»Las nuevas del avance del persa por las montañas despertaron a Leónidas en su tienda. En ese momento, el Miedo y la Confusión camparon a su aire entre las fogatas de los aliados. Pronto se reunieron los líderes griegos en la tienda del rey a la luz de las antorchas. Resolvieron que toda resistencia era inútil, y que la posición debía ser evacuada en ese mismo instante, aprovechando la oscuridad. «No hay nada que nos retenga aquí», exclamó uno de los capitanes de Mantinea. Muchos asintieron y parecía que el sentido común iba a imponerse en la asamblea cuando Leónidas habló: «Es cierto. No hay nada que nos retenga aquí… excepto el honor».
»Todos los hombres del campamento estábamos ya despiertos para esa hora porque la noticia había corrido entre las hogueras llevada por el mismo Hermes de pies alados. Algunos maldecían nuestra suerte y otros aprovechaban para garabatear en piedras o en maderas un último saludo a sus familias.
»Por lo que supimos, los aliados supervivientes fueron invitados a retirarse hacia el sur por Leónidas. Lo hicieron rápido, pues nada salvo la muerte les aguardaba allí. Primero desfilaron los arcadios de Mantinea, de Tegea y de Orcomenos, luego los corintios, los locrios y lo que quedaba de los micénicos, pues de unos cien hoplitas que se habían sumado a las tropas cinco días antes, tan sólo quedaban diez con vida. Algunos de nuestros hombres les daban indicaciones para los suyos o les entregaban lo que habían escrito. Unos y otros nos abrazábamos, pues los que nos dejaban no lo hacían por cobardía, que ésta no existe en hombres que han luchado durante cinco días contra un ejército que les multiplica por cien.
»Leónidas consideró que su deber y el prestigio de su patria nos obligaban a defender la posición hasta el final. Su decisión fue imitada por los tespios y los voluntarios tebanos. En total, y como mucho, unos dos mil hoplitas que decidieron quedarse para morir con nosotros. Se dispuso lo que quedaba de armas y corazas en un montón, para que sirvieran de almacén y que cada uno tomara lo que pudiera serle útil.
»Durante aquella difícil noche, y mientras las ultimas columnas de los griegos en retirada se perdían en dirección al sur y la oscuridad devoraba sus antorchas, el astuto Dienekes fue tocado por el dios. Fue él quien propuso a Leónidas pasar al ataque. En ese momento, pocos capitanes rodeaban al rey en su tienda, y el cansancio había adormecido sus rostros, en otra hora animosos. Hasta ellos se llegó Dienekes para decirles: «¿Por qué no aprovechar la oscuridad y la segura confianza con la que los persas acampan más allá del desfiladero para penetrar súbitamente en sus posiciones, buscar la tienda del rey, que será localizable, tomarla al paso y acabar con su vida?»»Las caras de los osados capitanes, Polinices entre ellos, se iluminaron. Era verdad. Muerto el Gran Rey, sin ninguna duda su ejército se desharía como la miel en el agua. Leónidas no dudó mucho. Había todavía tiempo para realizar aquella hazaña, pues Hidarnes y sus tropas de los Inmortales a buen seguro no llegarían desde las montañas hasta el amanecer, y para ello quedaban aún unas horas de oscuridad que ampararían el ataque temerario y desesperado. Era, sin duda, el mejor plan posible, así como osado y glorioso.
»Tan sólo los espartanos salimos en silencio del desfiladero mientras el resto se quedaba en el campamento preparando la última defensa. Frente a nosotros se abría el campo de la muerte, en el que los cuervos y los pájaros se daban un festín. A lo lejos, a pocos estadios, se vislumbraban entre la niebla los centenares de fuegos y las tiendas de los enemigos. Leónidas desplegó las unidades en pequeños grupos de unos diez hombres que sólo cargábamos con los escudos y las espadas para ir más ligeros. Ninguno iba cubierto con la pesada coraza. A nuestra retaguardia dispuso a los arqueros para el caso de que tuviéramos que emprender una rápida retirada. Cuando todo estuvo dispuesto, ordenó mediante señas el avance sobre el campamento del bárbaro. Polinices y Prixias se quedaron entre los que aguardarían nuestro regreso en el campamento mientras el resto avanzamos en silencio, pegados al acantilado.
