479 a. C.
Una tarde, después de barrer la casa con las muchachas, Ctímene se sentó a mi lado en el patio. Era un atardecer suave comparado con los calores que habíamos soportado una semana antes. La siega había empezado ya y se acercaban las Carneas. Yo seguía escribiendo mis recuerdos mientras ella los leía a medida que yo dejaba secar las hojas de papiro encima de la mesa.
Al regresar a nuestro hogar desde Platea —escribí entonces—, se sumó la dulzura del encuentro de mi padre con sus nietos a la amargura de cumplir el doloroso deber de cubrir otra vez el rostro de la diosa en señal de duelo y llorar a los caídos. Cuando los ilotas supieron que padre había regresado a Amidas, una vez se hubo restablecido de sus heridas, se inició una procesión para visitarle y muchos le ofrecieron sencillos presentes. Incluso trajeron en parihuelas al viejo Menante, que ya había perdido por completo la vista y no se valía por sí solo. El anciano quiso que le acercáramos a la cama de padre para palpar su rostro con las manos.
—Sí —le dijo—, eres la viva imagen de tu padre, Laertes.
Padre tardó en sanar completamente de sus heridas lo que tarda en pasar el invierno. Pero poco a poco se repuso de ellas y empezó a hacer su vida. Colgamos sus armas junto a las de Alexias en el patio de la casa y nunca más se habló en ella de las Termopilas o de Platea. Si, de vez en cuando, alguna visita nos preguntaba curiosa sobre estas batallas, padre cambiaba invariablemente de asunto y empezaba a hablar de la cosecha, del trabajo de los ilotas o de las fiestas que se acercaban. Tampoco hablamos jamás de la traición de Atalante, como si esos hechos hubieran quedado borrados de nuestras memorias. Padre quería vivir el presente, y el presente era mi hijo, Eurímaco, y sus otros nietos, los hijos de Polinices y Alexias.
Cuando se halló repuesto por completo quise recorrer la casa con él. Me llenó de alegría que aprobara con su mirada serena los cambios o las mejoras que había hecho durante su larga ausencia. Dimos largos paseos por el campo, y para mí fue como tener una segunda infancia.
Paraleia residió unos años más con nosotros, en Amidas, hasta que decidió regresar a casa de los suyos, en Limnai. Nos veíamos sólo en las fiestas en las que yo no me prodigaba, salvo raras excepciones durante las Carneas, cuando pensaba que podría escuchar el órgano del que me había hablado el abuelo o cuando mi hijo me arrastraba para que le viera ejercitarse en la palestra junto a los otros muchachos.
Durante esos años estuve muy centrada en las tareas del campo y en cuidar del jardín. Procuraba atender a mi hijo lo mejor posible cuando sus obligaciones en
la Agogé o
en la milicia le dejaban pasar unos días en la finca, y entonces me preocupaba de su intelecto; le llenaba la cabeza de historias y juntos leíamos los libros que el abuelo había atesorado en casa o dábamos largos paseos por el campo.
Respecto a los hechos acaecidos en la ciudad después de la batalla de Platea, he de decir que sólo a veces prestaba atención a las habladurías y a las noticias que nos llegaban de vez en cuando. De Pausanias diré que conquistó Bizancio y que inició, como tantos políticos que se dejan llevar por sus insaciables ambiciones, una escalada personal que le llevó a pretender la dirección de Grecia. En su locura por el poder, ofreció sus servicios al propio rey Jerjes, y dicen que incluso pidió la mano de una de sus hijas para establecer una alianza. Este gesto, como puede comprenderse, no gustó nada, como tampoco el texto que ordenó inscribir en el trípode que los griegos regalaron al templo de Apolo en Delfos y en el que se atribuía todo el mérito de la victoria en Platea. Ante el rechazo de los griegos, e incluso de los espartanos, a sus propósitos, Pausanias se erigió en rey de Bizancio hasta que fue expulsado por las tropas de la liga de Delos. Luego buscó refugio en la ciudad de Argos y allí empezó a intrigar para conseguir el poder en Esparta con ayuda del rey persa. Su final fue tan triste como el del loco rey Cleómenes, pues cuando sus intenciones fueron conocidas, fue llamado por los éforos a Esparta. De regreso a la ciudad, tramó una revuelta de los ilotas, y cuando ésta quedó al descubierto, buscó refugio en el templo de Atenea
calcìeco
, donde fue emparedado, aunque le sacaron de allí antes de morir para no profanar el recinto sagrado.
También he de señalar que, apenas terminadas las guerras contra los persas, Esparta se inquietó por el creciente poderío de Atenas, enardecida ésta por sus victorias. Presionada por sus ciudades enemigas, Egina y Corinto, Esparta prohibió a Atenas reconstruir sus murallas, destruidas por los persas. Esto no impidió que Atenas abandonara la Liga Panhelénica para fundar la suya propia, llamada Liga de Delos.
Cuando mi nieta terminó de leer estos hechos volvió hacia mí sus bellos ojos y me preguntó:
—¿Y qué pasó con tu padre al regresar de Platea?
