Pensé que era una cursi y la seguí. La casa vieja y oscura tenía muchos cuartos seguidos con puertas que al mismo tiempo son ventanas y que los comunican entre si. Todos estaban acondicionados como para dar clases, con mesas, sillas y pizarrones. Entramos a uno en el que se reunían varias mujeres.
—Estamos llenando bolsas de comida para la fiesta de los presos —dijo mi guía y hermana para que yo entendiera el porqué de esas quince mujeres sentadas alrededor de unas mesas y sin hablar entre sí. Sólo se oía el murmullo de sus voces contando: hasta tres las que echaban en las bolsas galletas con malvavisco y coco, hasta siete las que echaban galletas de animalitos, hasta cinco las que ponían puños de chochitos verdes, hasta dos las de las cajetillas de cigarros Tigres.
—Buenos días —corearon todas cuando nos vieron entrar.
Estábamos en los saludos y las presentaciones cuando llegó Mari Paz con tres niños prendidos a la falda y abrazando una caja.
—Traje los pambazos —dijo. No sé si alcance para poner uno o dos. Hice doscientos.
¿Cuántos presos son?
—Ciento cincuenta —dijo una gordita bigotona que nunca dejó de echar galletas con malvavisco en sus bolsas. Se las iba amontonando a la que tenía que seguir con las de animalitos, que se había puesto a conversar con la de los seis caramelos de anís como si no la esperara una hilera de bolsas producto del empeño de la bigotoncita.
—Pues faltan cien o sobran cincuenta —contestó Mari Paz haciendo un esfuerzo matemático.
—Que sobren cincuenta. Los repartiremos entre los celadores y las esposas que estén de visita —dijo Alejandra.
—No alcanzan. Siempre hay más celadores y visitas que presos —volvió a decir la bigotona. Ya no tenía dónde poner sus bolsas así que de ahí se siguió: Amalita, me da pena molestarla, pero si no se apura usted con los animalitos y Ceci con los anicitos, yo ya no voy a poder seguir trabajando.
—Ay, Irenita, usted perdone, nos atrasamos, pero orita le apuramos, no se preocupe, si las primeras que tenemos que acabar somos nosotras, están nuestras casas a medio recoger. Por venir temprano ni el quehacer acabamos.
—Así estamos todas —dijo Alejandra que a las claras se veía que no estaba en las mismas, en las manos y la cara se le notaban las cuatro sirvientas de planta. Después me enteré de que su marido tenía acciones del Palacio de Hierro y de la Coca Cola, era dueño de una fábrica de papel en Sonora y de una de hilos en Tlaxcala. Nadie le creía que su casa estaba a medio recoger mientras ella se entregaba a las obras pías, pero todo el mundo la oía hablar como si vendiera la verdad en paquetes.
Casi todas las otras mujeres se veían pobretonas, a lo mejor esposas de algún empleado del marido de Alejandra, de burócratas inconformes o hasta de obreros. Se pusieron a hablar de la parroquia y del padre Falito. Entendí que todas se conocían de ahí, y que a todas las confesaba el tal padre Falito.
Alejandra y Mari Paz eran las líderes. Pusieron la caja de pambazos sobre la mesa, me sentaron frente a ella con la instrucción de poner uno en cada bolsa de las que llegaban llenas después de dar la vuelta por las otras mujeres, y se fueron a cuchichear a un rincón cercano. Estirando la oreja era fácil oírlas.
—Es la esposa del general Ascencio —decía Alejandra.
—Hay que tener cuidado con ella. Dice el padre Falito que no son de confianza esas gentes
—contestó Mari Paz.
—Falito exagera —dijo Alejandra. Yo la veo buena persona, creo que debe tener su oportunidad de acercarse al bien. Además nos hace falta gente con clase, Mari Paz, necesitamos quien sepa alternar. Estas están bien para los presos, pero no las podemos llevar a platicar con las mamás del Cristóbal Colón.