»Lo último que podían esperar los persas era este desesperado contraataque y, sobre todo, la intención final que era llegar hasta la misma tienda del rey. En formación cerrada, los griegos irrumpimos en el inmenso campamento persa, embozados en la espesa noche. Llegamos como embajadores de las Parcas y las Keres que no deben nombrarse. Si alguien hubiera visto nuestro aspecto, hubiera supuesto que habíamos cruzado el río Aqueronte, junto al barquero, para cosechar las almas de los infortunados.
»Los vigilantes fueron silenciados por hábiles arqueros y, antes de que se generalizara el combate cuerpo a cuerpo por doquier, cientos de persas yacían degollados encima de sus esteras. Caímos sobre ellos como los pájaros de la muerte en el momento que nuestras espadas aletearon sobre ellos, dibujando terribles círculos. El campo y la noche se llenaron de gritos. Los bárbaros persas no sabían lo que ocurría porque en sus mentes no cabía la posibilidad de ser atacados. En el grupo principal avanzaban Leónidas junto a otros bravos guerreros, entre los que estaban Dienekes y Aristón. Este primer grupo, compuesto por una docena de hombres, fueron directos hasta el enorme entoldado de finas sedas alumbrado por decenas de braseros custodiado por varios guerreros. Otros avanzábamos a cierta distancia de la partida del rey para proteger sus flancos y eliminar a los grupos de bárbaros que se acercaban en la oscuridad, entre la confusión y los gritos a los que se sumaron los relinchos de los caballos asustados. Sus sombras y las nuestras bailaban extrañas danzas reflejadas en las lonas de las tiendas de campaña. Cuantos persas avanzaban hacia la tienda del monarca eran silenciados al instante.
»Los enemigos salieron como las avispas del enjambre al entender, asombrados, lo que ocurría. En nuestro empuje habíamos llegado hasta la misma tienda de Jerjes, pero estaba vacía. Momentos antes, el Gran Rey había sido prudentemente alejado del lugar.
»Mientras la noche cubrió el campo, el combate se convirtió en una espantosa matanza para los invasores y sus aliados. En la confusión, los persas se despedazaban mutuamente sin saber bien lo que ocurría ni contra cuántos enemigos luchaban. Pero, finalmente, Helios tiñó de púrpura el cielo y, con las primeras luces del alba, los persas pudieron hacerse una idea cabal del número de los griegos infiltrados. Su contraataque no se hizo esperar. Surgieron de entre los árboles ya organizados por sus capitanes. Rebasados por todos los lados, y ante la inmensa superioridad numérica del enemigo, fuimos lentamente exterminados. Aquí la Parca le robaba la vida a Antemio, el de anchas espaldas, a manos de cuatro bárbaros. Apenas podía sostener la lanza y su cuerpo estaba atravesado por dardos enemigos, pero aún gritaba forcejeando contra ellos hiriendo a unos y matando a otros; allí, Plesitarco caía muriendo entre un numeroso grupo de Cisios de largas cabelleras mientras blandía el escudo por encima de su hermosa cabeza.
»Buena parte de los nuestros cayeron en la lucha, y el mismo Leónidas fue malherido por un dardo. Sobre su cuerpo se recrudeció el combate, pero los bárbaros no pudieron apoderarse del rey caído, pues los lacedemonios formamos en hilera y avanzamos para apoderarnos de tan preciado tesoro.
»Pocos regresamos a la boca del desfiladero, y allí, en la precipitada retirada, me alcanzó el primero de los dardos que iban a herirme ese día. Atravesó mi delantal de cuero y se clavó en el muslo con gran dolor.