—Puedes preguntarle a tu padre —le he dicho—, porque pasaba más horas con él que conmigo. Para él fue como tener a otro hijo, y te diré que le enseñó los rudimentos del buen guerrero. Disfrutó de largos años de paz y sosiego. Los dos pasaban largas horas en la palestra o en los bosques. Con frecuencia, como había hecho su padre, le gustaba subir a solas al Taigeto. Allí se detenía frente a las tumbas de mi madre y del abuelo Laertes para recitar una oración. Aunque alguna vez me preguntó de quien era la tercera tumba sin nombre situada junto al abuelo, nunca le respondí.
Una preciosa tarde de primavera, cuando el agua del Eurotas corría plácida por la llanura y las muchachas empezaban a bailar descalzas en sus orillas, mi padre se durmió para no despertar otra vez en esta vida. Mi hijo, Eurímaco, había aprendido de él lo que es un varón y ya era casi un hombre cuando su abuelo fue enterrado junto a los míos, a los pies del alcornoque de sombra agradable, en el camino hacia el escarpado Taigeto junto a sus padres. Una lápida recuerda allí el nombre del guerrero que llevó a la victoria a los griegos en Maratón y en Platea.
No pocos días voy a ese lugar para hacerles compañía. Allí me llego a veces para leer en voz alta a Hesíodo o a Alcmán, y me siento como un perro viejo y fiel a los pies de sus amos. Nunca he temido los espíritus de los muertos, sino que, al contrario, siento que me acompañan, y a veces el viento me trae sus risas y sus palabras amables.
—Tras la muerte de tu abuelo —seguí contándole a Ctímene—, iba con frecuencia a la aldea ilota del norte con tu padre. Paseábamos entre los rebaños que tan buenos recuerdos traían de mi infancia. Entonces, mi mirada vagaba por las arboledas y creía ver a mis hermanos entre los muchachos que apacentaban los rebaños o entre los que se ejercitaban en la llanura de Otoña, y esa visión me reconfortaba.
He estado contado estos recuerdos a mi nieta hasta que ha empezado a oscurecer y ha llegado la hora de desuncir los bueyes. Por la noche, en la quietud de mi cuarto, he decidido que ya no escribiré más sobre las frecuentes guerras en las que se ha visto envuelta la ciudad y en las que a veces mi hijo ha tenido que participar. Poco importan ya los enfrentamientos armados a los que continuamente está sometida mi patria. Nuestro sistema político es tan estricto que nada de esto cambiará. Al pasar de los años he perdido demasiado de mí misma en ellas como para prestar mucha atención a lo que sucede. Por ello, he tenido temporadas muy malas, y durante éstas me ha asaltado con frecuencia el deseo de que la Parca me llevara para reunirme con los míos. Algunas noches he soñado que corría hacia ellos para reunimos de nuevo entre campos de hermosa cebada bajo un sol de verano. Durante estos últimos años, si he sentido que la melancolía hacía presa de mí, he procurado pasar largos ratos en el patio para que Helios calentara mi alma o he combatido la tristeza de la bilis negra con la dulzura de la miel.
464 a. C.
Hace ahora poco más de una semana, bajé con Ctímene a la bodega para supervisar los toneles en los que fermenta el mosto de la pasada cosecha. Le pedí que me ayudara con los altos escalones, pues mis piernas flaquean. Mientras yo probaba el mosto, mi nieta paseaba la vista por las paredes de anchos muros y su mirada se detuvo en las profundas grietas que atraviesan muchas de sus piedras bien labradas.
—¿Y esto? —me preguntó paseando los dedos entre ellas.
—Esto son los restos del tridente de Poseidón. Cuando tu padre era un efebo, el dios decidió hincarlo en Lacedemonia y devastar la ciudad.
Le conté a mi nieta que todo sucedió de repente y sin aviso, como suceden estas cosas. Habían pasado unos dos años desde la muerte de mi padre. Mi hijo, Eurímaco, contaba dieciocho años y pasaba la mayor parte del tiempo entre los muchachos de la
Agogé
. Yo esa mañana estaba en Amidas con las muchachas que me ayudaban en las tareas de la casa. De madrugada había visto a las cigüeñas trazar extraños círculos sobre los tejados de las casas, y aunque el cielo estaba sereno, presentí que algo extraño iba a ocurrir. El filósofo Anaximandro, o al menos así me lo había contado mi abuelo, había dejado escrito que las aves y las fieras extrañan sus rutinas cuando se ha de manifestar el enojo de la madre Gea, y entonces, hasta los mismo dioses se refugian en sus moradas del Olimpo.
Lo primero que oí esa mañana fue el ruido de un gran tronco al partirse por la mitad. Fue como si proviniera de las mismas entrañas de la madre tierra. Luego, las ollas, los platos y los demás utensilios de la cocina empezaron a temblar. Los armarios cayeron al suelo cuando toda la casa empezó a moverse. El gigante Polibón, hijo de Gea, la agitaba con sus manazas. El ruido fue ensordecedor, y durante un buen rato pareció como si en lugar de tierra firme estuviéramos encima de una barquichuela en mitad de una tormenta.