—A la mejor tienes razón, pero desconfío —dijo Mari Paz.
Yo fingía contar. Una, una, una, decía echando las tortas como alumna aplicada.
Mari Paz se acercó con su frondosidad y sus tres mocosos.
—¿Cómo te huelen? ¿Me quedaron buenos? —preguntó coqueta.
—Ricos —dije. Les va a ir bien a los presos.
—Yo creo que sí fíjate. Estos tienen tinga con chorizo y frijoles refritos. Me decían que no les pusiera yo carne pero pobrecitos un día al año que no coman las porquerías que les da el gobierno. ¡Ay, perdón! Tu marido es…
—Del gobierno, sí —le dije.
—Ay qué pena, perdón. Si, yo imagino el trabajo que debe ser conseguir comida para tantos todos los días. Y hacerla. Bastante les dan considerando que están ahí de castigo, ¿verdad?
—No sé —dije. Tampoco sé por qué a ustedes les preocupan.
—No creas que esto es lo único que hacemos. Esto fue una idea del padre Falito que es un hombre muy bueno y muy impresionable. Un día fue a la cárcel a confesar a un moribundo y regresó tristísimo. Nos contó cómo estaba el edificio de sucio, cómo son las crujías en las que se aprietan decenas de hombres solos en medio de sí mismos: Hasta lloró de acordarse. Entonces se le ocurrió que pidiéramos permiso de ir a visitarlos, a rezar con ellos y llevarles alguna golosina. Nos pareció bien y nos dieron permiso, ya ves que este gobierno no está contra los católicos como los otros. Por eso vamos a ir hoy en la tarde. Ya tenemos las piñatas, los rosarios, las estampitas, las bolsas de dulces y diez escapularios que el padre Falito quiere rifar.
—¿Que se rifan los escapularios?
—No. Se venden, la gente que quiere los compra y después va con el padre y le pide que se los imponga. Pero estos diez, Falito los quiere rifar y se los va a imponer a los que se los saquen.
—¿Y si no los quieren? —dije, mirando la puerta con la esperanza de que Juan apareciera.
—¿Cómo? —preguntó. Claro que los quieren, nada más faltaba que no los quisieran, son un honor, al que se lo saque en la rifa será como si Dios se lo enviara. No creerás que le van a decir a Dios que no.
—Tienes razón —dije. Ni modo que le digan a Dios que no.
Juan apareció, él si como enviado por Dios y se paró en la puerta con su sonrisa de cómplice.
—¿Qué pasó, Juan, nos están esperando? —dije. Sabía que a esa pregunta debía siempre responder: «Sí, señora, es muy urgente.»
Fingí sorpresa y me despedí apresurada prometiendo estar en Lecumberri a las cinco en punto.
En la calle sacudí los brazos y estiré las piernas. Había un tibio sol de febrero. Me quité el saco. Hacia más frío dentro de la casa que afuera. Afuera, de repente, todo me pareció más grato. El airón de la mañana había dejado el cielo azul y me gustaron los árboles.
—Lléveme a la Alameda, Juan —dije.
Como siempre que necesitaba reponerme de un mal rato, me compré un helado. Juan estacionó el coche y me bajé a caminar por la Alameda de Santa María. El quiosco brillaba con el sol y en las bancas había mamás, viejos, nanas, niños y novios.
Compré el periódico. Me senté a leerlo en una banca, lo encontré divertido. Los delegados de la reunión preparatoria del congreso de la Confederación de Trabajadores Mexicanos acusaban a don Basilio de recoger la cosecha de lo sembrado por el Sinarquismo y Acción Nacional y de levantar la bandera de la oposición contra Rodolfo. Declaraban que el discurso del general Suárez era un ataque al ex presidente Aguirre, le exigían a Fito que cumpliera su compromiso de llevar adelante la Revolución.
