—Divina —dije y nos pusimos a platicar de divinuras: de cómo había conseguido sus medias del otro lado, de cuánto le gustaba el Ángel de la Independencia, de si yo consideraba correcto aceptarle flores a un hombre casado. Me reí. Qué pregunta más loca, como para mandarla a platicar con cualquiera de las que le aceptaban a Andrés las llaves de un coche envueltas para regalo y por supuesto el coche en la puerta.
—Antes del matrimonio, de un hombre ni una flor, decía la tía Nico.
—¿No pensarás atenerte a su discurso? —le pregunté.
Por ahí empezamos y acabamos en su confesión de que el general Gómez Soto le había pedido que fuera la señora de esa casa.
—¿De esta casa nada más? —dije.
—En las otras viven su mujer y sus hijos. Esta todavía no la toman —me contestó.
La mujer del general Gómez estaba de plano muy tirada a la calle. Era como de su edad, los mismos cuarenta y cinco pero llevados por una mujer que casi la hizo de soldadera. Tenían nueve hijos, ya grandes, algunos hasta casados. Y ella era una abuelita que nunca esperó demasiado de la vida y a la que el marido se le había hecho rico. Como que conocía yo a los generales, que Gómez Soto no la iba a dejar públicamente para casarse con Bibi.
—Dile que sí, pero que ponga la casa a tu nombre —le aconsejé.
—Pero eso va a ser imposible Catalina. No me atrevo. El ya es tan bueno conmigo, ya me da tanto —terminó y se puso roja.
—Sobras te da —dije. Sobras dan. Nada que les duela, querida. Te adorna la alberca, pero no te la escritura. ¡Qué chiste! ¿Vas a ser una arrimada?
—Al principio. Ya luego me lo iré ganando —dijo con voz de quinceañera.
Como al mes de esa conversación llegó a visitarme a Puebla. Se bajó feliz de un coche enorme igual a los míos. No llevaba al niño y usaba abrigo de pieles en marzo. Volví a hablar mal del General Soto y hasta lo relacioné con la muerte de Soriano, que no sólo le convino a Andrés sino también a él porque terminó comprando el periódico para su cadena. Ella no quería oír.
Estábamos paradas en la terraza, viendo la ciudad abajo, las docenas de iglesias encimando sus cúpulas brillantes. Me gustaba mirar desde ahí. Las calles de Puebla se veían perfectas y uno casi podía tocar la casa que más le gustara.
—Estoy harta de no tener protección, Catalina. Es horrible ser viuda pobre, todo el mundo te quiere meter la mano. Y casi nadie te deja nada.
Siquiera el general es generoso. Mira el coche que me regaló, mira qué sirvientes me paga. Ha prometido que me llevará a conocer Europa, me comprará lo que yo quiera, iremos a teatros, veremos lo que yo no vería jamás metida en este agujero o sobre una máquina de escribir en los Estudios América, viendo pasar a María Félix con todo lo que se pone encima hasta que yo me haga vieja y ella siga preciosa. No, Catalina, ni me aconsejes. No te va.
—En eso tienes razón —dije. Soy el peor ejemplo y no me quejo. ¿Por qué te habrías de quejar tú? Claro que yo no tuve con quién comparar, creo que ni elegir pude. Nunca supe de un marido común y corriente al que no le alcanzara para la sopa de letras. A veces pienso que me hubiera gustado ser la mujer de un doctor que sabe dónde les quedan las anginas a los niños. Aunque a lo mejor es el mismo tedio pero sin abrigos. ¿Por qué no te casas con el hermano de tu cuñado? Es simpático y está guapo —pregunté.
—Porque ya está casado. Es uno de los metemanos que abundan.
Nos hicimos amigas. Se acabó yendo a vivir con Gómez Soto, que le hizo bueno lo de los coches con ventanas oscuras y la casa con alberca y flores, pero lo de los viajes se lo quedó a deber. No la dejaba salir ni a comprar ropa. Todo le llevaban a la casa: vestidos, zapatos, sombreros de París. Como si la pobre necesitara sombrero de red para pasearse por los corredores de su casa. Hasta un teatro le hizo al fondo del jardín. Ahí le llevaba los artistas.
