Aretes de Esparta (42 page)

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Authors: Lluís Prats

Tags: #Histórica

BOOK: Aretes de Esparta
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No bien nuestra vista alcanzó a ver a su gemelo en el suelo que Taigeto recogió las armas del abuelo del suelo. Yo oculté mi rostro entre las manos, pues oí que profería un grito horroroso que hendió el cielo y se lanzó corriendo desde la colina desde la que presenciábamos la carnicería.

He dicho ya que el alma de los gemelos, como las de los dioscuros Cástor y Pólux, tienen una conexión especial, que sus vidas discurren paralelas y presienten al otro aunque no le vean. Dicen que viven el dolor del otro como propio. Por eso Taigeto saltó por los riscos como un avezado pastor brinca junto a sus cabras, adelantó a la cerrada formación espartana y se metió en el fragor de la batalla. Arrojó su lanza con tanta fuerza que atravesó a más de un enemigo, y lo mismo hizo con el escudo del abuelo, que salió despedido por el cielo polvoriento. El hoplón de bronce destrozó varias cabezas antes de caer al suelo con estrépito. En un abrir y cerrar de ojos desenvainó su espada y se interpuso entre Alexias y los persas. En ese instante funesto, los gemelos luchaban para salvar el uno la vida del otro, pero estaban solos en tierra de nadie, rodeados de enemigos.

Otros que presenciaron el combate desde la primera hilera dijeron que un veterano capitán platense, al ver a los dos hermanos luchar en solitario contra las filas persas, salió corriendo hacia ellos. Arrojó su lanza contra los bárbaros, alcanzó a uno en el estómago y allí se quedó balanceando su negra sombra. Luego derribó a varios más y se lanzó con su escudo sobre los dos espartanos para protegerles de las espadas y las lanzas, mientras a su alrededor seguía la batalla.

Cuando los hoplitas espartanos vieron a dos de los suyos y a un ilota luchar en solitario entre las filas persas, no esperaron las consignas de los generales. La voz de Talos, el amigo de padre, rugió como un león en la espesura por toda la planicie:

—¡Cascos abajo, escudos arriba! ¡Espartanos!

Ahí estaban los tres, en el suelo, rodeados por los persas que les acribillaban por todos lados cuando una marea roja como la sangre, de encrespadas olas broncíneas, se les echó encima. Igual que el mar embravecido ruge en mitad de la tormenta y no hay abrigo donde guarecerse ante tan aterradoras oleadas, las hileras espartanas corrieron al centro de las fuerzas enemigas con la facilidad del cuchillo que corta la manteca. Allí, en una maraña de cuerpos, se riñeron de sangre entre el polvo y el entrechocar de los escudos. Desde mi atalaya vi como una
difalangarquía
espartana, más de ocho mil guerreros entrenados toda su vida desde los siete años para matar y morir, se lanzó entera al combate por primera vez en nuestra historia. La bestia escarlata y oro engulló a los persas al son del canto de guerra y el piafar de los aulós. Por los valles, los barrancos o la llanura sólo se oyeron los terribles versos de Tirteo entre el griterío de los soldados persas, que eran masacrados por los mil brazos y bocas hambrientas del monstruo lacedemonio. Las lanzas de lúgubre y alargada sombra volaron hacia la marea bárbara, ocultaron el sol y se clavaron en la carne. Los espartanos desenvainaron sus terribles espadas e hicieron lo único que sabían hacer: derribar, cortar, herir y matar. Los hoplitas clavaban los tacones en el suelo y golpeaban al unísono con sus escudos, los bárbaros rebotaban contra ellos y entonces los griegos lanzaban sus lanzas por encima de sus cabezas para hendir los escudos de mimbre, atravesaban las armaduras de cuero y segaban las vidas extranjeras. Toda mano que se alzaba para herir, daba en carne.

Allí estaban otra vez, como en las Termopilas, el Flujo y el Reflujo, y a su alrededor brillaban deambulando entre los combatientes el Tumulto, el Asesinato y la Masacre. Allí se lanzaban con ímpetu Eris, diosa de la discordia, y junto a ella la odiosa Confusión; y la funestas Keres, seres oscuros, con dientes y garras rechinantes, sedientas de sangre humana, sobrevolaban el campo de batalla buscando hombres moribundos o heridos. Allí, una arrastraba por los pies a un guerrero recién herido, y otra a uno todavía ileso, y otra, más allá, cargaba con uno muerto en el combate para arrastrarle al Hades.

Me contaron luego que, a salvo entre los mantos espartanos que les habían rebasado, Taigeto se incorporó junto a padre. Ambos vieron que Alexias tenía cuatro flechas clavadas en el torso y que de sus heridas manaba, abundante, la sangre. Padre se arrodilló a su lado mientras le apretaba contra su corazón. Supo que la hora estaba cercana y le despidió con estas palabras:

—Decía tu abuelo que la luz que brilla con el doble de intensidad dura la mitad de tiempo, hijo mío. Y hoy tú has brillado mucho.

Alexias le miró con inmenso cariño, le apretó la mano mientras le respondía sin que la sonrisa abandonara su rostro: —Espero que tengáis un buen día.