Las muchachas y yo corrimos afuera antes de que las paredes se resquebrajaran y una de las vigas nos partiera la cabeza. Cuando la tierra se abrió bajo nuestros pies algunas de ellas empezaron a llorar, porque, en su ignorancia, temieron que las furias infernales saldrían por las grietas que se abrían por todas partes como los argivos salieron en tropel del caballo de madera y asolaron la ciudad del venerable Priamo. No hubo posibilidad de rendirse, pues era un enemigo invisible el que nos zarandeaba y aniquilaba. La naturaleza se mostró implacable y no tuvo misericordia. A una sacudida le sucedía otra. Poseidón clavaba su tridente en el corazón de Lacedemonia para aterrorizar a los mortales.
Los que se encontraban en los campos dijeron que hasta las cumbres del Taigeto se agitaron, e inmensas rocas rodaron por sus laderas arrastrando cuanto de bello y bueno encontraron en su camino. En un abrir y cerrar de ojos, nuestro mundo despareció y surgió uno nuevo poblado de incertezas e inseguridades. Según algunos, fue un castigo de los dioses por las injusticias cometidas con los ilotas de la ciudad durante generaciones, y según otros, una maldición.
No fue el único temblor que nos sorprendió esos días, pues a los dos primeros les siguieron otros de menor intensidad que aumentaron el pavor entre los animales supervivientes, que se agitaban nerviosos en sus establos.
Pasados los momentos de pánico no pensé en salvar los restos de valor de los escombros de nuestra casa, ni en el desastre ocurrido en las cuadras, sino en mi hijo, Eurímaco, que estaba en la palestra o en el gimnasio, ejercitándose con los otros muchachos. Traté de serenar a alguno de los caballos que no habían sido heridos cuando se derrumbó el techo del establo y galopé con él hacia la ciudad. En mi camino a Esparta me crucé con heridos y casas derrumbadas y supe que el terremoto había devastado la polis porque una polvareda blanca me impidió verla mientras me acercaba.
En la ciudad el panorama era desolador. De su silueta tan sólo sobresalían las formas de unos pocos edificios que no se habían derrumbado con el temblor. Las altas casas de las cinco aldeas se habían desmoronado como si los carpinteros hubieran talado sus troncos. Muchos de los muros estaban agrietados y amenazaban con desplomarse en cualquier momento. Las contadas columnas que habían quedado en pie estaban partidas en dos, desplazadas de su lugar, y casi ninguna sostenía vigas ni capiteles. Muchas se habían hundido más de tres palmos en el pavimento, que estaba roto y abierto lo mismo que si un carnicero se hubiera ensañado con él. Las paredes se habían desmoronado por entero y los bloques de piedra llenaban las calles, que eran un amasijo de cascotes, carne, ropas y muebles.
La gente gritaba y corría sin saber a donde ir. Unos se refugiaban en los templos, otros contemplaban lo que hasta entonces habían sido sus posesiones. Docenas de personas permanecían acurrucadas frente a sus casas. Muchos andaban extraviados por las calles y daba miedo mirarles, porque sus túnicas eran una mezcla de polvo con sangre roja y en sus ojos se reflejaban a la vez la impotencia y el pavor. Desde los escombros se escuchaban los gritos o los estertores de los que pedían auxilio, que se mezclaban con el mugido de las reses sepultadas por las paredes del mercado al derrumbarse.
Según me contaron unos hombres que procuraban recoger sus pertenencias esparcidas por la calle, lo más triste había sido que se había hundido el gimnasio cuando docenas de jóvenes muchachos se ejercitaban en él.
Me acerqué como pude al lugar. No quedaba nada del magnífico edificio. Las paredes se habían caído por completo sepultando a docenas de muchachos en su interior. Los hombres se afanaban en quitar las piedras y los cascotes entre las lamentaciones de los familiares que nos habíamos acercado para saber de los nuestros. Poco a poco, fueron sacando a los chicos en parihuelas. Fue una triste procesión de cuerpos jóvenes y atléticos que nunca más competirían en la palestra ni formarían en sus compañías, pues muy pocos salieron por su propio pie. Los pocos que lo hicieron parecía que traspasaban el Acaronte para regresar al mundo de los vivos.
A todos les pregunté por Eurímaco, pero nada sabían, y en su aturdimiento no acertaban a responder. Estuve allí un tiempo, temiéndome lo peor, hasta que, desde el otro lado de la calle, un muchacho cubierto de polvo y ceniza se acercó corriendo hacia mí y me chilló:
—¡Madre!
Di gracias a los dioses y corrí hacía él. Cuando le tuve frente a mí le palpé todos los miembros para ver que los conservaba enteros. Sólo tenía algunas contusiones y una pequeña brecha en la ceja llena de sangre ya coagulada.
—Estoy bien, madre —me tranquilizó—. Cuando la tierra se ha sacudido yo estaba en la calle con Aristodemos. Al presentir el terremoto se han encabritado unos caballos y el Paidomos nos ha ordenado que los que entendiéramos de animales saliéramos a ayudar a calmarlos. Eumolpo, el hijo de Nausica, y yo estábamos fuera del gimnasio cuando ha ocurrido la desgracia.