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Authors: Ángeles Mastretta

Tags: #Histórico, Drama

Arráncame la vida (25 page)

BOOK: Arráncame la vida
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—¿Verdad, Catalina? —volvió a decir. —Claro que sí —contesté sorbiendo mi champaña como si fuera refresco.

—¿Estará usted en México? —preguntó Quijano antes de besarme la mano.

—Iré pronto —contesté, mientras Andrés discutía con Gómez Soto quién tenia menos años y más hijos.

Bibi me miró con cara de «con estas mulas hay que arar» y yo pensé en ir viendo que se calentara el pozole antes de que todo el mundo trajera la briaga de su general.

Con el pozole llegaron los fuegos artificiales y otra orquesta. Eran como las cinco de la mañana cuando Natalia Velasco y María Bautista, dos de las que me veían menos en las clases de cocina, se acercaron medio arrastrando a sus maridos para darme las gracias por la invitación.

Me despedí con una sonrisa y toda la cortesía que aprendí a manejar como reina después de tantos años de padecerla. No tenía mejor venganza, al menos para casos como ése.

Entré a la casa a ver que fueran preparando los chilaquiles, la cecina, el café y los panes para el desayuno. En la cocina había unas cuarenta mujeres dedicadas a echar tortillas y ayudar en la guisada. Me acerqué a la que cuidaba la cazuela en que hervía la salsa de los chilaquiles.

—Que no vaya a picar mucho —dije, sin detenerme a mirarla.

Alguito si pica —contestó. No se acuerda de mí ¿verdad señora?

La miré. Dije que sí y puse cara de que la había visto alguna vez, pero se me ha de haber notado que no sabía yo ni cuándo.

—Soy la viuda de Fidel Velázquez, aquel que mataron en Atencingo. ¿Se acuerda que ese día me llevó a su casa? Ahí conocí a doña Lucina y ella me llamó para venir ahora. Seguido la veo y me cuenta de usted.

—Y los niños, ¿cómo están? —dije para mostrar que recordaba algo.

—Grandes. Ya dentro de poco nada más voy a trabajar para tres. Estoy de hilandera en una fábrica aquí en Atlixco. Y me ayudo con lo que voy pudiendo. Hoy vine aquí, la semana que entra voy a cocinar higos para llevarlos a vender a Puebla.

—Yo te compro. Ve a la casa y me llevas los que tengas —dije antes de probar el jitomate y pedirle a Lucina un té y una aspirina porque me dolía la cabeza.

Fui a tomarlos al salón que empezaba a llenarse de gente con frío. Ordené que ofrecieran coñac. Tomé una copa y le di tragos rápidos. Luego me quedé dormida en un sillón hasta que alguien llegó a decirme que los invitados querían desayunar.

—¿Nos echamos una siesta? —preguntó Andrés cuando terminó de sopear un cuerno en su café.

—Nos la echamos —dije. Y me fui a dormir junto a él, por primera vez desde la muerte de Carlos.

Capítulo 22

Quería espantar los recuerdos, pero sin el ruido de la Lili era todavía más difícil. Iba de Puebla a Tonanzintía, de la tumba de Carlos al jardín de mi casa, incapaz de nada mejor que comerme las uñas, agradecer la compasión de mis amigas y pasar las tardes con Verania y Checo cuando volvían del colegio.

Con los niños todo era dar y parecer contenta. Los llevaba a la feria, a subir un cerro o a buscar ajolotes en los charcos cerca de Mayorazgo para quitarme de la cabeza lo que no fuera un juego o una demanda fácil de resolver. A veces me proponía el gusto por ellos, me empeñaba en la ternura y el alboroto permanentes, pero mis hijos habían aprendido a no necesitarme y después de un tiempo de estar juntos no se sabía quién estaba teniéndole paciencia a quién.

Cuando me sentaba en el jardín a chupar pedacitos de pasto con la cabeza casi metida entre las piernas en cuclillas, les daba pena acercarse, me dejaban sola y se iban lejos a buscar un pretexto para llamarme.