Hacían funciones privadas. Invitaban a medio mundo, hasta Chofi que era tan puritana acabó ahí un día con todo y su marido. Se necesitaban los periódicos de Gómez Soto para las campañas y Fito estaba dispuesto a correrle todas las cortesías.
—No te preocupes —le decía Andrés cuando íbamos en el coche rumbo a casa de Bibi. Gómez Soto sabe con quién estar y es hombre agradecido. Yo le presté para comprar sus nuevas máquinas.
—¿Dinero del gobierno del estado? —preguntó Rodolfo como si fuera tonto.
—Claro, hermano, pero la patria tiene nombre y apellido y una deuda es una deuda. El sabe que nos la debe. De todos modos conviene venir y son muy divertidas sus fiestas. ¿Verdad Catín?
—Si —dije mirando a Chofi que iba tan furiosa que hasta se le paraba más la trompa.
—Pues a mí no me gusta tener que soportar a la querida —dijo.
—¿Qué le soportas? Si es gratísima —preguntó Fito. A Chofi le acabó de crecer la trompa.
Nos recibió la Bibi. Hacía como tres meses que no nos veíamos. Había dejado de ir a Puebla y cuando la vi supe por qué. Inevitablemente, el general le había hecho una barriga.
No se veía mal embarazada. Con su vestido largo y amplio parecía diosa griega. Los brazos le habían engordado un poco, pero la cara se le puso aún más joven.
—Te lo advertí. Después del retozo viene el mocoso —dije.
—Ni digas, estoy muy espantada, donde a la pobre criatura le salga la nariz de este hombre.
—Deja la nariz, las mañas. No sé cómo nos hemos atrevido a reproducirlos.
—No tienen por qué salir iguales —dijo la Bibi, acariciando su barriga. Ya ves que Beethoven era hijo de un alcohólico y una loca.
—¿Quién te contó eso?
—Ya no me acuerdo, pero da esperanzas, ¿no?
—Y tu otro hijo, ¿cómo está?
—Bien. Odi quiso que lo mandáramos a estudiar fuera un tiempo y está en un internado precioso en Filadelfia.
—¿A los nueve años?
—Está muy contento. Es un colegio militarizado, carísimo. Tiene tres uniformes distintos y unos campos de fútbol hermosos. Le hacia falta convivir con otros niños, estaba muy pegado a mí.
—¿Eso lo crees tú o Gómez Soto?
—Los dos.
—¡Qué bonita pareja!, tan de acuerdo en lo fundamental —dije abrazándola.
—Bueno, ¿qué quieres que haga? —me preguntó.
—Quiero que no me trates como si fuera yo una pendeja. Esa historia de la felicidad de tu hijo cuéntasela a Chofi, si quieres hasta te ayudo con los detalles, pero conmigo podrías llorar, ¿o no tienes ganas?
—No, no tengo ganas. No por eso. A veces lloro, pero por la panza y el encierro.
—Son horribles las panzas, ¿no?
—Horribles. Yo no sé quién inventó que las mujeres somos felices y bellas embarazadas.
—Seguro fueron los hombres. Ahora, hay cada mujer que hasta pone cara de satisfacción,
—¿Qué les queda?
—Pues siquiera el enojo. Yo mis dos embarazos los pasé furiosa. Qué milagro de la vida ni qué la fregada. Hubieras visto cómo lloré y odié mi panza de seis meses de Verania cuando se llenó de nísperos el árbol del jardín y no pude subirme a bajarlos. Todos los años era la campeona, les ganaba a mis hermanos como por tres canastas, y de repente voy entrando a casa de mis papás y veo a mis hermanos trepados en el árbol concursando sin rival.
—Ya ves, hija, lo que te pierdes por argüendera —dijo mi papá. De ahí empecé a llorar y todavía no acabo.