—Ya se armó un pleito —dije. Y Andrés está, ya sé dónde está.
Lamenté el abandono de los periódicos, y otra vez quise saber cosas y meterme en todo lo que según Andrés no me importaba: desde que llegamos a México se acabaron mis funciones de gobernadora y me trataba como a sus otras mujeres. Yo me había dejado encerrar sin darme cuenta, pero desde ese día me propuse la calle. Hasta bendije a la pendeja Unión de Padres de Familia que durante un tiempo sería mi pretexto.
—Juan, enséñeme a manejar —le dije al chofer.
—Señora, me mata el general —contestó.
—Le juro que nunca sabrá cómo aprendí. Pero enséñeme.
—Ora pues —dijo.
Juan era un hombre de unos veintisiete años, ingenuo y bueno como pocos. Me pasé al asiento de adelante, junto a él. Y empezó a temblar.
—Si nos agarra el general me mata.
—Ya deje de repetir eso y explíqueme cómo le hace —dije.
La lección teórica duró toda la mañana. Dimos como cincuenta vueltas a la Alameda. Después me llevó a la casa y se fue a buscar a Andrés que estaba en Palacio Nacional.
—Vuélveme a prestar a Juan —le dije a Andrés a la hora de la comida. Lo voy a necesitar mucho en la Unión.
—¿Para qué? —dijo. Que te lleve y te recoja, yo lo necesito.
—¿Y cuando no estés?
—Ahorita estoy —contestó.
—Ya leí el manifiesto de los delegados a la reunión de la CTM —comenté.
—¿En dónde lo leíste?
—En El Universal. Lo compré aprovechando que salí. No sé por qué me dio por el encierro, pero ahora que volví a ver la calle me sentí otra. Si no me quieres dar a Juan, dame a otro chofer o deja que aprenda yo a manejar.
—Ay qué mujer tan chirrisca. Estaba seguro de que no aguantarías quieta más de 6 meses.
¿Cómo te fue en la Unión? ¿Vas a servir de algo?
Me quedé callada un momento. Costaba trabajo inventarle, era como un espía invisible pero siempre tras la puerta sabiéndolo todo.
—Claro que no voy a servir de nada. Para trabajar en eso me hubiera yo metido de hermana de la caridad y siquiera sabría yo mi lugar en el mundo. Pero entrarle a la confusión mental de las viejas esas, ni loca. Yo no necesito que el padre Falito me diga por dónde caminar y tengo mucho qué ver como para meterme a una casa fría a llenar bolsas de chochitos para unos presos a los que les van a rifar escapularios. Además a mí los comunistas todavía no me hacen nada y no me gustan los enemigos gratuitos. Yo creo que si se mete uno a eso de las caridades tiene que ser a lo grande; siquiera quedar como San Francisco: con los pobres tras uno bendiciéndola. Yo de pendeja en la grey del padre Falito soñando niños y rezándoles a los presos, primero muerta.
Andrés soltó una carcajada y sentí alivio.
—¿Cómo dices que se llama el cura? ¿Falito? Qué locura. Tienes razón, una cosa es que a mí esos pendejos me vayan a dar una ayudada en el asunto de chingar a Cordera, y otra que te haga yo la maldad de meterte ahí. A ésos les hubiera llevado a una de las niñas. A Marta que le da por ahí y hasta sería buena informante, pero a quién se le ocurre llevarte a ti. ¿Cómo te habré visto de loca? Eso te pasa por recibirme de mal modo —y volvió a reír. Oye, ¿y conociste a Falito? ¿Cuántas de ahí crees que ya le hayan visto el nombre de cerca? Dónde te fui a llevar. Mereces un desagravio. Desde hoy vas conmigo a todas partes. Se acabó el encierro.
Así lo declaró y así fue porque él quiso, porque él así era. Iba y venía como el pinche mar. Y esos días tuvo a bien regresar.
