Eran como las cinco cuando oímos el ruido de los autos llegando hasta la puerta.
—Qué tedio Bárbara —dije, ya regresó. Va a llamarme para que lo escuche hacer el recuento de sus glorias.
Se había pasado el desayuno recordándome cómo estaban los obreros peleados entre sí cuando él llegó al gobierno, cómo durante su administración aumentaron los caminos, se construyeron escuelas, se terminó el descontento.
—Voy a decirles —me adelantó: No vengo como gobernante, mi labor como tal ha terminado, vengo como hijo del estado de Puebla, como ciudadano y como hombre que sabe entregar el corazón. ¿Qué te parece? No me dices qué te parece Catalina, ¿para qué crees que te tengo?
En su locura de los últimos meses me había vuelto a nombrar su secretaria privada y yo quise seguirle la corriente para pasar el tiempo. Le extendí un papel en el que había escrito su posible discurso y señalé un párrafo cualquiera. Lo leyó en voz alta: “Estaré siempre al servicio de todos ustedes, aquí y fuera de aquí, como funcionario y como simple ciudadano. Les pido que desechen rencillas, que eliminen dificultades, que sigan trabajando con entusiasmo, como hermanos, como hombres que fueron a la Revolución con un programa social bien definido y por cuyo rescate si llegara a ser necesario iría con ustedes nuevamente a la lucha, sin llevar conmigo ninguna ambición personal política, porque ya como gobernante he cumplido, pero sí iría con el deseo de velar por la tranquilidad y el progreso de nuestro querido estado”.
Terminó de leer y me dijo:
—No me equivoqué contigo, eres lista como tú sola, pareces hombre, por eso te perdono que andes de libertina. Contigo sí me chingué. Eres mi mejor vieja, y mi mejor viejo, cabrona.
Antes de irse pidió su té y me invitó una taza. La bebí despacio, esperando que llegara de a poco la extraña euforia que producía.
Matilde no había regresado a la cocina. Puso el té sobre la mesa, nos vio beberlo y le dijo a Andrés:
—Usted va a perdonar que yo me meta general, pero está usted tomando muy seguido esas hierbas y seguido hacen daño.
—Qué daño ni qué nada. Si no fuera por ellas ya me hubiera muerto. Son lo único que me quita el cansancio.
—Pero a la larga perjudican. Yo veo que usted se está desmejorando.
—No por las hierbas Matilde. ¿No me digas que sigues creyendo en esas cosas? —le contestó Andrés antes de dar el último trago: Mira cómo está de rozagante la señora y ella también lo toma.
El presidente municipal de Puebla entró corriendo al cuarto del helecho:
—Señora, parece que el general se emocionó demasiado —dijo. Venga usted pronto, no está bien.
Bajé hasta la que había sido nuestra recámara. Andrés estaba echado en la cama, aún más pálido que otros días y jalando aire con dificultad.
—¿Qué te pasa? ¿No estuvo bien? ¿Por qué no te quedaste a la comida? —pregunté.
—Me cansé y no quise morirme a media calle. Llama a Esparza y a Téllez.
—No seas exagerado —dije. Todo el mundo se cansa, llevas meses del tingo al tango. Deberías ir a Acapulco más seguido.
—Acapulco. Ese horror sólo lo soportas tú. Y lo soportas con tal de escaparte, de abandonarme con el pretexto de que te hace bien el mar. Lo que te hace bien es dejarme.
—Mentiroso.
—No te hagas pendeja. Los dos sabemos para qué está la casa de Acapulco.
—Tú parece que no lo sabes, casi nunca quieres ir.
—No tengo tiempo para andar chapoteando y no descanso ahí. Me molesta el mar, no se calla nunca, parece mujer. A donde voy a irme es a Zacatlán. Ahí entre los cerros se descansa bien y los días duran tanto que da tiempo de todo.
—Pero no hay nada qué hacer. ¿De qué te sirve el tiempo ahí? —dije.
—Siempre has de intrigar contra mi tierra, vieja desarraigada —dijo tratando de sacar un pie de la bota.
—Voy a llamar a Tulio para que te ayude, no hagas esfuerzo, de veras estás cansado.
—Te digo que llames a Téllez pero quieres que me muera sin ayuda.
—Llamamos a Téllez cada vez que estornudas, ya me da pena.
—Pena es lo último que tú vas a sentir. Llámalo. Ahora sí te la voy a hacer buena, me voy a morir, llámalo de testigo no vayan a decir que me envenenaste.
Me senté en el borde de la cama y le di unas palmadas en la pierna. Siguió hablando con una suavidad que alguna vez le conocí en destel os. Estaba extraño.
—Te jodí la vida, ¿verdad? —dijo. Porque las demás van a tener lo que querían. ¿Tú qué quieres? Nunca he podido saber qué quieres tú. Tampoco dediqué mucho tiempo a pensar en eso, pero no me creas tan pendejo, sé que te caben muchas mujeres en el cuerpo y que yo sólo conocí a unas cuantas.
