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Authors: Lluís Prats

Tags: #Histórica

Aretes de Esparta (45 page)

BOOK: Aretes de Esparta
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Giteo es una población mucho más pequeña que Esparta, y sus concurridas callejuelas huelen a pescado y a salazón. Me maravilló su parte más importante, que es el mercado pegado al puerto, porque no recordaba tal extensión de barcazas meciéndose perezosas en el agua para transportar mercancías y gentes de todos los puertos de la Hélade o de más allá del Egeo.

Allí embarcamos en una trirreme corintia, una nave muy ligera de unos noventa codos de largo, que la ciudad había alquilado para hacer un viaje rápido y confortable debido a que muchos de los peregrinos éramos ya de una edad más que respetable. Era una nave de muy poco calado y, por tanto, muy maniobrable.

El saledizo donde se ubicaba la fila superior de remeros estaba trabado al costado del casco mediante largueros transversales. Sobre estos existía una cubierta y encima de ella había una pasarela que se extendía a lo largo de la eslora y servía como plataforma de maniobra. Los remeros estaban agrupados en grupos de tres a cada lado. Los que iban sentados en la posición más alta son los llamados
tranitas
. Me fijé en que esta disposición, con remos individuales, permite que los remos no sean excesivamente largos y evita que los remeros se estorben, del mismo modo que hace posible retraer los remos hacia el interior del casco en caso de abordaje.

Una trirreme se mueve a fuerza de brazos sólo cuando se entra en combate. El resto del tiempo se navega a vela. A tal efecto, sobre su cubierta se elevaban dos mástiles desplazados hacia proa y algo inclinados hacia delante. Las velas eran cuadradas, y las de nuestra trirreme llevaban pintadas un sol y una luna. La nave se gobernaba mediante dos espaldillas, remos de mayor tamaño que los normales, que se colocaban uno a cada lado en el castillo de popa.

Además de los remeros, había un grupo de una docena de marineros corintios encargados de la arboladura y el velamen. El mando de la trirreme recaía sobre el
kybernetes
, el piloto, que nos dio la bienvenida con profundas reverencias al subir a bordo. Los otros oficiales que nos acompañaron durante el trayecto se encargaban de verificar el estado del casco, otear el horizonte en permanente vigilancia, o gestionaban la administración de los sueldos y los suministros. Uno de ellos me dio generosamente la mano para ayudarme a subir a la nave y el resto nos miró con veneración. Antes de zarpar, ocupamos nuestros sitios en la cubierta mientras nos ofrecían racimos de uva y dátiles.

Durante aquellos días en el venturoso océano me sentí igual que uno de los héroes del Canto, pues surcaba las mismas aguas que a ellos les habían llevado hasta la lejana Troya. Aquí y allá salpicaban las aguas las pequeñas islas en las que brillaban los olivos, y las gaviotas revoloteaban a nuestro alrededor como signo de buen augurio. De vez en cuando, nos cruzábamos con alguna barca de pescadores que agitaban las manos para desearnos un viaje placentero.

El viaje por mar me sentó bien; el ruido de los cables y las velas mecidos por el viento, o el de la quilla al cortar las olas espumosas, eran sensaciones nuevas y excitantes. Al igual que lo era la del viento saludable en la cara y el salitre que te salpicaba al acercarte a proa. Todo ello, junto al cálido Sirio que nos acompañó durante toda la travesía, hicieron que afrontara con optimismo la triste ceremonia que habría de tener lugar en las Termopilas. También me hizo bien estar acompañada de mi hijo, Eurímaco, que, aunque prodigaba sus visitas a Amidas, nunca le parecen suficientes a una madre viuda.

Al cabo de tres días de navegación sin escalas llegamos a la isla del Pireo, separada del continente por las marismas de Halipedon. En su cima se elevaba la sólida fortificación de Muniquia, que brillaba lo mismo que una perla en un día radiante como pocos. Era como si Atenea se alegrara de que los lacedemonios, descendientes de Ares, hacedor de viudas y destructor de murallas, la visitaran esa mañana en su peregrinación al norte.

El Pireo estaba lleno de trirremes de guerra con terribles mascarones de proa. A través de la telaraña que trenzaban sus mástiles y los cables de sus velas, se divisaban las casas encaladas del puerto. Sobre ellas se elevaba majestuoso el monte de la acrópolis, donde brillaban los mármoles. No atracamos en el Pireo, ya que éste no es el primer puerto de la ciudad pues, habitualmente, los atenienses usan la ensenada de Falero. Allí fue donde llegamos esa mañana, por estar más cerca de la Polis.

Estos eran los muelles que el general Temístocles ordenó construir a los atenienses cuando yo era una niña. Estaban llenos de naves puestas panza arriba, porque las que no están en uso habitual se retiran del agua y se dejan secar en los arsenales. Allí había algunos marineros calafateando los cascos, insertando pez o cera en los intersticios de la tablazón. Por lo que me contaron, los operarios aprovechaban también ese momento para carenar el casco y limpiarlo de adherencias de algas y demás suciedad para que la velocidad de la embarcación no se viera reducida.