La mujer de Atencingo se lo dio. Una tarde llegaron corriendo a decirme que ahí estaba una señora que vendía higos, que yo había dicho que se los compraría todos.

La llevaron con todo y canasta hasta el rincón del jardín en el que yo estaba. Eran como las cinco de una tarde clara y así, parada bajo la luz con su canasta en el brazo, la cara como recién mojada y una sonrisa de dientes grandes, ella despedía seguridad y encanto.

Se sentó junto a mí, puso la canasta en el suelo y empezó a platicarme como si fuéramos amigas y yo la hubiera estado esperando. En ningún momento se disculpó por interrumpir, preguntar si molestaba o detener sus palabras para ver si mi cara estaba de acuerdo en oírla.

Se llamaba Carmela, por si yo no me acordaba, sus hijos tenían tantos y tantos años y su marido como ya me había dicho era el asesinado en el ingenio de Atencingo. Ella había juntado para ponerle a su tumba una cruz de mármol y lo visitaba para platicarle cómo iban las cosas en el trabajo y el campo. Porque yo no lo sabía pero a ella y a Fidel siempre les gustó pelear lo justo, por eso anduvieron con Lola, por eso ella entró al sindicato de la fábrica de Atlixco. Le regresó el odio cuando mataron a Medina y a Carlos, y no entendía que yo siguiera viviendo con el general Ascencio. Porque ella sabía, porque seguro que yo sabía, porque todos sabíamos quién era mi general. A no ser que yo quisiera, a no ser que yo hubiera pensando, a no ser que ahí me traía esas hojas de limón negro para mi dolor de cabeza y para otros dolores. El té de esas hojas daba fuerzas pero hacía costumbre, y había que tenerle cuidado porque tomado todos los días curaba de momento pero a la larga mataba. Ella sabía de una señora en su pueblo que se murió nomás de tomarlo un mes seguido, aunque los doctores nunca creyeron que hubiera sido por eso. Que se le paró el corazón, dijeron y ni supieron por qué, pero ella estaba segura que por las hojas había sido, porque así eran las hojas, buenas pero traicioneras. Me las llevaba porque oyó en la boda que me dolía la cabeza y por si se me ofrecían para otra cosa. Los higos ahí los dejaba para ver si me gustaban y ya se iba porque era tarde y luego no alcanzaba camión de regreso.

Yo la oí hablar sin contestarle, a veces asintiendo con la cabeza, soltando las lágrimas cuando habló de Carlos como si lo conociera, mordiendo un higo tras otro mientras acababa de recomendar sus hierbas. No parecía esperar que yo dijera nada. Terminó de hablar, se levantó y se fue.

Lucina entretuvo a los niños con un juego. Se les oía gritar sobre las palabras de Carmela, pero estuvieron alejados hasta que desapareció. Luego se acercaron a comer higos y a hacer preguntas. Se las contesté todas sin aburrirme y hablando de prisa, poseída por una euforia repentina y extraña. Después jugamos a rodar sobre el pasto y terminamos el día brincando en las camas y pegándonos con las almohadas. Me desconocí.

Las otras hijas de Andrés oyeron nuestro relajo sorprendidas. Las dos que aún vivían en la casa de Puebla eran prácticamente unas extrañas. Marta tenía veinte años y un novio para el que bordaba sábanas y toallas, manteles y servilletas. Se casarían en cuanto él terminara la carrera y pudiera mantenerla sin pedirle a Andrés ni la bendición. Pasaban las tardes en el estudio. El alguna vez sería ingeniero, por lo pronto la que dibujaba los planos con tinta china era ella.

Nunca peleamos Marta y yo, tampoco tuvimos mucho que ver una con otra. Cuando llegó a la casa ya no me necesitaba para amarrarse la cola de caballo, y supo siempre vivir sin hacer ruido y sin que nadie metiera ruido en su existencia. Hasta la fecha no la veo, se fue al rancho que le tocó heredar por Orizaba. El marido cambió la ingeniería por la agricultura y no salen casi nunca de ahí.