Se había ido poniendo viejo. Durante las últimas semanas lo vi adelgazar y encogerse de a poco, pero esa tarde envejecía en minutos. De pronto el saco resultó enorme para él. Tenía los hombros enjutos y la cara inclinada, la barba se le perdía entre el cuello duro de la casaca militar y los galones parecían más tiesos que nunca.
—Quítate esto —le dije. Te ayudo.
Empecé a desabrochar aquella cosa dura, a lidiar con los botones dorados que siempre eran más grandes que los ojales. Jalé una manga y di la vuelta por su espalda para jalar la otra. Lo besé en la nuca.
—¿De veras te quieres morir? —pregunté.
—¿Cómo me voy a querer morir? No me quiero morir, pero me estoy muriendo, ¿no me ves?
Esparza y Téllez, los dos médicos más famosos de la localidad, los médicos de Andrés para los catarros y las diarreas que le daban de vez en cuando, y para todas las enfermedades mayores que se inventaba cada tres días, entraron con la misma parsimonia de siempre y con la misma certidumbre de que saldrían del asunto como siempre, dándole al general aspirinas pintadas de un nuevo color. Estaban acostumbrados al juego. El último mes los llamábamos cada vez que mi marido se quedaba sin quehacer o sin con quién conversar. Necesitaba tanto tener gente alrededor, oyéndolo y acatando cualquiera de sus ocurrencias, que desde que nos fuimos a México y con nosotros la mayoría de sus escuchas habituales, en Puebla siempre acabábamos llamando a Esparza, a Téllez, o a los dos y al juez Cabañas para que la tertulia creciera y la enfermedad terminara en partida de póker.
—¿De qué se nos muere ahora, general? —preguntó Téllez y siguió con Esparza el ritual de siempre. Le oyeron el corazón, le tomaron el pulso, lo hicieron respirar y echar el aire muy despacio. Lo único distinto eran los comentarios de Andrés. Habitualmente mientras lo revisaban hacía el recuento de sus sensaciones que eran muchas y contradictorias. Le dolía ahí y ahí, y ahí donde el doctor tenía la mano en ese instante le dolía también. Esa tarde no se quejó ni una vez.
—Hagan su rito cabrones —dijo, me les voy a morir de todos modos. Espero que lloren siquiera un rato, siquiera en recuerdo de todo lo que me han quitado. Espero que me lloren ustedes porque esta vieja que se dice mi señora ya está de fiesta. Nomás mírenla, ya le anda por irse con quien se deje. Y se van a dejar muchos porque está entera todavía, está hasta mejor que cuando me la encontré hace ya un chingo de años. ¿Cómo cuántos Catalina? Eras una niña. Tenías las nalgas duras, y la cabeza, ah qué cabeza tan dura la tuya. Y ésa sí no se te ha aflojado para nada. Las nalgas un poco, pero la cabeza nada. Lo bueno es que va a estar Rodolfo para vigilarla. Mi compadre Rodolfo, tan pendejo el pobre.
—Necesita descansar —dijo Téllez. ¿Tomó algún excitante? Parece que lo afectó la emoción del homenaje. Descanse, general. Le vamos a dar unas pastillas que lo relajen. Todo lo que tiene es cansancio, mañana será otro.
—Claro que seré otro, más tieso y más frío. También más descansado, por supuesto. Todos quieren que me muera. No se dan cuenta de la falta que hago, hacen falta los hombres como yo. Van a ver cuando se queden en manos de Fito y el pendejo de su candidato. ¿Yo cansado? Cansado el Gordo que ni para pensar es bueno. Tener de candidato a Cienfuegos.
—Seguro es Cienfuegos, ¿quién te lo dijo? —pregunté.
—Nadie me lo dijo, yo lo sé. Yo sé muchas cosas, y conozco a mi compadre, le da las nalgas al primero que se las pide. Martín se las ha pedido en mil tonos, sobre todo engañándolo. Ya hasta lo hizo creerse inteligente.
Cienfuegos era el peor enemigo de Andrés porque no podía tocarlo. No porque Andrés lo hubiera protegido, ni porque fuera el ministro consentido de Fito, sino porque era un conquistador profesional que se ganó a doña Herminia en una tarde, y doña Herminia que no había tenido más hijos que Andrés tuvo siempre la manía de andar buscándole hermanos. De chico lo hermanó con Fito al que hasta llevó a vivir un tiempo en su casa, y de grande se encantó con la risa y los halagos del costeño Martín Cienfuegos.
—Este muchacho va a ser como otro hijo para mí, como el que se me murió. Y tiene que ser como un hermano para ti, ¿me oyes Andrés Ascencio? —dijo doña Herminia.
Entonces Andrés empezó a desconfiar de los encantos de Cienfuegos y a convertirlo en el rival inevitable que acabó volviéndose.
