Así como las olas que el Céfiro impele sucédense en la orilla sonora
y primero en la mar se levantan y en la playa y las peñas se rompen
lanzando, bramidos y, combándose, entonces ascienden así
a gran altura y las peñas se quedan después escupiendo la espuma,
las falanges.
»Mi hermano calló por un instante y vi como el ardor renacía en él. La luz se colaba entre las parras bañándole el rostro. Alexias entornó sus bellos ojos y prosiguió:
»En ese momento entraron en el campo de batalla la muerte purpúrea y el destino imperioso en los ojos nublados del hombre, porque los escudos de los medos son frágiles y al no pesar no podían hacer fuerza contra el metal griego. En cambio, nuestros escudos de roble, con varias capas de piel de buey, recubiertos de bronce brillante con la Lambda grabada a fuego, eran una muralla infranqueable. Una lanza tocaba a otra lanza; un escudo a otro escudo; el broquel al broquel; un yelmo a otro yelmo y un hombre a otro hombre. Los penachos crinados se juntaban cuando las cabezas se inclinaban, de tal modo las filas estaban unidas.
»Así, los medas resbalaban contra los áspides helenos y dejaban al descubierto muslos, brazos y cuellos que se teñían de sangre a cada embestida de nuestras lanzas. Los hombres resollaban y algunos gritaban de dolor. A mi lado, Telamonias empujaba con la fuerza del buey que arrastra el arado y abre la tierra. Su musculatura de atleta era un portento que no igualará escultor alguno en su obra. Apretaba los dientes con rabia mientras su barba estaba cubierta de espuma. Había sido herido en un brazo del que manaba abundante la negra sangre, pero aún así, entre sus ojos sudorosos dejaba escapar una risilla de satisfacción. Yo le miraba orgulloso, porque me parecía combatir al lado del mismísimo Ares, destructor de murallas.
»Estábamos haciendo lo que debíamos hacer. Ni nuestra tierra ni nuestros padres, ni nuestros hijos iban a saber lo que era ser esclavos. Nos temblaban las piernas porque los medos no cejaban en su intento de penetrar nuestras bien guarnecidas filas. Sus hileras de combatientes se sumaban unas a otras como los remeros empujan la nave en mitad del oleaje, y nosotros hicimos como de niños habíamos aprendido a hacer para derribar los robles de la llanura de Otoña: empujamos ganando codos de terreno, pisando charcos inmundos. Los pechos subían y bajaban igual que hacen los fuelles de una fragua. El sudor resbalaba en regueros al suelo, entre las corazas y el cuero. Las filas medas no habían sido entrenadas para sostener el empuje o para ser heridas, una tras otra. Así, cientos de ellos se encontraron inmovilizados entre sus compañeros, que empujaban por detrás, y los que querían huir de la carnicería. Los hombres morían aplastados por la falta de aire, lo mismo que las ovejas que entran precipitadas en el redil cuando el lobo aúlla en el bosque.
»Así transcurrió el día hasta que el carro de Helios se ocultó en poniente y las largas sombras poblaron la tierra. Entonces se terminó el combate y sólo contamos entre los nuestros con algunos caídos y otros heridos. Con las primeras estrellas en el firmamento los persas se retiraron a su campamento y nosotros al nuestro. Llegó la hora de recuperar las marcas que habíamos dejado en los escudos y de enterrar a nuestros muertos. Acabó el trabajo del carnicero y empezó el del herrero para remendar escudos y recomponer lanzas o el del médico para restablecer los miembros rotos.
»Nos reunimos junto a los fuegos para restañar nuestras heridas y recuperar fuerzas, contándonos unos a otros las hazañas del día para embriagar los corazones. Allí me reuní con Polinices y Prixias y nuestros corazones se alborozaron al reencontrarnos tras el día de batalla. Ambos tenían sólo cortes sin importancia y algunas magulladuras. Los sirvientes nos trajeron agua para lavarnos y vino mezclado con miel y adormidera para endulzar la amargura del día. Nos aplicamos unos a otros los linimentos en las espaldas y los miembros entumecidos y dejamos que Morfeo, el hijo de la noche, se apoderara de nuestros cuerpos tras disfrutar de una cena copiosa.