Taigeto no quiso ver más, recogió las viejas armas del abuelo para adentrarse de nuevo entre las prietas filas helenas para llegar a la vanguardia y vengar la muerte de su hermano. Padre estaba malherido en un costado, por eso Talos y Prixias se llegaron hasta él, pero no se dejó ayudar. Sus ojos orgullosos sólo estaban pendientes de la fuerza y la destreza del joven esclavo que luchaba en la vanguardia espartana. Los tres capitanes vieron, admirados, cómo el ilota, al igual que Alexias, era un portento de fuerza y destreza. Como un veterano, curtido en cientos de batallas, clavaba los talones en el suelo, codo con codo junto a los demás hoplitas, lanzaba su escudo hacia delante y con la lanza hería o mataba sin que las fuerzas abandonaran sus miembros. Cuando su lanza se volvió inservible desenvainó la espada, que empezó a volar como un halcón en busca de su presa. Era tanta la rapidez de sus movimientos que pocos persas se atrevían a ponerse delante de él, y a su alrededor pronto se hizo un vacío.

Padre cerró los párpados de Alexias, y al ver el ardor y el coraje del hijo a quien un día los ancianos de la
Lesjé
habían querido abandonar en el monte, aún tuvo fuerzas para recoger los dos escudos del suelo bramando antes de lanzarse contra los medos:

—¡Esparta!

Sus hombres le siguieron sedientos de venganza y juntos penetraron entre un bosque de lanzas enemigas. La polvareda tiñó el campo como una espesa y terrible niebla y no quise ver nada más hasta el final del combate. Cuando todo terminó, un hoplón espartano fue izado en el campo como señal de victoria. Las cornetas sonaron triunfantes y entonces vi cómo en el campo de batalla los hombres se abrazaban unos a otros mientras los persas huían hacia el norte.

Capítulo 44

479 a. C.

El silencio que siguió a la batalla me pareció inquietante. Poco a poco me repuse. Mi corazón se calmó y mis piernas dejaron de temblar. Entonces bajé como una sonámbula con los dos caballos hacia la llanura. Los hombres me miraban sorprendidos, pero no les presté atención, sino que seguí hasta el lugar en el que había visto caer a Alexias y a padre. Allí, en el centro de la llanura, me encontré con algo para lo que no estaba preparada, algo que no había imaginado ni en mis pesadillas más terribles, porque vi con mis propios ojos lo que es el horror de la Parca.

Los campos de Platea estaban sembrados de bronce y de muerte. En ese vasto espacio se amontonaban las carretas, las cantimploras, las astas de lanza, las flechas y los cadáveres irreconocibles que nadie reclamaría. Eran tan incontables los jirones de vida y las ilusiones esparcidas por el ancho campo que no volverían a cobrar vida, que me invadió un profundo desasosiego.

Allá donde debieran crecer las flores y zumbar las abejas yacían diseminados los cadáveres persas; en lugar de esbeltos tallos de lirios y amapolas crecían en la planicie las astas rotas y las flechas partidas o clavadas en la carne; y allí donde se esperaba al sembrador para alimentar la tierra con el grano sólo había griegos que remataban a los enemigos o les desvalijaban de sus joyas y de sus armas. Y, en fin, en lugar de carretas tiradas por robustos bueyes para cosechar el trigo había soldados que excavaban grandes agujeros en la tierra para sepultar a los muertos.

Hasta donde alcanzaba la vista, todo era una alfombra roja de barbarie y desolación. El olor era tan nauseabundo como el que desprenden los desolladores de reses, y tan ácido que se te metía en la garganta quedándose allí, lo mismo que un fruto ardiente y amargo.

Avancé mareada entre los restos de ese naufragio humano llevando a los dos caballos por las riendas. Así sorteé cientos de cadáveres que aún sujetaban las armas del combate y elevaban sus manos al cielo, pidiendo clemencia a los dioses de oídos sordos. Pronto adquirirían el color de la muerte y se quedarían rígidos y fríos. Anduve por ese infierno de dolor con la vista perdida, como la viuda vaga al anochecer por las calles de la ciudad, sin pensar ni recordar lo que había perdido para que la herida no me doliera, pues no sabía qué había sido de los de mi sangre.

Volví en mí cuando unos hoplitas se me acercaron. Entre los cuatro llevaban orgullosos a mi hermano Alexias encima de su escudo. Me lo entregaron y negaron con la cabeza, "no hay nada que hacer", dijeron. Mi hermano había cruzado ya hacia la orilla de la que nunca hemos de regresar. Me abracé a él para que notara mi calor si la Parca aún no le había arrebatado el último aliento, pero estaba tan gélido como la estatua del dios. Acaricié sus cabellos dorados y derramé todas las lágrimas que quise, gimiendo desconsolada sobre sus hombros hasta que me arrancaron de su lado para llevarle al túmulo de los héroes.

Así cayó el último de las Termopilas, aunque esta vez su sacrificio no fue en vano. Los persas fueron derrotados en aquel lugar de una manera absoluta y definitiva, pues el ejército bárbaro, mayor en número que sus oponentes, se había precipitado al atacar el flanco de los espartanos y el desenlace se aceleró al caer muerto su general, Mardonio, a consecuencia de una pedrada. Entre sus huestes corrió la noticia de que había muerto, cundió la desolación y el ejército persa terminó por desbandarse.