—Mentirosa. Nunca te he visto llorar.
—Porque no estás en mi casa a media noche, y de día no es correcto, soy la primera dama del estado.
Nos habíamos ido caminando desde la puerta de la entrada por todo el jardín. Fito, Andrés y Chofi iban adelante de nosotros, cuando llegaron a la puerta de la casa los recibió el general y se pusieron a abrazarse y palmearse. Son chistosos los señores, como no pueden besarse ni decirse ternuritas ni sobarse las barrigas embarazadas, entonces se dan esos abrazos llenos de ruido y carcajadas. No sé qué chiste les verán. El caso fue que dejaron a Chofi a un lado y nosotras tuvimos que interrumpir el chisme y llamarla a nuestra conversación.
—Se ve usted muy linda embarazada —dijo Chofi. Se le endulzan tanto las facciones.
—Es que engordan —dijo la Bibi.
—Pues sí, hay cosas que ni remedio. ¿Cómo va una a estar esperando y delgada? Pero es muy noble la maternidad. Yo no conozco una sola mujer que se vea fea cuando está esperando.
—Yo, muchas —dije recordando a Chofi que desde que se embarazó la primera vez quedó como pasmada. Ya nunca se supo si iba o venía, se le puso una panza del tamaño de las nalgas, y unas chichis como de elefanta. Pobrecita, pero daba pena. Se iba a convertir en presidenta y ni así dejaba de comérselo todo.
—¿Tú muchas? ¿A quiénes conoces que se vean feas esperando un hijo?
—A muchas, Chofi, no vas a querer que te las nombre.
—Tú con tal de llevarme la contra.
—Si quieres te digo que todas las mujeres embarazadas son preciosas, pero no lo creo. Yo nunca me sentí más fea.
—Pues no te veías mal. Ahora estás demasiado flaca. ¿Y cómo se ha usted sentido señora? —le preguntó a Bibi.
—Muy bien —dijo Bibi, estoy haciendo ejercicio que dicen que es bueno.
—Pero qué horror, cómo va a ser bueno. Ajetrea usted a la criatura. El embarazo se debe reposar. ¿No querrá usted que se le salga antes de tiempo como le pasó a Catalina con el último?
—No se me salió por el ejercicio, sino porque mi matriz no lo aceptó —dije.
—¡Qué locura! ¿Desde cuándo las matrices no aceptan? Te fuiste a montar a caballo.
—Me dio permiso el doctor.
—Claro, ese Dosal está loco, da permiso de todo. Cuando lo oí diciéndote después del Checo que podías dejar los atoles y los caldos de gallina durante la cuarentena me pareció un loco. Un loco y un irresponsable. Seguro que no juega así con la vida de sus hijos. O será maricón. Los maricones odian a los niños y a las mujeres. Seguro es maricón.
—¿Qué le parecen las flores de mi alberca, doña Chofi? —preguntó la Bibi, oportunamente.
—¡Ay qué bonitas! No las había visto. ¿Las siembran aquí cerca?
—Odilón las manda traer de Fortín todas las semanas.
—Qué hombre más detallista —dijo Chofi. Ya no hay muchos como él. ¿A cuántas horas de aquí queda Fortín?
—A siete —dije yo. Estamos todos locos.
—¿Por qué dices eso, Catalina? No seas envidiosa.
—Tendría que no ser yo. Pero es una locura traer flores desde Fortín. Es obvio que el general está loco de amor —dije.
—Eso sí —contestó Chofi que cuando se ponía romántica hinchaba los pechos y suspiraba cono si quisiera que alguien, por favor, se la cogiera.
—Eres una genio —le dije al despedirme.
—¿Te gustó la fiesta, reina? —me preguntó como si nada.
Fuimos a sentarnos a la sala que parecía el lobby de un hotel gringo. Alfombrada y enorme. Con razón invitábamos tanta gente a nuestras fiestas, había que llenar las salas para no sentirse garbanzo en olla.
