Aretes de Esparta (44 page)

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Authors: Lluís Prats

Tags: #Histórica

BOOK: Aretes de Esparta
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Saludé al hijo de mi antigua compañera de
Agogé
, quien me dijo que en su casa estaban todos bien. Sólo habían tenido que lamentar algunos cortes y magulladuras. Le dije que diera un abrazo y un beso a su madre de mi parte. Esa noche la pasamos como pudimos cerca de la acrópolis donde se habían congregado casi todos los supervivientes. Así supimos de la magnitud de la tragedia pues fueron cientos los que habían perecido bajo los escombros. Muchos iguales y sus familias murieron en el desastre. Durante esa noche, muchos otros edificios se desmoronaron. Los gritos se mezclaron con las órdenes militares de los que intentaban mantener cierto orden en las calles sin conseguirlo.

A la mañana siguiente regresamos los dos a Amidas. La tierra quedó tan mal que causaba tristeza verla: las cosechas arrasadas, los establos derruidos; las reses y los caballos que no habían escapado yacían muertos bajo los escombros. Tuvimos que darnos prisa en enterrarlos para que no apareciera la peste de dedos largos y aliento fétido. Entre los ilotas no hubo que lamentar ninguna desgracia, sólo algunas cabezas rotas y muchas magulladuras. Los restos de nuestra granja se convirtieron en una improvisada casa de salud, porque de las aldeas vecinas trajeron a los heridos para atenderles, pues era la que había quedado mejor parada tras el terremoto.

Eurímaco sacó como pudo del sótano nuestra reserva de vendas, hierbas medicinales y otros utensilios para coser y cauterizar heridas. A lo largo de todo el día atendimos a los ilotas y a los Iguales que vinieron en busca de ayuda.

Tras el terremoto tan sólo quedaron en pie cinco edificios en Esparta, entre otros, la acrópolis y el templo de Atenea calcieco. Los jóvenes que perecieron en el gimnasio fueron enterrados en una tumba cercana a la acrópolis que llamamos la Seismatias, a causa del seísmo. Durante semanas, los perros aullaban por la noche llamando a sus dueños.

No fue ésta la única desgracia que sobrevino a la ciudad, pues semanas después, cuando los ciudadanos reconstruían sus casas, se anunció la sublevación de las aldeas ilotas del norte, lo que se sumó a las preocupaciones para encontrar alimento y agua potable.

Afortunadamente, cuando la tierra había temblado muchos hombres estaban de maniobras en la llanura de Otoña, y el rey Arquidamo, un hombre sereno y de ánimo inquebrantable, organizó lo que quedaba del ejército y reunió a los espartanos dispersos para dirigirse al norte. Los rebeldes, al verles formados en el campo de batalla, no se atrevieron a enfrentarse a ellos y se retiraron a Mesenia, a las ciudades rebeldes de Tusia y Etea. Muchos se refugiaron en lo alto del monte Itome después de varias batallas en campo abierto.

La revuelta duró unos dos años, e incluso Cimón de Atenas envió un contingente armado para ayudar a aplacar la sublevación, pero los éforos rechazaron su ayuda para no tener que comprometerse a los consiguientes pactos que ello hubiera conllevado y los atenienses regresaron a su ciudad. Hay que decir que eso sucedió porque, terminadas las guerras contra los persas, Esparta se inquietó por el creciente poderío de Atenas, enardecida por las recientes victorias. Entonces, el gobierno de la ciudad les prohibió reconstruir sus destruidas murallas, los llamados muros largos. Como réplica, los atenienses abandonaron la Liga Panhelénica y fundaron su propia confederación con las ciudades de la costa asiática del Egeo para prevenir futuros ataques persas, a la que llamaron Liga de Delos. Atenas consideraba que había que defender a esas colonias, que para ella eran una importante fuente de ingresos. Esparta en cambio, creía que estaban demasiado alejadas de la Hélade. Estos hechos no llegaron a desencadenar una guerra, pero cuando la ciudad despreció la ayuda ateniense contra la revuelta de los ilotas, las relaciones se rompieron y fueron la causa de los enfrentamientos que habrían de venir.