Es habitual entre los griegos elegir, tras la batalla, al combatiente mas arrojado en la lucha. En Platea, a decir de los testigos, mi hermano Alexias fue el más valiente de entre todos los espartanos, aunque también dijeron que buscó abiertamente la muerte en el combate. Aunque se diga que ello invalida su mérito, bien sé que los poetas cantarán su gloria por toda la eternidad. De él, de padre y de Taigeto, bien pudiera cantarse lo que escribiera Tirteo, que habría que recordar y elogiar su excelencia en el correr o en la pelea de puños; que tuvieron la altura y la fuerza de un Cíclope; que hubieran vencido en la carrera al tracio Bóreas; que sus figuras fueron más bellas que la del bello troyano Titono; y, en fin, que no carecieron de fama en la lucha, porque se lanzaron sin miedo a enfrentarse de cerca al feroz enemigo.

Sin embargo, yo sabía que el alma de mi hermano Alexias había muerto un año antes, al regresar de las Termopilas. El resto de tiempo que vivió lo hizo como el espíritu que vaga por los campos entre la niebla invernal para purgar su pena y alcanzar gloria inmortal. En Platea había lavado su honor en la fuente de la valentía. Por ello mereció la honra de ser enterrado junto al resto de valientes en el campo de batalla. También padre había muerto de alguna manera el día en que fue expulsado de Esparta, y me alegró que en esa hora final tuviera el orgullo de ver que sus valientes hijos no le habíamos defraudado.

Por lo que he sabido después, dominado el campo de batalla, los helenos saquearon el campamento enemigo. El diezmo del botín pasó a formar parte del tesoro de Delfos, al que fue llevado en solemne procesión semanas más tarde. Pausanias realizó un sacrificio en el altar del templo de Zeus llamado a partir de entonces
el de la libertad
. Los habitantes de Platea recibieron ochenta talentos de plata para reconstruir su ciudad, y se inauguraron los juegos funerarios para honrar a los caídos. Después, Pausanias, al frente del ejército, se dirigió hacia Tebas y la ciudad capituló tras veinte días de asedio. Los restos del ejército persa abandonaron la ciudad y se retiraron hacia el norte para volver a su patria. Temístocles y la flota griega, ahora con más naves que los restos de la persa, se dirigieron hacia la costa de Asia Menor y, durante ese mismo invierno, entablaron combate hasta hundir la mayoría de las naves en un puerto en el que los persas se habían refugiado. Acto seguido, varias ciudades jonias del litoral se declararon libres del Imperio persa, y desde entonces, las ciudades jonias han mantenido su independencia.

Supe más tarde que el bueno de Simónides había escrito una
Epopeya breve
sobre los hechos que presenciamos en Platea y en los que destacó mi hermano Alexias. El mismo escribió el epitafio de los caídos esa mañana en aras de su libertad y para que sus seres queridos no vieran hollada su tierra por pies bárbaros. Aún hoy puede leerse en la planicie la estela que se erigió con sus palabras:

Dejando una fama inmortal aquí estos

en pro de su patria

se vieron envueltos en la negra nube de la muerte.

No están muertos, aunque murieran, pues su valor

del dominio de Hades los alza y corona de gloria.

Pero a mi poco me importaba todo esto. Se había derramado demasiado de mi propia sangre. Entre muchos otros valientes, también Talos había muerto en la batalla, y tanto Taigeto como mi padre y Prixias, el abuelo de mi hijo, habían resultado heridos de gravedad. Presencié los ritos funerarios de los valientes caídos en Platea como si fuera una cerámica rota y pegada muchas veces en la que se notan las dolorosas cicatrices.

Una vez padre y Taigeto estuvieron en condiciones de viajar, regresamos con la comitiva espartana a Lacedemonia con la esperanza de que se recuperaran de sus heridas. Lo único que deseé entonces fue que mi padre pudiera ver crecer a sus nietos sentado bajo la sombra del emparrado de nuestra casa. Lo deseaba con tantas ganas que, si hubiera sabido, me hubiera gustado pintar para él un camino de esperanza, igual que las figuras que pintaba Eufronios en sus terracotas con el regreso de Odiseo a Itaca.

Cuando ahora pienso en esos días, me pregunto cómo pude ser testigo de tanta fatalidad y no morir con el corazón desangrado, porque cuando los dioses te voltean o te tumban boca arriba, cuando sobrevienen las desgracias y vagas sin medios o extraviado, no hay nada que te sostenga, nada a lo que agarrarse en esa roca solitaria que las olas furiosas barren en mitad de la tormenta. A mi memoria han venido luego, con frecuencia, las sabias palabras que mi abuelo le dijo en su día a Polinices después de recibir la brutal paliza que recibió en la
Agogé
: que nadie golpea más fuerte que la propia vida y que lo importante es resistir mientras avanzas en mitad de esas dificultades, porque lo que no te mata te hace más fuerte.

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