Con Adriana, la gemela de Lilia, tampoco tenía yo mucho que ver. Nunca congenió con su hermana a la que consideraba una frívola espectacular, menos conmigo. Entró a la Acción Católica a escondidas de su papá y el único desafío que le conocí fue contarlo una noche a media cena como quien cuenta que trabaja en un burdel cuando todo el mundo piensa que está en misa. A nadie le importó su militancia: Andrés hasta pensó que le serviría de enlace con la mitra en caso de necesidad. La dejamos ir a la iglesia y vestirse como monja sin criticarla.

No eran compañía Marta y Adriana, ni yo era compañía para Checo y Verania, así que volví a México.

En la casa de Las Lomas vivía Andrés, al menos oficialmente, y Octavio con la dulce Marcela. No les perturbó mi llegada. Casi me consideraban la madrina de la boda que nunca tendrían.

Busqué a la Bibi. Hacía apenas dos años que la mujer de Gómez Soto había tenido la generosidad de morirse y permitir que ella pasara de amante clandestina a digna esposa. El mismo día de la boda el general había puesto todas las casas a su nombre y dictado un testamento haciéndola su heredera universal.

Todo corrió sobre miel en la nueva unión. Los recién casados fueron a Nueva York y después a Venecia, de modo que a la Bibi por fin le pegó un sol que no fuera el del jardín de su casa. Recorrieron el país en el tren que el general compró para poder visitar sus periódicos, ella lució por todas partes el aire internacional que tanto tiempo cultivó entre cuatro paredes.

Un día llegó a mi casa muy temprano. Yo estaba en bata en el jardín. Me habían ido a dar pedicure, tenia los pies sopeando en una palangana y la cara sin pintar.

Bibi entró corriendo, con zapatos bajos, pantalones y una blusa de cuadros, casi de hombre. Se veía linda, pero extrañísima. No recuerdo si me saludó, creo que lo primero que hizo fue preguntarme:

—Catalina, ¿cómo hacías tú para querer a un hombre y vivir en casa de otro?

—Ya no me acuerdo.

—Ni que hubiera sido hace veinte años —dijo.

—Parece que más. ¿Qué te pasa? Te ves rarísima —le contesté.

—Me enamoré —dijo. Me enamoré. Me enamoré —repitió en distintos tonos, como si se lo dijera a sí misma. Me enamoré y ya no soporto al viejo pestilente con el que vivo. Pestilente, lépero, aburrido y sucio. Imagínate que trata sus negocios en el excusado, mete a la gente al baño del tren y ahí la hace contar sus asuntos. ¿Ahora qué hago yo casada con él? ¿Lo mato? Lo mato, Cati, porque yo no duermo con él una noche más.

Estaba irreconocible, se había quitado los zapatos. Se sentó en el pasto y puso la planta de un pie contra la del otro, se palmeaba las rodillas cada tres palabras.

—¿De quién te enamoraste?

—De un torero colombiano. Llega mañana. Viene a verme y de paso a una gira. Nos conocimos en Madrid, una tarde que Odilón pasó hablando con un ministro del general Franco. Me quedé en un café y ahí llegó él: «me puedo sentar?», ya sabes. Hicimos el amor dos veces.

—¿Y con dos veces te enamoraste?

—Tiene un cuerpo divino. Parece adolescente.

—¿Cuántos años tiene?

—Veinticinco.

—Le llevas diez.

—Siete.

—Es lo mismo.

—Cati, si te vas a portar como mi mamá, ya me voy.

—Perdón, ¿tiene buena nalga?

—Buen todo.

—Ya no me cuentes. ¿Quieres cambiar a tu general por un buen prepucio? ¿Tiene dinero para llenarte la alberca de flores?

—Claro que no, pero estoy harta de albercas. Y él va a ser un torero famoso, es buenísimo.

—Con veinticinco años si fuera a ser famoso ya lo sería.