»Algunos dijeron que, para cuando llegamos al muro, el rey ya había fallecido en brazos de su guardia. Pero no era cierto. Vi que vendaban su cuerpo y que sus fuertes y poderosos puños asían sus armas, porque cuando se mostró de nuevo entre los soldados, supe que el rey sería el comandante de nuestras huestes hasta el final.
»Los bárbaros que nos perseguían fueron recibidos por una oleada de flechas tespias, y ello detuvo su descoordinado avance, pues vieron de nuevo los escudos de los griegos que se habían quedado en el desfiladero avanzando hacia ellos al canto del
Embaterion
. Sin embargo, había llegado el día que las terribles Parcas habían escogido para el final de los espartanos.
480 a.C.
—Eos, el amanecer, trajo finalmente la luz a los cielos con sus dedos rosados y los vigías bajaron corriendo de los picos orientales. Habían divisado la expedición de los diez mil acercándose por la retaguardia. Se hallaban sólo a unos treinta estadios de nuestro campamento. El anuncio de que el persa Hidarnes desembocaba ya al otro lado del desfiladero provocó la retirada ordenada de los últimos supervivientes; grupos de tespios y espartanos nos replegamos codo con codo sobre las rocas de las Termopilas, pues los tebanos optaron por rendirse y entregarse allí mismo a los persas.
»El trono de Jerjes se había desmontado y el mismo rey avanzaba por el desfiladero al frente de numerosas fuerzas para enfrentarse a lo que quedaba de los aliados. Las numerosas huestes del Rey se detuvieron a menos de un estadio de nuestro reducido grupo. Varios soldados sostenían a Leónidas, que a ratos estaba consciente, y le daban a beber abundante agua. No entendíamos a qué esperaban los bárbaros para terminar con aquello, hasta que una nueva embajada llegó frente al muro. Estaba compuesta por cuatro caballeros persas que sortearon la maraña de cuerpos y armas que sembraban el suelo como si fuera un matadero de reses. Fue un último acto de piedad y de admiración hacia los osados defensores.
«¡Jerjes no quiere vuestras vidas —nos gritó uno de ellos en nuestra lengua—, sólo vuestras armas!» «¡Dile que venga él a buscarlas!», chilló Dienekes, quien apenas se sostenía en pie, pues durante el ataque al campamento enemigo una lanzada le había roto los tendones de la rodilla.
»A Leónidas, malherido y sostenido por dos soldados, le brillaban los ojos llenos de fiebre al ver que los persas no se atrevían a atacar y esperaban la llegada de los Inmortales. Ahí, junto al improvisado montón ile armas que nos sirvió de almacén, en brazos de Agis y de Aristarco, ordenó que los ilotas se armaran y perecieran como si fueran espartanos. Y ahí, desde ese improvisado trono, sobre esos escudos partidos y esas armas inservibles, se dirigió a las docenas de soldados que quedábamos con vida. Todos nos agrupamos a su lado, escudo contra escudo, para oír sus últimas palabras: «Si nos hubiéramos retirado de estas puertas, hermanos —nos dijo con esfuerzo—, se hubiera considerado una derrota que habría confirmado que es inútil resistirse a los persas. Por eso moriremos con honor y transformaremos nuestra derrota en victoria. Juramos resistir o morir, ¡y eso haremos! Debemos resistir hasta que nuestros aliados puedan retirarse de la caballería enemiga. Necesitan tres horas. ¿Me las daréis?»
»Todos los supervivientes gritamos que sí. El panorama que ofrecíamos no podía ser más desolador. Ninguno de los hoplitas conservábamos un miembro sano. Allá donde posaras tus ojos veías cortes, rasguños, miembros amputados, heridas mal curadas o sin cicatrizar, pero en todas los ojos bullían el orgullo y la determinación. Polinices apenas se sostenía en pie y tenía contra su pecho el rostro febril de Prixias, que todavía tenía fuerzas para sostener su escudo y su lanza.
