»¿De qué serviría conocer la naturaleza y la misión del Amor si se ignoraran su origen, su objeto y su fin supremo? El Amor fue concebido el día del nacimiento de Venus y es hijo de Poros, dios de la Abundancia, y de Penia, la diosa de la Pobreza; esto explica, a su vez, su naturaleza semidivina y su carácter. De su madre ha heredado el ser pobre, delgado, desvalido, sin hogar y mísero, y de su padre el ser varón, emperador, fuerte, afortunado cazador que anda siempre sobre la pista de lo bueno y lo bello. Pero es preciso comprender bien lo que es amar lo bello: es desear apropiárselo y poseerlo siempre para ser feliz. Y como no hay hombre que no aspire a su propia felicidad y no la busque, es preciso distinguir entre todos quién es aquél a quien se le aplica esta caza en la posesión de lo bello. Es el hombre que aspira a la producción en la belleza según el espíritu. Y como no se juzga perfectamente dichoso más que con la seguridad de que esta búsqueda debe perpetuarse sin interrupción, se deduce que el Amor no es más que el deseo de inmortalidad, que se produce por el nacimiento de hijos, por la sucesión.
Lo que dijo el joven filósofo me gustó y creí entender que había sido el Amor lo que me había mantenido a flote como el barquichuelo en mitad de las tormentas a las que, como espartana, había tenido que enfrentarme.
—Este deseo de perpetuarse —siguió diciendo el joven— es la razón del Amor paternal para asegurar la transmisión de su nombre y de sus bienes. Pero, por encima de esta producción, y de esta inmortalidad según el cuerpo, están aquellas que se logran según el espíritu. Estas son lo propio del hombre que ama la belleza del alma y que trata de inculcar en un alma bella que le ha sucedido los rasgos inestimables de la virtud y del deber.
»El hombre poseído de Amor se siente atraído al principio por un cuerpo hermoso, y después por todos los cuerpos, cuyas bellezas son hermanas. Este es el primer grado del Amor. En seguida se enamora de las almas bellas y de todo lo que en ellas es bello: acciones y sentimientos. Atraviesa este segundo grado para pasar de la esfera de las acciones de la inteligencia; en ésta se siente apasionado de todas las ciencias, cuya belleza le inspira los pensamientos y todos los grandes discursos que constituyen la filosofía. Pero, entre todas las ciencias, hay una que cultiva especialmente, y es la ciencia misma de lo bello. ¿Y qué es esto tan bello, tan codiciable y tan difícil de alcanzar? Es la belleza en sí, eterna y divina; la única belleza real de la que todas las otras son sólo un mero reflejo. Iluminado por su luz pura, inalterable, el hombre afortunado siente nacer en él, y engendra en los otros, toda clase de virtudes; este hombre es verdaderamente dichoso y verdaderamente inmortal.
Esa tarde fui testigo de cómo algunos de los presentes murmuraban contra el joven filósofo y así supe que su nombre era Sócrates. Llegué a oír de él comentarios despectivos, como que era hijo de un simple cantero llamado Sofronios y que nada podía aportar al conocimiento de los jóvenes, sino que sólo perturbaba su espíritu con las dudas que suscitaba su modo de pensar, cuestionándose el porqué de todo lo establecido.
Sin embargo, a mí me pareció un hombre sabio y simpático, que no se tenía a sí mismo por tal. Como yo persistía en mirarle, el joven se atrevió a preguntarme:
—¿Qué piensa la señora espartana de lo que ha oído? Nos sería de utilidad conocer la opinión de una mujer extranjera. ¿Piensas que alguno de los presentes lleva toda la razón o todos compartimos parte de la verdad?