La carretera que tomamos corría paralela a los Muros Largos hasta llegar a la ciudad. Las obras habían sido terminadas, según nos explicaron, pocos años antes por el arquitecto Hipódamo de Mileto a pesar de la férrea oposición de Esparta. A cada lado de la calzada se levantaban altas estructuras de madera cubiertas con velas. Desde su interior nos llegó el martillear de los carpinteros y se adivinaban las gruesas panzas de las embarcaciones. Muchas de ellas eran como esqueletos de madera de un gran pez. Unos hombres cargaban las maderas cortadas y pulidas, otros las ensamblaban a la quilla y al mascarón mediante unas vigas transversales, y el lugar era un hervidero de actividad. Me llamó la atención que, para mantener el casco unido, se tensaba éste mediante una cuerda muy gruesa, ubicada seguramente en su interior, engarzada a la roda y la popa, y atada con una especie de molinete en el centro del barco. Todos los trabajadores iban cubiertos con sombreros de paja, pues el calor empezaba a apretar, y nos saludaron alegres desde los andamios.

En nuestro camino hacia la ciudad, nos cruzamos con varios carros enormes llenos de madera de abeto y cedro, que usan los atenienses para la construcción de sus barcos. Nos dijeron que esas maderas proceden de Macedonia, ya que en el Ática no hay bosques de calidad, pues abundan los olivos, las salvias o las encinas.

Finalmente, entramos en Atenas y en sus puertas vimos cómo esperaban pesados carros tirados por bueyes musculosos. Todos ellos transportaban enormes bloques de mármol para las obras de reconstrucción. Éstas habían empezado en la acrópolis un par de años antes por orden del gobernante Pericles. Muchos atenienses se detuvieron a mirar nuestra comitiva de espartanos vestidos de fiesta. Nuestros hombres llevaban las puntas de las lanzas hacia abajo en señal de paz y concordia. Avanzaban sorprendidos de ver tanta riqueza en un mismo lugar, seguidos de mujeres jóvenes y ancianas, parientes todos de los combatientes de las Termopilas. Muchos ciudadanos al vernos se sacaban los sombreros de paja en señal de respeto.

Por indicación del rey Arquidamo nos detuvimos en una de las concurridas plazas y allí la comitiva se dividió en dos. Por un lado, estaban los que iban a acompañarle a entrevistarse con Pericles para renovar la tregua que mantenían las dos ciudades y, por otro, los que gozaríamos de unas horas para visitar la ciudad, sus bellos templos o sus soleadas y concurridas plazas. Eurímaco, acompañado de otros Iguales, escoltó al rey al palacio para entrevistarse con el general, y, al despedirse, me dijo del gobernante ateniense:

—Es un hombre honesto y virtuoso, al que se conoce con el mote de
el Olímpico
por su imponente voz, aunque algunas malas lenguas dicen que este sobrenombre le viene de un bulto que tiene en la parte superior de la cabeza que se parece al famoso monte —se rió—. Nos encontraremos por la tarde en la acrópolis. Me han comentado que tiene unos edificios en construcción dignos de ser visitados.

Junto a Paraleia, Eleiria, Nausica y el ilota que me acompañaba empezamos la visita por las calles de Atenas. Esta es una ciudad en la que los hombres tienen el tiempo necesario para platicar con sus iguales sobre política, las artes o las ciencias. En ella, el conocimiento es algo honroso, pues la ciudad procura que mediante la palabra y la igualdad los hombres se perfeccionen unos a otros. Según sabía, eso es lo que se entendía por democracia.

Me quedé admirada de sus bellos edificios, que tenían una armonía y un lujo sobrio. La
stoa
de la ciudad era imagen del orden y la pulcritud. Todo estaba señalado con carteles y los espacios eran amplios y limpios. Me entretuve un buen rato entre los libros que se apilaban en la tienda junto a la orquesta del teatro. Estaba admirada por lo que el abuelo me había contado de Atenas y pensé que se había quedado corto, porque sus gentes eran refinadas y en las tiendas abundaban los productos más exóticos que había visto en mi vida: junto a las lujosas telas de Corinto había todo género de vasos pintados por hábiles manos, perfumes orientales y muebles con incrustaciones de oro y marfil que parecían tallados por los mismos dioses.

Comimos bajo un emparrado cerca del teatro, junto a unos escultores que trabajaban unas lápidas funerarias. Recuerdo que su taller, lleno del polvo blanco del mármol, estaba repleto de piezas como fuentes de ninfas que danzaban frenéticas o brocales de pozos con figuritas de tritones.

Tal y como habíamos acordado con mi hijo, por la tarde subimos hasta la acrópolis por el paseo que estaba rodeado de cipreses de sombra generosa y un hombrecillo se ofreció a guiarnos por las obras de reconstrucción que se habían iniciado años antes. Por lo que nos dijo, el general Pericles había confiado la dirección de las mismas a un escultor llamado Fidias y a unos arquitectos llamados Ictinio y Calícrates, que eran los responsables de la reconstrucción del lado sur del nuevo templo dedicado a la diosa Atenea. Así que los cuatro comenzamos a andar en su compañía hacia la cuesta que nos llevaría ante las puertas de la acrópolis.