A la fiesta de la Bibi y su general fue muchísima gente. Era para celebrar un aniversario del periódico, así que fueron todos los que querían salir retratados al día siguiente. A Bibi no se le daba la organización culinaria, mandaba a hacer todo con unas señoritas muy careras dizque francesas y nunca alcanzaba. En cambio había vinos importados y meseros que le llenaban a uno la copa en cuanto se empezaba a medio vaciar. Poca comida y mucha bebida: acabó la fiesta en una borrachera espectacular. Los hombres se fueron poniendo primero colorados y sonrientes, luego muy conversadores, después bobos o furiosos. El peor fue el general Gómez Soto. Siempre bebía bastante; al comenzar las fiestas era un hombre casi grato, un poco inconexo pero hasta inteligente, por desgracia no duraba mucho así. Al rato empezaba a agredir a la gente.
—¿Y usted por qué tiene las piernas tan chuecas? —le preguntó a la esposa del coronel López Miranda. Las cosas que no hará que hasta se le han enchuecado las piernas. Este coronel Miranda es un cogelón, miren cómo ha dejado a su mujer.
Nadie se rió más que él, pero nadie se fue de la fiesta más que López Miranda y su señora con las piernas chuecas. Después de eso se puso a evocar a su padre, a decir que nadie había hecho tanto por México como él, y a nadie se le había reconocido menos.
—Sí, era porfirista mi padre, ¿qué querían, cabrones? Entonces no se podía ser otra cosa. Pero gracias a mi padre hay ferrocarril y gracias al ferrocarril hubo Revolución. ¿O no es así, cabrones? —gritaba subido en una mesa.
—¿Cuántas veces a la semana se te pone así? —le pregunté a Bibi que estaba junto a mí, viéndolo con más desprecio que horror como si fuera un extraño.
—Una o dos —dijo ella sin inmutarse. Voy a bajarlo de la mesa no se vaya a caer porque es peor enfermo que borracho.
—No te creo.
—No sabes. Le da un catarro y se pone moribundo, no me puedo alejar de junto a su cama, se queja como un lagarto herido. No me lo quiero imaginar con una pierna rota.
Caminó hasta la mesa en la que estaba subido Gómez. No se me olvida su figura blanca extendiendo la mano hacia arriba.
—Bájate de ahí, papacito —le decía. Es peligroso. No te vayas a caer y te lastimes. Anda bájate.
—Tú no me hables así —le gritó Gómez. ¿Crees que soy un idiota? ¿Crees que soy el idiota de tu hijito? Me tratas como si yo fuera él. A ver si no lo tratas a él como si fuera yo. Seguro que lo tratas como a mí, te he visto cuando lo llevas a acostar, cómo lo acaricias y le hablas, ya te lo has de haber cogido con más ganas que a mí. Vieja puta —dijo brincando de la mesa sobre la Bibi. Le puso las manos en el cuello y empezó a apretárselo.
—Haz algo —le dije a Andrés.
—¿Qué quieres que haga? Es su mujer, ¿no? —me contestó.
Chofi empezó a gritar como una histérica y Fito la abrazó para consolarla. Nadie intervenía.
Bibi sin perder la elegancia forcejeaba con las manos del general sobre su cuello.
—Ayúdala —dije jalando a Andrés de la mano hasta estar junto al general que sudaba y resoplaba.
—Gómez, no exageres tu amor —dijo Andrés, metiendo la mano entre las de Gómez y el cuello de la Bibi. En cuanto Gómez la soltó, yo la abracé.
—No es nada —me dijo. Está jugando, ¿verdad, mi vida? —le preguntó a Odilón, que en segundos había cambiado la mirada de loco enfurecido por una de perro juguetón.
—Claro, Catita. ¿Usted cree que yo quiera lastimar a esta niña preciosa? Si la adoro. A veces jugamos un poco brusco, pero todo es juego. Perdonen ustedes si los asusté. Música, por favor, maestro.