Le miré con mirada chispeante y todos los ojos de los presentes se volvieron hacia mí. El ilota que me acompañaba me susurró que mejor diéramos un paseo por las obras, pero yo me quedé mirando fijamente al joven y le respondí:
—A lo dicho esta tarde aquí me gustaría preguntar si el Amor sólo puede darse entre hombres o entre hombres y mujeres. Porque es bien sabido que hay hombres que aman a sus perros o a sus caballos, y otros a sus espadas o a sus lanzas. Tengo para mí, o al menos así lo he aprendido en la tierra de la que provengo, que amar es desear el bien. Por eso, el Amor es gratuito y no espera nada a cambio. Aunque también es cierto que, si el agua de la correspondencia no lo riega, se agosta como el trigo abrasado por el sol o abandonado a la intemperie. Pienso que el Amor no es hombre ni es mujer, porque así como conocemos el árbol por sus frutos, también reconocemos si hay Amor en los hombres y en las mujeres por igual. Pero creo que el Amor más puro no sólo busca la belleza ni el propio bien, sino el general. Que el Amor no busca sólo lo bello es fácil de demostrar, porque, ¿qué madre no amará a un hijo, aunque éste sea feo o deforme? Y que el Amor no busca sólo su propio bien también, pues, ¿hay algo más feo y deforme que la guerra? Sin embargo, algunos hombres aman tanto a su patria que son capaces de dar su vida por ella. ¿Es eso es Amor, o es obediencia? En tanto que no se acobardan y alegremente se entregan hasta dar su más preciado tesoro por ella, diría que sí, que eso es Amor. Pero, ¿quién es más amoroso, o qué es más bello? ¿El que marcha a tierras desconocidas para defender a los suyos y dar la vida por ellos, o los que se quedan viéndoles marchar y han de decirles sin titubear, mientras su corazón se hace pedazos, que regresen con su escudo o encima de él?
El grupo de hombres murmuró admirado al oír mis palabras y el joven Sócrates me miró con ojos brillantes.
—Has hablado muy sabiamente, señora —me dijo—. ¿Puedo saber quién ha sido tu maestro?
—Lo que sé —le dije—, lo aprendí de un anciano que amaba el campo y cuidaba de sus abejas.
—Debió ser un gran hombre, y sabio.
—No imaginas cuánto.
Luego, como le seguí contando a mi nieta, les dejé con sus elucubraciones y me alejé con mis acompañantes hacia lo alto de la acrópolis. Al proseguir nuestro paseo oí como el joven decía a sus contertulios: —El día que la mujer se dedique a las tareas del conocimiento, más nos valdrá que nos apliquemos a arar los campos o a estabular las reses.
Nos acercamos así hasta la cima de la acrópolis, en la que se desplegaba una intensa actividad. Donde antes de las guerras contra los persas se había levantado el templo del Hecatompedón, Pericles había encargado que los dos mejores arquitectos de Atenas levantaran un monumento perfecto en honor de la patrona de la ciudad. Muchos escultores tallaban los tambores de las columnas y los capiteles del futuro templo. Entre ellos paseaban dos ancianos que tomaban medidas con unos cordeles y anotaban cifras en los rollos y planos que llevaban entre en las manos. Los dos estaban supervisando los trabajos para que fueran sin tacha. Vimos que no paraban de llegar a la cumbre de la acrópolis los carros en los que transportaban un mármol purísimo, que luego supe provenía de un monte llamado Pentélico. Y fue una gran sorpresa cuando, a lo lejos, junto a una de las barandas de la acrópolis que dan a la ciudad, vi a tu padre, Eurímaco, hablar con una muchacha de delicadas formas.
Ctímene me interrumpió excitada y me preguntó:
—¿Mi madre?
—Así es, pequeña —le dije—. Nos alejamos discretamente porque sostenían una charla muy animada, y visitamos mientras tanto las obras del templo. Aunque sólo podía verse de él el basamento, ya se intuía que la obra sería muy importante y de grandes dimensiones, bellos capiteles y columnas altas y esbeltas. En el suelo se veían las marcas donde iban a insertarse las columnas. Me dediqué a contarlas y vi que el nuevo y majestuoso edificio tendría ocho columnas en sus dos fachadas principales y diecisiete en los laterales que lo rodeaban. Entre las paredes del templo y las columnas se dejaba un deambulatorio que permitiría a la población bordearlo completamente durante sus celebraciones religiosas. Quedé tan admirada de la perfección de las obras que me acerqué a una choza de la que provenía el martilleo de los picapedreros.