Capítulo 49

446 a. C.

Accedimos a la ciudadela por unas gruesas puertas de madera y dimos un breve paseo admirando la ciudad que se situaba a nuestros pies desde esa atalaya privilegiada. La planicie de roca estaba llena de trabajadores y de curiosos que observaban los progresos de las obras.

Sentados sobre unos bloques de mármol que se tostaban al sol, un grupo de hombres de porte aristocrático rodeaban a uno más joven. Vi que conversaban animadamente. Todos, a excepción de éste último, vestían túnicas de finísimo lino blanco que se confundían con el mismo mármol y entre sus refinados dedos bailaban los anillos de piedras preciosas. Llevaban las cabezas cubiertas con sombreros para protegerse de Helios, que brillaba todopoderoso en el cielo azul.

Nos acercamos al grupo y me fijé en que el más joven de todos, de mirada inteligente y un tanto irónica, escuchaba atentamente a uno de los contertulios que hablaba con voz altisonante.

—El Amor es un dios —dijo éste—, y un dios muy antiguo, puesto que ni los prosistas ni los poetas han podido nombrar ni a su padre ni a su madre, lo que significa sin duda que no es fácil explicar su origen. Es el dios que más favorece a los hombres, porque no tolera la cobardía en los amantes y siempre les inspira la abnegación.

—Cierto es lo que dices —dijo otro de los presentes—, pero el Amor no puede ir sin Afrodita, es decir, no se explica sin la belleza. Es la primera indicación del lazo que unen al Amor con lo bello. Hay dos Afroditas: la antigua, hija del Cielo, la Afrodita que nace de la espuma del mar; la otra, más joven, hija de Zeus y de Dione, es la Afrodita popular. Hay, pues, dos Amores: éste último es sensual, popular, que apela a los sentidos; es un amor vergonzoso que es preciso evitar. El otro amor se dirige a la inteligencia, y por esto mismo al sexo que participa de más inteligencia, al masculino.

Me disgusté al oír este comentario, pero me callé. Sin embargo, mis ojos se cruzaron con los del joven que atendía a las explicaciones. Él se sonrió irónicamente, luego miró a un hombre de barba venerable y se dirigió a él:

—Y tú, Eryximacos, sirviente de Asclepio, ¿qué nos dices sobre el amor?

El hombre se acarició la larga y bien cuidada barba y rumió unos instantes antes de hablar.

—Pienso que el Amor —dijo— no reside únicamente en el alma de los hombres, sino que está en todos los seres. Porque el Amor está en la Medicina en el sentido de que la salud del cuerpo resulta de la armonía de las cualidades que constituyen el buen y el mal temperamento. El arte de un buen médico es restablecer esta armonía cuando está perturbada y mantenerla. ¿No hay también Amor en la música, esta combinación de lo grave y de lo agudo, de lo lleno y lo sostenido? Lo mismo puede decirse de la poesía, cuyo ritmo sólo es debido a la unión de las breves y las largas.

Otro de los presentes, que por lo que supe se llamaba Agatón y era poeta, hizo a su vez uso de la palabra. Era un hábil retórico que encandilaba con su lengua de miel.

—Preguntémonos —dijo— primero cuál es su naturaleza. Amor es el más venturoso de los dioses; es, pues, de naturaleza divina. ¿Y por qué el más venturoso? Porque es el más hermoso, escapando siempre de la vejez, y es el compañero de la juventud. Eros no es el más antiguo de los dioses, sino el más joven y quién se intenta mantener joven toda la vida. Además, el Amor será siempre benevolente, benigno, delicado, atento y bello. El Amor ablanda a aquellos que eran duros y los hace más sensibles y amables. Eros posee un sinfín de virtudes tales como la belleza, la ternura, la juventud, el valor, la moderación o la sabiduría. También es el más grande de los poetas, porque es quien inspira la poesía. Y si ésta habitara en las almas de los hombres, éstos se alejarían de toda violencia y derramarían todas las bendiciones.

Lo que había glosado el poeta me gustó, pero aún así esperaba qué tenía que decir el joven al que se dirigían todas las miradas y que aún no había hablado.

—Yo sé poco de esto —dijo finalmente el hombrecillo—. Creo que el discurso de Agatón es hermosísimo, pero quizá más lleno de poesía que de filosofía. Él sostiene que el Amor es un dios, que es hermoso y bueno, pero nada de esto es verdad. El Amor no es hermoso, porque no posee la belleza, puesto que si la desea es porque no la tiene. Tampoco es bueno por la razón de que todas las cosas buenas son bellas, y lo bueno es de una naturaleza inseparable de lo bello. Se deduce que el Amor no es bueno puesto que no es bello. ¿Quiere decir esto que el Amor sea un ser malo y feo? No puede deducirse necesariamente, porque entre la belleza y la fealdad, y entre la bondad y la maldad, hay un término medio, lo mismo que entre la ciencia y la ignorancia. Pues, ¿qué es entonces? El Amor es un ser intermedio entre lo mortal y lo inmortal. En una palabra, un demonio. Como tal sirve de intérprete entre los dioses y los hombres.

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