480 a.C.
—El segundo día el ataque vino encabezado por los guerreros montañosos de Cisia, que llegaron por las paredes del desfiladero y, como el día anterior, otra vez el peso de nuestra armadura resultó ser la clave. Los enemigos se apelotonaban cayendo al mar por docenas, se agarraban unos a otros y nuestras prietas hileras les empujaban por el acantilado hasta que se despeñaban.
—¿Esto es todo lo que puedes ofrecer, Jerjes? —bramó Leónidas desde la hilera elevando su ancho cuello hacia el trono desde el que el Gran Rey persa nos contemplaba enfundado en sus ricas vestiduras.
—Por la tarde atacaron los sacios, que se encontraron de nuevo frente a las hileras bien pertrechadas de los micénicos y los corintios. Estos bárbaros arremetieron contra el bosque de lanzas como si muriendo ante la mirada de Jerjes encontraran la gloria.
»A media tarde, los espartanos relevamos a estos contingentes y nos incorporamos de nuevo a la vanguardia. Al terminar cada embestida los hombres llorábamos de piedad por estar vivos o nos abrazábamos. Yo enseguida buscaba con la vista a Polinices y a Prixias, quienes me saludaban elevando su escudo o su lanza al cielo. Les reconocía de inmediato, a pesar de estar cubiertos por entero de barro y de sangre. Luego recuperábamos las marcas de los brazaletes y recogíamos a los muertos o auxiliábamos a los heridos que gemían y se revolvían apiñados, formando un cuerpo horroroso. Parecían los tentáculos de una bestia marina que hubiera aflorado a la superficie y agonizara tras ser herida de mil modos distintos.»Con los cientos de medas y partos caídos frente al muro, construimos otro para que su sola visión aterrorizara a las nuevas remesas de combatientes que Jerjes iba a enviar al desfiladero. Pero las órdenes del gran Rey eran terminar con nuestra resistencia de modo inmediato, por eso a cada nueva oleada de medos seguía otra de persas. Parecía que la amargura y la rabia del Gran Rey crecieran a cada avalancha de guerreros, que eran frenados frente al muro sin lograr traspasarlo. Nuestra táctica no varió en nada. A una orden del capitán, las primeras hileras espartanas clavábamos el pie en el suelo y empujábamos los escudos hacia delante; los medos eran despedidos hacia atrás y entonces las lanzas lacedemonias salían de nuestros escudos como las mil púas de un erizo, clavándose, hiriendo o matando.
»Yo luchaba en la hilera junto a Polinices. Nos animábamos y sonreíamos con la mirada mientras apretábamos los dientes. Unos puestos más allá, también en la primera línea del frente, vi a Prixias que, sudoroso, empujaba a los medos mientras su compañero Dorión, de anchas espaldas, le protegía con el escudo. Así él se encorvaba sobre sí mismo, y con la espada hería muslos, pechos o barrigas. Su brazo era peor que el aguijón de un escorpión de punta afilada, porque todos sus movimientos resultaban certeros. Cada vez que se revolvía o giraba sobre sí mismo, su espada se teñía de la sangre de algún bárbaro.
En ese momento, Alexias se calló y me miró fijamente.
—No te detengas —le dije.
Mi hermano miró a los dos poetas, cerró los ojos con cansancio y prosiguió:
—Sin embargo, ¡ay! —exclamó— en un momento de descuido, Dorión dio un traspié y resbaló en el fango, dejando la guardia baja. Un medo de mirada torva se precipitó enseguida contra él. Una lanza enemiga estaba a punto de clavarse en su espalda cuando el escudo de Prixias salió de la nada y se interpuso entre el dardo y su compañero. El arma rebotó contra el escudo, pero Dorión no pudo hacer nada para desviar el dardo que otro medo lanzó contra Prixias y que se clavó en su coraza de cuero. Quedó herido en el suelo, sangrando abundantemente por el costado.