—Empezó tarde por culpa de sus padres. Tuvo que estudiar leyes antes de ser novillero, y por supuesto dejar Colombia. Creo que Colombia es como Puebla.

—¿Sabe quién es tu marido?

—Sabe que es dueño de periódicos.

—¿Y qué? —dije. ¿Cómo le vas a hacer con Odilón?

—No sé. No sabía qué hacer para mandarlo al demonio sin quedarme en la calle, pero ayer Odi fue a una de esas fiestas que hacen para medirse. Ya sabes, unas a las que llevan putas y se encueran todos para ver cuál es el mejor y quién tiene la pija más grande. La masajista me platicó que una clienta le había platicado. Fui de puta incógnita y lo vi ahí haciendo el ridículo, ¿qué otra cosa va a hacer? Eran casi puros viejos como él, tampoco creas que se miden con adolescentes, pero daban lástima. —¿Cómo entraste?

—Me llevó la dueña que también es clienta de Raquel.

—Bibi. Te estoy reconociendo. Yo creí que te habías vuelto pendeja para siempre.

—¿Qué hago? ¿Qué se te ocurre?

—Oféndete. Oféndete hasta las lágrimas.

—Crees que soy tú. Yo no sé hacer teatro.

—Escríbele una carta rompiendo por las razones que él sabe y lastiman tu pundonor.

—¿Me la escribes?

—Si esperas a que Trini acabe de cortarme los pies. Es una salvaje, te encuentra un pellejito en la uña del dedo gordo y de repente ya va con sus tijeras en la espinilla.

—Va usted a ver, señora, ahora no le cuento el último chisme de doña Chofi —dijo Trini, que también iba con Chofi y le hacia de confidente.

—Dirás que iba a estar muy bueno. Es más aburrida mi pobre comadre. Llevamos quince años tratando de agarrarle una buena historia y no pasamos de sus pleitos con el chofer y la cocinera.

—De repente uno que otro con don Rodolfo —dijo Trini.

—Esos son los más aburridos. Se pelean porque Chofi no cuelga los cuadros donde Fito le dice, o porque deja tirados los centenarios que le dan a él en sus juntas. Puras pendejadas.

—Usted se lo pierde. Yo le iba a contar que el centenario ya apareció, que lo tenía el chofer y que cuando lo interrogaron dijo que la señora se lo había dado a cambio de un favor especial, pero que él era hombre de palabra y que no iba a decir cuál era el favor.

—No. No te creo, Trinita.

—Como le cuento. Don Rodolfo se puso furioso. Amenazó con sacar la pistola.

—Pero no la sacó.

—Ya iba, pero el chofer prometió confesar.

—Mira la Chofi, pobrecita gorda. Haciendo sus buscas.

—La hubiera usted visto. Le salió lo macha. Se puso las manos en la cintura, caminó hasta don Rodolfo, le quitó la pistola y dijo: Si te lo ha de decir alguien te lo digo yo. René me hizo favor de llevar a Zodíaco con el peluquero, a que le cortaran los pelos y lo bañaran, aunque tú te opongas porque dizque eso es de perros maricones.

—Ya ves cómo hay dramas de verdad —dije. No como el tuyo, Bibi. Gran desafío enamorarse de un torero. Ven, te ayudo a redactar la carta.

—Primero en sucio —dijo Bibi, porque se la quiero mandar en este papel que compré en Suiza y ya nada más me quedan una hoja y un sobre.

—Qué más te da el papel.

—Es que ya lo conozco, cuando no le conviene lo que digo me devuelve la carta en un sobre igual al que le mandé, lacrado y todo como si no lo hubiera abierto.

—Escritos, Bibi, escritos —me dice yo veo muchos al día. Lo que quieras decirme de palabra estoy a tu disposición, tú mandas, mi amor —y se hace el que no leyó mis increpaciones. Por eso quiero este sobre del que ya sólo me queda uno y no hay en México. Si lo abre, y lo va a abrir, tiene que darse por enterado.

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