Durante las revueltas tuve que refugiarme por un tiempo en la aldea ilota donde vivían los parientes de Menante, y allí pasé unos meses hasta que fue sofocada. Mi hijo, Eurímaco, aunque no había terminado su formación, participó en las marchas contra los ilotas amotinados en Itome, y estos fueron sus primeros escarceos en la milicia.

Cuando la revuelta se apaciguó vino a buscarme a la aldea, y regresamos juntos a Amidas para poner en orden y reconstruir nuestra maltrecha granja.

Capítulo 47

446 a. C.

Una vez sofocados los motines, nuestra ciudad regresó de modo lento a la normalidad. Con ayuda de los esclavos y los periecos se reconstruyeron las plazas, el gimnasio y los edificios públicos derruidos por el terremoto. En la reconstrucción de nuestra casa no me faltó la ayuda de nuestros ilotas, que regresaron a sus tareas tras la insurrección del norte. Llevó unos años recomponer los tejados rotos pero, por suerte, muchos de los muros eran sólidos, y una vez limpiados los cascotes, se labraron nuevas vigas para los tejados que se habían hundido, se encalaron las paredes agrietadas y se recompusieron las estancias.

Muchas veces me he preguntado por qué después del terremoto regresé a Amidas. Volví porque la tierra es lo único que tenemos, lo que los dioses no pueden arrebatarnos, donde nuestras raíces beben del agua y su savia nos alimenta. La tierra es como nuestra madre, pues es lo único que perdura, como me dijo el abuelo una tarde de verano bajo el viejo alcornoque en el que solíamos sentarnos a leer.

Así pasaron unos años de penurias y estrecheces a causa de las continuas guerras o las peticiones de alimentos para mantener las innumerables campañas. Ya he contado que, después de las guerras contra los persas, hubo numerosos conflictos entre la Liga de Delos liderada por los atenienses y nuestra Liga del Peloponeso, sin que mediara una declaración formal de guerra. Atenas había reconstruido sus murallas, destruidas por los persas, y Esparta se había opuesto a la construcción de los Muros Largos del puerto ateniense del Pireo. Atenas además recelaba de las negociaciones que Esparta tenía secretamente con algunas facciones atenienses para socavar el gobierno democrático.

Entonces tuvo lugar otra disputa, pues Corinto, aliado tic Esparta, no quería que Megara construyese los muros largos de su puerto y Atenas intervino en la disputa fronteriza. Las relaciones empeoraron cuando, unos años después, Nicodemo de Esparta, regente durante la minoría de edad del rey Plistoanacte, nieto de mi compañera, la reina Gorgo, marchó con un ejército de once mil hoplitas hacia Beocia para ayudar a Tebas a sofocar la rebelión de los focios. Mi hijo, Eurímaco, formó parte de esta expedición. Atenas tomó ventaja de esto para bloquear las rutas de regreso al Peloponeso y Esparta decidió permanecer en Beocia y esperar el ataque ateniense. Atenas y sus aliados, catorce mil hombres bajo el mando de Mirónides, se enfrentaron a los espartanos en Tanagra y, aunque los espartanos ganamos la batalla y conseguimos reabrir la ruta de regreso a Lacedemonia, perdimos a muchos soldados, siendo incapaces de aprovechar la victoria. Se logró firmar una tregua, pero unos años más tarde la guerra se recrudeció cuando Esparta dio la independencia a Delfos y Atenas se opuso, invadió la ciudad del oráculo y se llevó el tesoro a sus templos. Esto desencadenó el enfado de Esparta que, con el rey Plistoanacte a la cabeza, invadió el Ática. Pero Pericles convenció al rey mediante sobornos para regresar a Lacedemonia y sellaron una paz que había de durar treinta años.