—Tengo que volver a Palacio. El Gordo no puede hacer nada solo —dijo. Ven conmigo. Total, te vas al centro y a ver qué compras en tres horas. A las ocho que cierren vuelves por mí y te invito a cenar en Prendes. ¿Te parece mi plan?
Fui por mi abrigo y me subí al coche en tres minutos, no se me fuera a arrepentir de la invitación. Hacía frío, una de esas raras tardes de febrero en que uno puede ponerse abrigo de pieles sin sentir calor a media calle. Me puse un abrigo de zorro. El más bonito que he tenido. Porque las pieles a veces son cursis, pero ese de zorro, me lo ponía con botas y me sentía artista de Hollywood.
Llegamos al zócalo y le dimos la vuelta para entrar a Palacio Nacional. Desde que un valiente había tratado de asesinar a Fito, las precauciones y revisiones que había que sufrir para entrar eran un exceso. Se revisaban todos los coches incluyendo las cajuelas, todos los coches hasta el del mismo Gordo, no fuera a darse la casualidad de que en alguna esquina se le hubiera trepado alguien. Esa tarde los soldados revisaron hasta las bolsas de mi abrigo. Andrés se ponía furioso con el trámite.
—Qué culero es este Rodolfo —decía delante de los soldados y de quien quisiera oírlo.
Cuando logramos entrar, Andrés bajó del coche apresurado, me dio mucho dinero y la instrucción de que comprara lo que quisiera. Pero yo esa tarde sólo quería un helado y caminar lamiéndolo sin que nadie me estorbara.
Juan consiguió el helado de vainilla y me dejó en la puerta de Sanborns de Madero. Ahí me sentía yo protegida porque las paredes son de talavera. Manías de uno. Donde hubiera talavera me sentía a salvo, por eso a todas mis casas lo primero que meto es la vajilla de talavera. Una de las amarillas con azul para cincuenta personas. Dicen que ahora cuestan una fortuna, entonces hasta se veían mal. Todo el mundo tenía porcelana de Bavaria no talavera poblana, tosca y quebradiza.
Me quedé un rato en la puerta de Sanborns. Recargada contra la pared como una piruja, sintiéndome Andrea Palma en la mujer del puerto. Después atravesé la calle y pasé frente al Banco de México, que entonces dirigía un idiota de anteojos gruesos del que siempre se me olvida el nombre. Era tan pendejo y tan feo. Además le había quitado el puesto a un hombre inteligente y simpático al que yo quería mucho porque fue el único que no se rió de mí cuando en una comida Andrés comentó que yo me había puesto a llorar con el Himno Nacional después del informe.
Crucé la calle para ir a Bellas Artes. Me gustaba ese edificio que parecía pastel de primera comunión. Entré. Las puertas del teatro estaban cerradas, pero subí a buscar de dónde salía una música como queja larga y repetida.
Empujé la puerta y se abrió. El teatro estaba vacío de público, pero el escenario lo llenaba una orquesta. Frente a ella un hombre ordenó detener la música y empezó a hablar de prisa y con pasión, explicando algo como enfebrecido, como si le fuera la vida en que el músico al que señalaba con la batuta lo descifrara. No era muy alto, tenía la espalda ancha y los brazos largos.
Caminé hasta el frente y lo oí decir:
—Vamos, otra vez, desde la 24, todos. Vamos —y se puso a cantar la melodía.
La música volvió a sonar triste y extraña, aun mal arrastrada. Nunca había oído algo así. Me senté sin hacer ruido. Miré al techo, a los palcos vacíos, y me dejé llevar por los sonidos que parecían salir de los brazos del director.
Qué extravagante quehacer tenían esos hombres, qué distinto a todos los que yo había visto de cerca. El director los detenía, les hablaba, otra vez soltaba los brazos, y la música volvía. De pronto suspendió con violencia. Miró a un violinista joven sentado en la tercera fila de atriles y le dijo: