Agogé
, las idas y venidas al mercado de la ciudad. A la siega le siguió la vendimia, y a ésta la prensa del aceite o del vino. Como cada año, al llegar los fríos, cuando las primeras nieves cubrieron el monte, dejé los bulbos de los jacintos a la sombra de la bodega para plantarlos en el jardín con la nueva llegada de las golondrinas y las primeras lluvias de la primavera.

Yo había proseguido mi aprendizaje junto al abuelo. Me sentaba con él cada noche para leer
Los trabajos y los días
o
El escudo de Heracles
, de Hesíodo, que padre le había comprado en uno de sus viajes a Giteo. Pasé con él unas veladas deliciosas, porque el abuelo sabía adornar las historias con las vivencias y viajes de toda una vida y entonaba la lectura con una gracia particular. Se detenía para que mi imaginación plasmara en imágenes la lectura y yo lo escuchaba embelesada, lo mismo que si oyera a un poeta. Recuerdo especialmente la noche en que padre le trajo
El escudo
y la reverencia con la que el abuelo tomó los rollos y leyó para mí:

Con las manos tomó el refulgente escudo que nadie consiguió romperlo, al alcanzarlo, ni abollarlo, admirable de ver. En efecto todo alrededor era brillante por el yeso, el blanco marfil, el ámbar y el resplandeciente oro reluciente, y láminas de una sustancia azul oscura lo atravesaban. En medio, hecho de acero estaba Fobo, que no se debe nombrar, mirando hada atrás con sus ojos resplandecientes de fuego: su boca estaba llena de dientes blancos, terribles, espantosos, y sobre su horrorosa frente volaba temible, incitando al combate, Em, perniciosa, que quita el pensamiento y la mente a ¡os héroes que hacen la guerra a! hijo de Zeus.

El relato seguía con la descripción del escudo, que recorría una pléyade de héroes, y de escenas grabada en él, obra maestra de la orfebrería. Tal como me lo leía era como si viera en los rincones de nuestra casa, o en el sótano, o escondido tras un olivo, al mismísimo Heracles, el de cólera terrible, ataviado con todas sus armas, tan vivido era el relato del abuelo y la pasión que ponía en la lectura del libro.

Al año siguiente, como me había prometido la entrenadora, participé en la carrera de las Jacintias. El día que fuimos todos a la ciudad para la carrera yo estaba menos nerviosa que el abuelo, porque durante todo el camino a Esparta no paró de darme consejos sobre cómo respirar, bracear o pisar con la punta de los pies. Me dijo que no tuviera prisa en salir, sino en llegar, y que si tenía que dar codazos para meterme en el grupo, que no dudara en hacerlo.

Al llegar a la explanada vimos que una concurrida muchedumbre abarrotaba los alrededores de la pista y que todos los espectadores se cubrían con parasoles y sombreros. Al lugar habían acudido mercaderes que ofrecían jugo de frutas y cántaros de agua fresca. Los cantores entonaban himnos y las gentes comían frutos secos bajo las sombras de los robles. El abuelo se encontró con un antiguo compañero de armas y me presentó ufano como la atleta que sería coronada en la carrera. El hombre debió verme escuálida y de estatura mucho menor que las demás, porque estalló en grandes risotadas. El abuelo le miró taciturno bajo sus pobladas cejas y le propuso apostarse con él una gran cantidad de dinero a que yo ganaría la carrera. Ante mi sorpresa, el hombre aceptó entusiasmado, porque ya daba por hecho que había ganado fácilmente una considerable suma.

—Vamos —me dijo luego—, una campeona no debe mezclarse con perdedores como este viejo Aristarco.

El tal Aristarco sonrió al abuelo, le dio una amigable palmada en la espalda y se despidió de él:

—Luego te veo, Laertes. No olvides traerme mis ganancias.

El abuelo me acompañó hasta la línea de salida y me dejó allí, junto a las demás participantes y a los jueces que nos explicaron el funcionamiento de la competición.

Todas las carreras a pie son bastante similares: hay nueve jueces que se sitúan a lo largo del recorrido para verificar que los corredores siguen la ruta establecida. El juez principal se asegura de que las corredoras estén sobre la línea de salida y bate las palmas. Las muchachas corremos según la edad y a mí la entrenadora me encuadró entre las más jóvenes.

Las atletas nos congregamos junto al roble grande de la llanura de Otoña, abarrotada de gente que seguía las diversas carreras. El circuito estaba marcado con cintas atadas a los árboles y jueces dispuestos cada dos o tres estadios para vigilar a las corredoras. El juez nos ordenó formar ante la línea de salida marcada con yeso en el suelo y vi que yo era la más bajita y enclenque de las participantes. Luego batió palmas y todas empezamos a correr. Era una carrera larga, y con ayuda de los codos me hice un hueco entre las muchachas. Sus piernas eran más esbeltas que las mías y recibí varios codazos en los pulmones antes de quedar rezagada, casi en la última posición del grupo de veinte muchachas.

La carrera consistía en dar cuatro vueltas al circuito. Además de notar el resuello de las adversarias y de llenarse la garganta de polvo, había que soportar los gritos procaces de algunos muchachos y de muchos hombres que habían bebido más de la cuenta. Durante la primera vuelta fui por detrás, pero conseguí no despegarme del grupo. Iba casi la última cuando oí los gritos de ánimo de mi padre y de Alexias que corría alrededor del prado. En las sienes sentía los golpes de un martillo contra el yunque que me martilleaban sin compasión. Los pulmones me ardían y recordé el consejo del abuelo. Entonces empecé a bracear para que mis extremidades no estuvieran caídas, los pulmones empezaron a llenarse de aire y comencé a avanzar desbocada. Los que me vieron debieron pensar que era una yegua que han soltado por el campo después de un largo encierro en los establos. Mis piernas empezaron a funcionar al final de la segunda vuelta; mis zancadas se alargaron y la gente me señaló con el dedo cuando avancé hasta la cabeza de la carrera.

Quedaba tan sólo una vuelta que se presentaba árdua. Unas cuantas muchachas se habían descolgado del grupo. En cabeza íbamos tres destacadas, una detrás de otra. En un descuido, una de ellas, con más malicia que puntería, intentó clavarme un codo en el costado para que yo desfalleciera. Por suerte, sólo me rozó y eso me encabritó más. Por mi cabeza pasó la apuesta que había hecho el abuelo. Sentí que no podía fallarle porque iba a perder mucho dinero. Sin embargo, las otras dos atletas eran mayores que yo. Por eso, cuando vieron la última curva se lanzaron como potrillas en celo para ganar la carrera. Entonces ocurrió algo imprevisto, porque Prixias y Eleiria estaban escondidos en el bosque, precisamente en esa última curva antes de la llegada. Pude ver cómo agitaban sus brazos y me gritaban para animarme. En ese momento me sentí morir de vergüenza porque iba desnuda. Lo único que pensé fue llegar hasta mis ropas para cubrirme. No me fijé en las otras muchachas hasta que llegué a la cinta de llegada, la rompí y seguí corriendo hasta mi túnica corta para cubrirme con ella. Me anudaba sus cintas al torso cuando alguien me cogió de la cintura y me subió a hombros para pasearme hasta el altar en que las vencedoras eran coronadas. Allí, entre vítores y aclamaciones, el mismo rey Cleómenes puso el laurel sobre mi cabeza. Entonces, padre me bajó de sus espaldas y me besó.

—¡Mi gacelilla de ojos de ternera!

Gorgo y Nausica aplaudieron a rabiar. En cambio, Pitone y Danae, envidiosas, dijeron que lo más seguro es que de algún modo u otro hubiera hecho trampa. Eleiria y Prixias se llegaron hasta mí, me abrazaron y me felicitaron orgullosos. Sólo tuve ojos para mirar a Prixias. Sentí mi cabeza rodar porque me pareció que el mundo entero se detuvo aquellos breves momentos en que los dos compartimos esos instantes de felicidad.

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