Alexias volvió a callar y me miró en silencio. Yo tenía las manos en el regazo. Estaba preparada para oír cualquier cosa, pero sentí que esa misma lanza se clavaba entonces en mis entrañas. Desde la casa llegaron las risas de mi hijo, Eurímaco, y no pude reprimir un lamento. Mi mente estaba perdida, a muchos estadios de distancia, en el muro focense, aquella tórrida mañana llena de sangre y dolor. Mis ojos estaban fijos en los rollos de papiro sobre los que Baquílides garabateaba infatigable mientras Simónides no se perdía detalle.
—Sigue —balbucí.
—Polinices —prosiguió él— pidió que ocuparan su sitio en la hilera y se retiró hacia atrás, llevando sobre sus hombros el cuerpo exánime de Prixias. No supe nada más de ellos ni del estado en que estaba Prixias, pues no pude abandonar la formación. Un nuevo ataque de los medos se precipitó sobre nosotros y entonces hice lo que nunca debe hacerse. Cuando supe que Prixias había resultado malherido algo nubló mi mente y abandoné mi hilera. Me adentré en solitario en el bosque de lanzas persas para ejercer de carnicero. Otros de mis compañeros abandonaron la formación para protegerme. No recuerdo exactamente lo que sucedió, tan sólo que, cuando sonaron las cornetas de los medas que les ordenaban replegarse, yo estaba sólo en el campo con un mar de enemigos que yacían a mis pies y cubierto por entero de sangre. Los dioses habían sido compasivos conmigo y sólo me dolía algún corte en las piernas o en el brazo. Mis compañeros me recogieron y me llevaron hasta nuestra formación, que tenía los escudos aún en alto en previsión de un nuevo ataque. Sin embargo, Helios ya se ocultaba de nuevo por poniente; las sombras cubrían la tierra y así terminó el segundo día de los ataques.
»Después de la cena empezamos a limpiar las heridas, los cortes, las rozaduras de las abrazaderas, a sacar las puntas de flecha de los escudos o de las piernas. En cuanto pude me acerqué hasta la tienda a la que Polinices había trasladado a Prixias, que había resultado malherido en el costado. Los dos nos aplicamos a coserle la herida con los anzuelos e hilos que tú —dijo mirándome con ternura— habías preparado en el zurrón. Mientras Polinices le aplicaba las tenazas llamadas
mordeduras de perro
, calentadas al fuego para cauterizar la herida, yo le cosí el costado. Luego le aplicamos adormidera y le dimos a beber vino mezclado con miel. Le recostamos sobre unas pieles de cabra abrigándole para que la fiebre negra que mata los miembros no se apoderara de él.
»Esa noche intentamos dormir a pesar del dolor de los cortes y los miembros entumecidos. Los ilotas se habían llevado a los heridos más graves al fondo del valle para que sus gemidos de dolor no nos impidieran el descanso. Prixias quiso permanecer con nosotros y no quiso que le trasladaran con el resto.
»Al atardecer del tercer día de combates las cosas siguieron como los dos anteriores. Los heridos o muertos ya llenaban todo el espacio del paso. Parecía que los persas no tenían una alternativa eficaz contra nuestras armas. Pero entonces llegó el momento de las flechas que, como una nube de tormenta, ocultaron el sol y que hirieron a aliados y a persas por igual. Tuvimos que formar entre todos un muro que nos protegiera de la lluvia de bronce. En un instante, el campo estuvo sembrado de los penachos negros y verdes de los dardos bárbaros. Sonaron las flautas y los estridentes tambores cuando los espartanos, a una orden del capitán, nos reagrupamos y bajamos de nuevo las lanzas para salir del angosto paso por primera vez con un frente de treinta escudos. Avanzamos juntos a la carrera contra el frente de arqueros que no tuvieron tiempo de descargar la segunda andanada de flechas. Fueron engullidos por nuestros escudos redondos que brillaban con un fulgor desconocido.