«Nunca he creído en la superstición —continuó el rey, a quien le costaba respirar— de que los hombres antiguos eran más valientes y fuertes que nosotros, y mucho menos en este día. Intercambiemos las armas con los ilotas; ya todos formamos una unidad de pueblo y de destino. De los espartanos dentro de mil años quedará lo que hoy hagamos aquí, porque trescientos hombres resistieron ante un enemigo que les multiplicaba por cien y sólo a traición fueron vencidos. ¡Tomad un buen desayuno, pues compartiremos el almuerzo en el infierno!»
»Por el monte brillaban ya las armas de los Inmortales que se acercaban deprisa. Mientras esperábamos pacientes la última embestida de los bárbaros obedecimos las palabras de Leónidas y —nos contó Alexias mirándome agradecido—, en este momento final, comimos las berenjenas rellenas de cabrito que nos habías preparado. Lo hice junto a Prixias y a Polinices, y al gustar su sabor me pareció estar de nuevo en casa, al amparo del fuego, junto a padre, madre y al abuelo, porque me supieron mejor que nunca.
»Al terminar el último desayuno, Prixias me pidió que le pusiéramos el escudo en el brazo izquierdo, la lanza en la mano derecha y que le ayudáramos a levantarse. Ayudé también a Polinices y los tres juntos nos acercamos al resto de iguales que quedaban con vida hacia una especie de túmulo existente poco más allá de las posiciones del muro foceo. Nos apiñamos alrededor de Leónidas juntando nuestros escudos, y el rey tuvo palabras elogiosas para todos.
»Así llegó la última hora, y es curioso ver lo que el miedo provoca, porque ante la cercana muerte aparecen en la mente los rostros de los familiares más allegados: la mujer y los hijos, los lugares en los que has sido feliz, luego el de los seres queridos que ya han cruzado el río hacia la orilla de los que no regresan. A todos ellos, el guerrero les saluda con afecto y compasión. A ellos les entrega su amor y de ellos se despide mientras saluda a Helios por última vez.
»Llegó la hora y la formación de los Inmortales apareció al otro lado del paso. Entonces, a una orden del Gran Rey, el cielo se oscureció y miles de inconfundibles silbidos precedieron a la lluvia de flechas que nos cosió a la tierra. Nos juntamos en un intento vano de defendernos de la tormenta de bronce que los rabiosos persas lanzaban ahora sobre nosotros desde todas direcciones. Se cumplieron entonces las palabras que uno de los emisarios había dicho, que el sol se oscurecería por sus flechas. Ciertamente, el mismo Febo, el gran arquero Apolo con armadura de guerra, avanzaba entre los hoplitas y los escogía uno a uno lo mismo que el granjero talla las espigas, mientras éramos heridos en los costados, en las piernas o en los hombros.
»Los hombres maldecían y gritaban, pero no de dolor, sino por la impotencia de no poder luchar. Docenas de flechas nos fijaban a la madre tierra y los gritos eran los de la frustración de los corazones de los guerreros. Los que no estábamos heridos mortalmente formamos otra vez la hilera, de tan sólo ocho o nueve hombres de frente y dos filas de fondo. Ya no podíamos más. Los miembros temblaban, las heridas sangraban y los escudos se nos caían de los brazos inermes, pero aun tuvimos fuerzas para entonar el
Embaterion
ante la mirada incrédula de los persas y el orgullo de nuestros camaradas que yacían en el suelo. Sus filas se agitaron nerviosas al vernos cargar de nuevo contra ellos. Polinices se quedó al lado de Prixias, que había sitio abatido por las flechas enemigas y aún con ojos vidriosos animaba al resto al combate.
Los
hombres a mi lado caían uno tras otro, pero otros les reemplazaban desde atrás para seguir avanzando contra los arqueros. Así, pegados al monte, cargamos contra ellos por última vez.