Alexias se detuvo y tomó otro sorbo de vino, luego prosiguió:
—Durante esa noche, sólo se oyó el martillear de las forjas para enderezar escudos, espadas y lanzas mientras los carpinteros guarnecían las raederas y ensartaban las hojas de lanza en mástiles nuevos o pergeñaban abrazaderas para tener los escudos listos al día siguiente. Fue también a lo largo de esa noche cuando el rey Leónidas empezó a enviar a las ciudades a los más jóvenes entre nuestros aliados tespios o tegeos en petición de ayuda. ¿Porque eran jóvenes y de pies ligeros o por su juventud y para que no perecieran? No lo sé, pero el rey los enviaba de regreso a sus patrias por decenas. Lo cierto es que ningún hombre estaba entero. Todos teníamos cortes y heridas de las que lamentarnos, aunque ninguno lo hizo.
»Al amanecer del cuarto día, en cuanto las primeras luces lo permitieron, Jerjes ordenó un nuevo asalto en masa de nuestra posición reuniendo para ello a los mejores hombres de cada nacionalidad. Tenía la esperanza de que los agotados griegos no soportáramos un ataque como el precedente, pero se equivocó. Nuestras hileras se habían reducido casi un tercio debido a los muertos y a los que no estaban ya aptos para el combate. Muchos cojeábamos, otros apenas podían sostener el escudo o la lanza, pues habían sido heridos en hombros, costados o brazos. Yo temía por Polinices, porque su herida era profunda y la fiebre no le había dejado. Cuando le vi en la hilera me miró con sorna y dijo a voz en grito para estimular a los espartiatas: «¡Que ninguno tenga lástima del otro, estamos donde tenemos que estar y haremos lo que tengamos que hacer!».
»Sonaron de nuevo los aulós y los tambores a nuestras espaldas porque allí estábamos de nuevo las cerradas filas de hoplitas, esperando la acometida persa. Nuestros corazones cabalgaban desbocados. Éramos la esperanza de la Hélade y una pesadilla para los persas. Nuestros escudos estaban abollados, agujereados o remendados. Las lanzas y las espadas, partidas o llenas de muescas. Durante un nuevo día, oleadas de feroces atacantes se estrellaron dramáticamente contra la cerrada formación de los griegos.
»Jerjes había advertido a sus guerreros que, de fracasar, no tendrían lugar al que retirarse. Por eso, cuando los derrotados atacantes volvieron sobre sus pasos, recibieron una lluvia de proyectiles de parte de sus propias formaciones desplegadas fuera del desfiladero. Detenidos en seco, los asiáticos no tuvieron más remedio que regresar e intentar batirnos de nuevo. Fue tal el ímpetu de unos y otros, que los espartanos que combatían en primera fila no dejaron que sus compañeros o aliados les relevásemos del puesto, como era habitual en este tipo de largos enfrentamientos cuerpo a cuerpo. Al terminar la mañana, teníamos los labios y la lengua resecos, cuarteados y polvorientos como una vieja sandalia de cuero, ya que los odres de agua llegaban a las primeras hileras con enorme dificultad. No hubo testigos que pudieran relatar las proezas de aquel día, pues los únicos que los presenciaron fueron los acantilados de las Termopilas, y eran mudos.
480 a.C.
—Esa misma tarde, y tras tantas tentativas fracasadas, profundamente contrariado, el rey Jerjes, que seguía observando detenidamente la lucha desde su posición, ordenó el avance de sus Inmortales. No podía permitirse otro fracaso, por pequeño que este fuera, y mucho menos a la vista de sus ingentes pero heterogéneas tropas. El ataque de sus mejores soldados era la mejor opción que podía adoptar en ese momento. Tuvo que decidirse entonces a sacrificar a sus mejores huestes, y sobre nosotros se descargó el ataque de los diez mil, llamados así porque siempre son repuestos para que su número sea el mismo.