»Sus generales habían visto que habíamos salido del paso al campo abierto y querían aprovechar la ocasión. Llamaron a varios destacamentos acampados entre la playa y el desfiladero mientras sus trompetas y timbales hicieron un ruido atronador.
»A una orden de Leónidas, se reincorporaron a la lucha los quinientos Tegeos, que aguardaban en el paso y que, durante generaciones, habían luchado contra Esparta. Ellos son, tras nosotros, los guerreros más fieros y despiadados de la Hélade. Así logramos tanta fuerza de empuje que las primeras filas del enemigo cayeron hacia atrás, como una vajilla cae en el armario cuando el tridente de Poseidon hace temblar la tierra.
»Jerjes, que estaba en su trono sobre la colina rodeado de sus generales, se puso entonces en pie, sufriendo por su ejército, porque vio que la manera en que luchábamos unos y otros era muy distinta. Lo magnífico de la falange es el modo en que se mantiene unida; es el honor y la camaradería lo que la mantienen enlazada sin un resquicio, sin una abertura o fragilidad. Cuando un guerrero lucha no lo hace para sí mismo, sino para sus hermanos. Lucha para perder su vida por ellos, para no abandonarlos y demostrar que es digno de ellos. Los soldados de Jerjes, en cambio, luchaban por un sueldo o espoleados por los látigos de sus capitanes.
»Estábamos en campo abierto por primera vez, pero ni así los bárbaros lograban avanzar un solo paso. Al contrario, eran empujados hacia atrás al modo que los despojos del naufragio son arrastrados por la corriente hacia el océano.
»Lo mismo que una alta y escarpada roca es golpeada por las olas impetuosas y los vientos sonoros que vomitan agua sobre ella, así las hileras de los espartanos aguantábamos las oleadas de los persas que caían a nuestros pies.
»Sin embargo, Leónidas no quiso que el terreno en que luchábamos se ensanchara y mandó detener el avance mortal de las hileras para no ser rodeados. Este enfrentamiento lejos de nuestros muros se prolongó durante buena parte del día, hasta que, por fin, después de sufrir innumerables pérdidas, los atacantes se dieron por vencidos. Abandonada cualquier voluntad de lucha, no tuvieron más remedio que retirarse de nuevo.
»Al terminar este tercer día de combate, los espartanos caímos al suelo exhaustos, en grupos de tres o cuatro, de ocho o de diez. Algunos lloraban, otros reían, pero todos temblábamos y nos abrazábamos. Teníamos los puños cerrados sobre las armas, incapaces de soltarlas. Los servidores se apresuraron a llegar desde el campamento con odres de agua fresca cruzando el terreno de Plutón, el dios que se alimenta de la sangre de los muertos, esquivando a los caídos y las flechas clavadas en el suelo.
»Aunque la victoria había sido aplastante, tuvimos que lamentar bastantes bajas. Esa noche enterramos con honores a no pocos héroes espartanos, entre los que conté a Polidoro, Alcamenes, Egesilao y a Aristómaco
el corredor
. También resultaron heridos e incapacitados para tomar las armas Lampitos, Sobiades y Aristón, entre otros. No contamos los caídos entre los persas porque nos hubiera llevado toda la noche. Cuando vi a mi hermano Polinices entre los que recogían su nombre en el escudo, me alegré y fui directo hacia él para abrazarle. Estaba cubierto por entero de una costra mezcla de sangre, polvo y sudor. Se acercó cojeando hasta mí, porque había sido herido en un muslo. Se trataba de un corte feo y profundo del que aún la sangre manaba abundantemente. Polinices me miró orgulloso mientras me daba una palmada en la espalda y me dijo: «¿Nunca has visto la sangre, hermano?».