Los bloques de mármol purísimo se amontonaban fuera del pequeño cobertizo en el que trabajaban los obreros. Algunos estaban ya terminados y parecía que habían sido esculpidos por los mismos dioses, pues eran unas esculturas tan sobresalientes que parecían cobrar vida al admirarlas. Junto a ellas, un grupo de artistas dibujaban con carboncillo otras de las escenas que iban a esculpir en el mármol inmaculado.
Dentro del sencillo chamizo vimos a otro grupo de escultores. Todos llevaban delantales de cuero y sus torsos estaban llenos de polvo, como si hubieran metido su cuerpo en un tonel de harina. Eran dirigidos por un hombre bajito y enérgico que, encorvado sobre una metopa, daba indicaciones a otro de ellos, que la estaba puliendo.
—Fidias —llamó uno de los artesanos al hombrecillo.
El escultor se acercó al que le llamaba y le ayudó a corregir el pulimento de una escena preciosa de la lucha entre los lapitas y los centauros que iban a colocar en las paredes exteriores del edificio en construcción. Otros artistas pintaban con colores maravillosos las escenas que ya habían terminado de esculpir. En una de ellas, un lapita agarraba en bello escorzo a uno de los centauros y tiraba de él mientras su manto ondeaba al viento. Era tan perfecta, que hasta los dioses debían sentir envidia, tanta era la delicadeza y las bellas proporciones del relieve. Todo el conjunto parecía una alegoría de la razón que vencía sobre la barbarie, en alusión a los hechos sucedidos hacía casi cuarenta años, cuando los persas habían destruido cuanto de bello y bueno había en la ciudad.
Me hubiera pasado toda la tarde admirando su arte, pero ya las rocas amarilleaban con el color que Helios las pinta al ocultarse por el horizonte, y oí que alguien me llamaba:
—Madre.
Me volví y me encontré con Eurímaco, que venía acompañado de la joven con la que había estado conversando. Se acercaron a mí cogidos del brazo y vi la mirada de mi hijo hechizado por la diosa Afrodita.
—Esta es Clitemnestra, hija de Aristodemo.
—Oh, abuela —me interrumpió Ctímene que no conocía esta parte de su propia historia—. ¡Qué bonito!
—Sí, hija mía. Ese día supe que había empezado a perder un hijo y a ganar una hija. Luego bajamos todos juntos hacia el puerto por el barrio de los artesanos, charlando animadamente de las maravillas que habíamos contemplado en la ciudad, hasta que me detuve de repente frente a uno de los locales del barrio de los artesanos. Desde el interior de uno de los pequeños talleres entoldados llegaron a mis oídos unas curiosas notas musicales. Era algo tan extraño y desconocido para mí que no sabría describir. Me pareció oír a la vez a docenas de flautas de pan mezcladas de modo armonioso con los mugidos de un rebaño de vacas. Juntos formaban una melodía delicada que danzaba por las calles de la ciudad, mecía los olivos y te trasladaba a lugares remotos. Algo se turbó en mi interior al oír aquella música y quise saber qué numeroso grupo de flautistas la interpretaba en el interior del pequeño taller.
Eurímaco y los demás me siguieron extrañados cuando entré por la pequeña puerta. Al fondo del mismo, entre la penumbra y los instrumentos musicales, vi algo que me dejó sin habla. Un hombre pulsaba con sus puños unas pesadas teclas dispuestas encima de una caja de madera. A la misma llegaba el agua que bajaba desde un depósito, y de ella emergían unos tubos por los que salían las sonoras notas. Algo se estremeció en mi interior, porque estaba segura de que lo que estaba oyendo era el órgano hidráulico. Me sentí tan dichosa que me creí transportada a mi feliz infancia, a las fiestas de las soleadas Carneas, y por un instante volví a ser la niña que acompañaba a su abuelo para escuchar los conciertos de coros y músicos mientras comíamos almendras amargas. El artista interrumpió la música al sentirse observado, nos sonrió y se puso a arreglar el instrumento. Nosotros, después de observar todo atentamente, salimos en silencio del lugar para no perturbarle más.