»Estos batallones no llevaban casco sobre sus cabezas cuando aparecieron por la garganta del desfiladero, sino una tiara de fieltro blanco sobre un casquete de metal reluciente, dejando la garganta y las orejas al descubierto. Vestían túnicas de seda con mangas de púrpura y oro, debajo vestían una cota de malla hecha con aros de hierro, debajo de las que asomaban unos pantalones bordados en oro sobre botas de refinada piel de gamo. Sus armas eran el arco, la cimitarra y un escudo ligero pintado de brillantes colores. Eran todos hombres fornidos, de unos seis pies de alto o más, escogidos por su robustez en todas las comarcas del vasto imperio oriental. Sus banderas eran del color del mar y en ellas llevaban sus lemas bordados en hilo de oro. Era algo digno de ver, porque parecían los guardianes de un exótico palacio, como sólo se oye en los cantos. Nada más opuesto al aspecto que presentábamos los aliados tras tres días de batalla sin interrupción. Sin embargo, ni su legendaria lama ni su imponente aspecto hicieron que nuestras botas se retrasaran o nuestros escudos temblaran. Como había dicho Polinices: estábamos donde teníamos que estar y haríamos lo que tuviéramos que hacer.
»Los Inmortales llegaron al muro en perfecto orden de formación y acompañados por el ruido de unos grandes timbales que marchaban detrás de ellos, montados en bueyes de cornamentas doradas. Por su ruido, parecían los truenos en una noche de tormenta que resonaba por el estrecho valle y hacían temblar la tierra bajo nuestros pies.
»Aguantamos su embestida, impertérritos, entre el griterío y el resollar de los hombres convertidos en animales de carga. Ya en la lucha, estos Inmortales vieron con impotencia cómo sus lanzas eran más cortas que las nuestras, sufriendo de nuevo fuertes pérdidas en el combate contra los hoplitas. Los espartanos empleamos con profusión la táctica de replegarnos, simulando una huida, para luego revolvernos rehaciendo inmediatamente la formación. Así contraatacamos a nuestros desorganizados perseguidores, que habían roto sus hileras mientras nosotros seguíamos unidos unos a otros, hombro con hombro y escudo con escudo. Ellos se enfrentaban con un solo combatiente de brazos incontables que, a un grito de los capitanes, huía hacia atrás, pero a la segunda señal, y tras haber recorrido unas decenas de pasos, frenaba en seco y mostraba de nuevo los brillantes escudos. Entonces los desgraciados persas chocaban contra la muralla de bronce sin avanzar un solo paso.
»Los Inmortales cayeron de continuo en esta trampa. Ello hacía sufrir un gran número de bajas a unos soldados que, por otra parte, reemprendían valientemente el ataque una y otra vez. Jerjes lo presenciaba todo desde su trono pero no dejó que los descuartizáramos. Se retiraron enseguida a una orden del Gran Rey seguida de un ensordecedor ruido de trompetas. No sabíamos lo que ocurría hasta ver cómo su desordenada formación abandonaba a la carrera el campo, y prorrumpimos en una explosión de júbilo mientras entonábamos el
embaterion
a pleno pulmón, entre risas y lágrimas.
Pero no todo fueron alegrías esa mañana en la vanguardia del paso, porque vi caer a hombres robustos, curtidos en docenas de batallas. Me dolió sobremanera ver caer a Telamonias
el boxeador
, el abuelo de mi hijo, pero también me llenó de orgullo ver cómo partía cráneos con sus puños y que, aún atravesado por dos lanzas, rugía, mordía o arañaba. Una docena de Inmortales tuvieron que tirarle al suelo… y allí se lo llevó la negra Parca.