Una mañana, semanas después de regresar de la última de estas campañas en el Ática, mi hijo, Eurímaco, llegó a Amidas. Desde la ventana del cuarto alto vi como bajaba de su caballo y entraba en la casa, gritando mi nombre. Había pasado ya de la treintena y aún no se había casado. La vida de la milicia y sus prolongadas ausencias no se lo habían facilitado y mi preocupación aumentaba con el paso de los años.

Cada día me recordaba más a mi abuelo Laertes, porque era un valiente soldado, amante de la tierra y de sus frutos, y que además recitaba de memoria a Alcmán y a Tirteo. Eurímaco no cantaba con la dulce voz que tenía su tío Taigeto, pero había adquirido la fuerza de su padre Prixias y de su tío Alexias.

Llegó, como decía, de la ciudad, subió a grandes saltos por las escaleras y me encontró en la habitación en la que me sentaba a tejer con las muchachas. He de decir que habían pasado muchos años desde los días en que acompañé a mis hermanos a Platea y entonces ya peinaba abundantes canas, pues no en vano pasaba ya de los sesenta míos.

—¡Ah! Estás aquí —dijo al entrar.

Me estampó un par de besos sonoros en las mejillas sentándose luego frente a mí en silencio. Enseguida vi que algo ocurría porque su mirada era nerviosa y alegre. Hice salir a las muchachas de inmediato porque creía que tenía que decirme algo importante.

—¿Qué ocurre? —le dije dejando el hilo y la lanzadera encima del telar.

—Madre —comenzó—, en la asamblea se ha hablado de realizar una visita institucional a las Termopilas cuando se viaje a Atenas para sellar la paz que ponga fin a las recientes guerras. La asamblea ha acordado rescatar el cuerpo de Leónidas y de los demás valientes del túmulo en las Puertas Calientes para enterrarles en tierra espartana con todos los honores. Se ha decidido erigir para ellos un monumento que perdure en la memoria.

Por lo visto, ese lugar de tan malos recuerdos se había convertido en sitio de peregrinación. Muchos extranjeros hablaban de las hazañas de Leónidas y ya se componían cantos que relataban lo sucedido. Al acto se quería invitar a los familiares de los trescientos que habían perecido en las Termopilas. Sin embargo, lo que para él podía ser una buena noticia, para mí fue ocasión de revivir recuerdos amargos, y le dije muy seria cuando me propuso que nos sumáramos a la expedición:

—No es plato de mi gusto, Eurímaco, visitar el lugar donde murieron tu padre y mi hermano Polinices. No es algo que agrade a mi corazón, que ya casi ha logrado olvidar esos sucesos.

Al oír mi respuesta, Eurímaco me miró con ojos tristes y el muy canalla sumó a su mirada cenicienta las siguientes palabras para ablandar mi corazón:

—Ten presente, madre, que la expedición visitará Atenas, y como tú me has dicho muchas veces, es la ciudad de las artes y su patrona la diosa Atenea. Oiremos a los poetas y a los músicos en sus calles y, quién sabe, quizás tengamos oportunidad de oír el órgano hidráulico del que te hablaba tu abuelo.

No hay casi nada a lo que una madre pueda resistirse cuando un hijo le pide algo que esté a su alcance. Así que me quedé mirándole por un momento y en su rostro aparecieron los oscuros ojos de su padre, Prixias, la sonrisa y el cabello oscuro de su tío Polinices, la hombría de su abuelo Eurímaco y la curiosidad del abuelo Laertes. Aunque de mi conserva el gusto por la poesía y por el cultivo de nuestra tierra fecunda, su picardía es herencia de sus dos tíos gemelos.

—Me lo pensaré —le respondí mientras algo sacudía mi interior.