De camino al puerto me sentí viajar a un mundo de nuevas sensaciones y me pregunté qué clase de hombres eran esos, capaces de gastar tantos esfuerzos en la construcción de un templo a su diosa en agradecimiento a las victorias obtenidas en Maratón y Platea cuando, en cambio, los nuestros no eran capaces de levantar un mísero altar donde honrar a los caídos por la ciudad. Quizás se debiera a que ellos tenían como patrona a la diosa de las artes y nosotros a Artemis cazadora y a Ares, hacedor de viudas y destructor de murallas.
Antes de que se pusiera el sol, embarcamos de nuevo en la trirreme que nos llevaría al norte. Las notas del órgano resonaban en mis oídos cuando zarpamos, y en mis retinas aún brillaba el blanco de los mármoles que los bueyes arrastraban hacia la acrópolis. Estaba segura de que cuando esos artistas, tocados por el dedo de la diosa, terminaran sus obras, el lugar realzaría todavía más la belleza de la ciudad. El abuelo tenía razón en todo lo que me había contado de Atenas, y estos recuerdos imborrables me acompañaron buena parte de la travesía, hasta que vimos frente a nosotros los oscuros acantilados de las Puertas Calientes.
446 a. C.
Esta tarde, mi nieta Ctímene me ha recordado que mañana es el aniversario de la batalla de las Termopilas, y al oírla unos dedos helados han recorrido mi espalda. Ha durado un instante y me he repuesto enseguida, pero la sensación no ha sido agradable. Como cada año, en esta fecha he dado las órdenes pertinentes a las muchachas para que bajaran y limpiaran las armas del patio. He visto cómo lo hacían ayudadas por unas escaleras, y me he sentado en el banco de piedra para supervisar cómo bruñían los escudos con aceite y arena.
Mientras las observaba trabajar, y a Ctímene junto a ellas pues nunca me ha gustado que la juventud permanezca ociosa a mi lado, he recordado que, después de nuestra estancia en Atenas, se decidió hacer la segunda parte del viaje a las Termopilas también por mar para facilitar el trayecto a la gente más anciana.
Durante el viaje que nos llevó al norte, un respetuoso y meditativo silencio nos acompañó con el buen tiempo. Dos días después de abandonar el puerto de Atenas, la embarcación pasó junto a las doradas playas de las islas de Kea y Andros, en cuyas cimas brillaban las columnas de sus solitarios templos. Un día más tarde llegamos frente al cabo de Artemision, y alguien dijo que ése era el lugar en el que la flota ateniense había derrotado a los persas los mismos días que nuestro hombres luchaban en el estrecho paso. Los pasajeros nos quedamos contemplando las aguas mientras la trirreme bordeaba el saliente de rocas y seguía hacia poniente, rumbo a las Termopilas, cuyos acantilados se adivinaban en la lejanía, entre las brumas. Así, después de unos días de navegación, llegamos a nuestro destino. El sitio no tenía nada de especial, pero pudimos ver que el sol se ponía por el horizonte, detrás de los inmensos y oscuros acantilados. El lugar era un paso estrecho, y coincidió con lo que me había imaginado. Entre las rocas manaban unas fuentes, ya que toda la zona era usada como un sanatorio por las propiedades de las aguas. A nuestra izquierda, a varios estadios de distancia, se veían más acantilados de rocas negras, y, junto a ellos, el angosto camino circunvalado por un muro de rocas tan grandes que parecía ser obra del cíclope. Atracamos en la misma playa de arenas blancas en la que habían desembarcado los persas, según nos dijo nuestro guía, mientras los gavilanes sobrevolaban la costa sobre nuestras cabezas. Desde allí se veía la gran marisma en la que cuarenta años antes los bárbaros habían instalado su campamento, pero, como ya anochecía, se acordó iniciar la visita después del merecido descanso.