»Después de cuatro días de lucha continuada, el inmenso ejército de Jerjes no había avanzado ni un solo paso en su empeño por entrar en la Hélade. Nuestras pérdidas habían sido relativamente sensibles, pero la debacle persa era evidente en el campo de batalla. La situación no podía ser más desconcertante para el orgulloso monarca, que ya había empleado sus mejores recursos, incluidos sus Inmortales, cuando el desuno vino a entregarle la victoria en bandeja. No sabíamos que esa misma tarde un lugareño llamado Efialtes le reveló a Jerjes la existencia de un paso entre las montañas: la llamada senda Anopea, que podía ser utilizada para llegar al otro lado del desfiladero. Sin pérdida de tiempo, el rey ordenó al persa Hidarnes, al frente de los restos de los Inmortales, tomar aquella ruta para, al amanecer, confluir desde todos los lados a la vez sobre nosotros.
»Llegó de nuevo la ansiada oscuridad. Creo que todos estábamos maravillados de seguir aún con vida. Como las otras noches, el rey Leónidas nos visitó uno a uno en nuestras tiendas. El mismo llevaba los dos brazos vendados y una fea cicatriz cubría una de sus mejillas. Se interesó por todos, felicitó a muchos por su ardor y a todos repitió la misma consigna: «Comed, porque cuando el cuerpo se debilita también el espíritu se torna más flaco».
»Pero antes de darnos el merecido descanso teníamos otro penoso deber que cumplir: lavar y ungir con aceite los cadáveres de los caídos en combate. Les ofrecimos sacrificios y los enterramos con su capa en el mismo campo de batalla, junto a sus compañeros, en un túmulo de honor. Entre los grandes atletas de Esparta que sepultamos esa noche se contaban entre otros a Euricratides, Anaxandro, Dorión y mi suegro, Telamonias
el boxeador
, quien como os he dicho había perecido en primera línea de combate durante el ataque de los Inmortales. Allí no contábamos con los corredores que precedían a la expedición para avisar a la ciudad, dar el nombre de los difuntos y preparar los juegos funerarios. Lo único que podíamos hacer para honrarles era limpiar las armas y afilar sus filos, o reajustar los centros de los escudos o cuidar de los heridos.
»Sepultamos a los valientes y regresamos a la tienda donde reposaba Prixias al cuidado de un ilota. Le encontramos levantado y probándose la armadura. Intentaba disimular el dolor, pero su frente estaba perlada de sudor y sus miembros temblaban. Le convencimos para que nos dejara revisar la herida y le quitamos el vendaje. Vimos que estaba bien cosida, y no había restos de manchas infecciosas en su piel. Aun así, estaba muy débil y le aplicamos más miel para ayudarla a cicatrizar. «Creo que mañana —nos dijo con una sonrisa— podré empuñar el escudo y la lanza».
»Polinices y yo nos miramos en silencio y le obligamos a que se recostara de nuevo para que bebiera agua en abundancia. Luego me apliqué a revisar la fea herida en la pierna de mi hermano. Se había abierto durante la jornada y había perdido mucha sangre. Le noté débil y con ojos brillantes, porque la fiebre había empezado a debilitar sus miembros. Así que le apliqué miel con jugo de adormidera abrazándole la pierna con una piel de carnero y unas tiras de cuero para que resistiera. Luego nos acostamos e intentamos conciliar el sueño bajo el manto de estrellas que nos cubría.
»Algunas pequeñas fogatas aquí y allá permitían ver los rostros demacrados y sucios de los hombres que intentaban conciliar el sueño en vano. Muchos hablaban en susurros, pero no había lugar para las risas. Uno empezó a cantar unos versos conocidos en la
Systia
. Pronto se le unió otro y otro más. Sentimos por unos momentos que nos encontrábamos al abrigo de nuestras cofradías en Esparta y esa sensación confortó nuestros corazones. No sé qué pensarían los persas al oírnos cantar, alegres, alrededor de nuestras fogatas, pero tengo por seguro que estaban convencidos de que se enfrentaban a los demonios del Hades.
«¿Sabéis qué me gustaría ahora? —nos dijo Prixias en un susurro—. Oler el cabello perfumado de mirtilo de Aretes y oír su risa como el agua clara que brota de una fuente».