Entonces, como si esas palabras hubieran sido suficientes para él, me alzó en sus poderosos brazos como si fuera yo una de las jóvenes que danzan como potrillas junto al Eurotas, con los pies desnudos y agitando sus cabellos como bacantes. Tanta era su alegría por considerar que había dado mi consentimiento, que su alborozo se me contagió y reí con ganas mientras él me llevaba en volandas por la habitación. También las muchachas se rieron desde el patio al oírle cantar.

La verdad es que partí con él en esta expedición más ilusionada de lo que esperaba. Pero antes de marchar hacia Atenas, di las órdenes pertinentes a la hija de Neante, la joven y hacendosa Melampo, para que regara las plantas cada atardecer. No quería que se agostaran los jacintos, ya que al menos estaríamos ausentes dos semanas.

Sí, finalmente decidí acompañarle para honrar la memoria de mi esposo y de mi hermano Polinices y para dar gusto al espíritu del abuelo Laertes, quien no me hubiera perdonado que no visitara la ciudad con la que siempre había soñado.

Partimos una soleada mañana de primavera junto a la comitiva de la que formaban parte Gorgo y sus nietos; Nausica y Paraleia, hijas de Telamonias
el boxeador
; mi otra cuñada Eleiria, viuda de Polinices, que aunque se habían vuelto a casar quisieron honrar a los padres de sus hijos; los hermanos del héroe Dienekes; y más de cincuenta espartanos entre los que se encontraban los éforos y otros familiares de los que perecieron en las Termopilas.

Seguimos la corriente del río Eurotas, que nace en el monte Boreo y desemboca en el golfo, cerca de la arenosa Giteo, nuestro bullicioso puerto de mar, y recordé la primera vez que fui al puerto, sentada en la grupa del caballo de padre, el soleado día de primavera que mi pequeño hermano Alexias quedó al cuidado de Neante y se despidió de nosotros agitando la manita.

Capítulo 48

446 a. C.

Así pues, casi sesenta años más tarde del viaje que hice con mi padre, me encontré acompañada de mi hijo, Eurímaco, y de un ilota a nuestro servicio siguiendo el curso del Eurotas hacia el sur. El cauce del río estaba sembrado, como siempre, de pequeñas barcas de mercaderes que hacían del curso fluvial su camino hacia el puerto del Egeo. Sus velas resplandecían al sol y el agua del río brillaba como una serpiente de plata entre los sembrados. Seguimos por el camino en el que zumbaban las abejas mientras aspirábamos el tomillo y el romero que crecían entre las piedras. El polvo que levantábamos brillaba a nuestro paso y parecía que voláramos en un aura de oro, acompañados del mismo Helios, en su carro tirado por sus caballos de fuego: Flegonte, Aetón, Pirois y Eoo.

Recordé la primera vez que vi el mar, sentada a la grupa en el caballo de mi padre. Entonces me pareció un infinito campo de cebada lleno de agua salada. El abuelo me había contado que allí, en un abismo, en un palacio bajo las aguas de Eubea, mora Poseidón, dios de cólera terrible, que hiende los mares con su tritón para provocar terremotos cuando se enciende su ira. En sus espaciosos establos, se dice, tiene caballos de tiro blancos, con cascos de bronce y crines de oro, y también un carro precioso de oro macizo. Recordé que aquella mañana había preguntado a padre si veríamos al dios o, al menos, sus caballos de espuma, y que él se había reído con ganas por mi ocurrencia infantil.

Accedimos a la ciudad tras rebasar una colina y ante mí se ofreció otra vez el espectáculo que de niña me había dejado admirada. Donde terminaba la costa rocosa y sinuosa empezaba una superficie lisa y brillante igual que un escudo recién bruñido. Las aguas chispeaban de blanco e imaginé otra vez al dios tirando de sus corceles blancos que rompían contra las rocas en forma de crestas caprichosas de agua y de sal. Muy lejos, en mitad de la superficie, la isla de Citera, a la que habían huido Paris y Helena al embarcarse hacia Troya, se elevaba sobre las olas como una fortaleza oscura.

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