»Los dos le miramos con melancolía, porque nuestra mente voló hasta nuestra casa en Amidas y nuestros bien sembrados campos. Cerré los ojos para recordar los baños en la orilla del Eurotas, los cálidos veranos y las noches que pasábamos oyendo las historias del abuelo, a la luz de las estrellas, bajo el pórtico de nuestra casa.
«Ya habrán empezado las fiestas de las Carneas», dijo Polinices. Entonces recordamos las animadas celebraciones en Amidas, o en casa de Prixias, cuando todos, al calor de la lumbre, disfrutábamos de los bien cebados carneros o de mil platos deliciosos rodeados de los amigos y los familiares. Escamandro turbó ese sueño cuando dijo a nuestras espaldas: «Esto se acaba. Tan sólo quedamos un tercio de los soldados que llegamos a las Termopilas». «¿Creéis que los éforos mandarán al ejército para reforzar nuestra expedición?», preguntó alguien desde las sombras.
»Estas palabras turbaron nuestro ánimo. Los soldados seguimos mirando a las brasas del fuego en silencio. Hacía cuatro días que de los cielos llovía la muerte. Cuatro días durante los que las Keres vagaban por los campos de día y de noche. Todos esperábamos el milagro, pero como se aguarda cuando no se tiene esperanza. Con estos pensamientos sobrevino un silencio gélido, más tenebroso que el ruido de la batalla o el entrechocar de los escudos.
«Mejor que durmamos —dijo Polinices—. Mañana hemos de estar listos para el combate». «Hermano —le dije yo—, con esta pierna no estás apto para formar en la hilera». «Ya veremos, Alexias», me respondió antes de darse la vuelta sobre las pieles y dormirse.
»Fue durante esa noche, después de una larga jornada de lucha, cuando Leónidas tuvo noticia de que había un camino de montaña que podía ser utilizado por los persas para flanquearnos, aunque no sabíamos aún que ellos ya lo habían empezado a recorrer la tarde anterior. Al lugar fueron enviados de inmediato los mil hoplitas de Focea con la intención de guarnecer el paso, con la esperanza última de que el enemigo no supiese de su existencia.
»Me desperté de noche cerrada para beber agua. A mi lado vi que Prixias estaba vestido ya con la coraza. Un orgullo fiero brillaba en sus ojos, aunque su cara estaba macilenta y su boca triste. El cielo aún era negro, pero bastantes hombres se distraían de sus pensamientos funestos royendo mendrugos de pan seco y queso de cabra junto a las hogueras. Me acerqué a Prixias, quien me ofreció algo de lo que llevaba en el zurrón. «Ciertamente será aquí, me dijo, entre estas escarpadas rocas, donde terminarán nuestros días». «Esperemos que sea para entrar en la leyenda», le respondí.
»Luego intentamos dormir de nuevo, recostados en silencio sobre las pieles, al amparo de las estrellas y de la luna, que brillaba plateada sobre la superficie lisa del mar.
480 a.C.
—Poco antes del cambio de la segunda guardia, cuando aún los dedos purpúreos de Helios no habían pintado el venturoso cielo, un focense bajó saltando por los riscos de la senda Anopea a nuestra retaguardia y nos despertó con grandes gritos. Los invasores, dijo, habían recorrido va la mitad del camino oculto entre los montes. Se aproximaban a nuestra posición a buen ritmo, porque cuando los focenses, que defendían el paso, se habían visto aquella noche desbordados por una auténtica marea de persas, se replegaron confundidos hasta lo alto de una colina cercana. En principio, trataban de ganar tiempo atrincherándose en una posición fuerte, pero en realidad lo que hicieron fue dejar involuntariamente el camino libre a los persas que, sin dudarlo un momento, les dejaron de lado y prosiguieron con su avance en dirección al desfiladero para caer a nuestra espalda.