—Otro hermano te estoy dando —dijo la vieja y más te vale cuidarlo, Andrés Ascencio, porque hasta creo que me recuerda a tu padre. ¿Aceptas ser como otro hijo mío? —le preguntó a Martín que la oía con más atención que a la Cámara de Diputados.
—Será un honor señora —dijo abriendo los brazos, dejándose ir sobre la mecedora, besando a doña Herminia en la frente para después abrazarla, acariciar sus mejillas y terminar hincado besándole las manos.
No recuerdo mejor puesta en escena del amor filial. Hasta lágrimas de agradecimiento echó. Ni Andrés que idolatraba a la vieja hubiera podido hacer algo semejante.
Volvió de Zacatlán furioso. Todo el camino de regreso fue llamándolo hijo de la chingada farsante. Dizque en broma, pero no lo bajó de ahí.
—Esa mi madre —empezó a decir sentado en la cama— qué hermanos me dio. Ni uno que más o menos entendiera dónde estamos parados. Primero la enterneció el Gordo Campos y luego este hijo de la chingada farsante de Martín. Es pendeja mi madre, una ignorante que con que le dieran sonrisitas y besos hasta la maternidad regalaba.
Siquiera yo no heredé su pendejez, pero a Campos lo adoptó y lo heredó. Nada más hay que verlo. Agarra todas el imbécil, con tal de pavonearse y dárselas de fino y de legal. Como si con leyes y caravanas fuera a lograr algo. Paró todo hace leyes, ¿no hasta inventó una que obliga a cada mexicano a enseñar a leer y a escribir a otro? Y según él, así ya acabó con el problema. En cosa de un rato no queda un indio incapaz de escribir su nombre, el del país y por supuesto el de su benemérito Presidente. Es un genio el Gordo, no más hay que verle la cara. Y su «hermano» Martín, su candidatito, va a acabar de chingarse lo que quede de país. Ese cabrón hasta las esperanzas va a subastar.
En un ratito enlata el suspiro de tres mil desempleados y se los vende a los gringos para cuando quieran sentirse deprimidos. Va a vender el Ángel de la Independencia, el Hemiciclo a Juárez y si se descuidan hasta la Villa de Guadalupe.
Mexican souvenirs
: las olas de Acapulco, pedacitos de La Quebrada en relicarios y nalgas de vieja buena en papel celofán.
Todo muy moderno y muy nais, que no se nos note lo rancheros, lo puercos, lo necios, lo ariscos. Otro Mexsicou. Lástima que me vaya a morir, porque conmigo vivo ese cabrón no se trepa a la silla del águila más que a balazos y a balazos le gano, a él y a todos los cabroncitos bien peinados que dizque lo hacen fuerte. Y me iba a perdonar mi santa madre pero ese hijo de la chingada farsante le quitaba yo la madre a madrazos. Las dos madres, la puta que lo parió y la pendeja que dio en adoptarlo.
—Ya deja eso de que te vas a morir —dije. ¿Por qué no le haces caso al doctor Téllez, te tomas las pastillas y se juegan un póker antes de acostarse?
—Si acostado ya estoy, y mal acostado: viendo al techo y sin nadie encima.
—Nosotros nos vamos —dijo Esparza.
—Ya era hora cabrones —contestó Andrés.
—Descanse general, no tome café, ni coñac, ni excitantes. Vengo mañana temprano a jugarle la del arranque.
Me dejaron sola con él. Fui a sentarme en la orilla de la cama.
—¿Quieres más té? —dije sirviéndoselo. Se incorporó para tomarlo y volvió a preguntarme:
—¿Qué quieres tú Catalina? ¿Vas a coquetear con Cienfuegos? ¿Quién es Efraín Huerta?, ¿y cómo sabe que de un seno tuyo al otro solloza un poco de ternura?
—¿Dónde encontraste sus poemas? —pregunté.
—En mi casa no valen los cerrojos.
—¿Qué vale?
—Era amigo de Vives, ¿verdad? Te conoce mal, tú ya no tienes sollozos ni en los senos ni en ninguna parte, ni fingirlos podrías, ¿y ternura Catalina? ¡Qué tipo tan ingenuo! No en balde está en el Partido Comunista.
Caminé hasta la ventana. Ya muérete, murmure mientras él seguía habla y habla hasta quedarse dormido. Luego fui a acostarme junto.
Al rato despertó, puso la mano sobre mis piernas y empezó a acariciarme. Abrí los ojos, le guiñé uno, fruncí la nariz.
—¿Por qué no te levantas y le hablas a Cabañas? —dijo. Me duele una pierna.
—A Téllez, ¿no?
—A Cabañas Catalina, no estoy para perder el tiempo.
Cuando Cabañas llegó, Andrés tenía entumidas las dos piernas y hablaba despacio.
—¿Trajiste el dos Cabañas? —dijo haciendo un esfuerzo.
—Sí general, los traje todos.
—Dame el dos.
—¿Qué es el dos? —pregunté.
No me contestó. Empezó a firmar con su eterna pluma fuente de tinta verde.
Un rato después se murió.
Llamé a sus hijos. Alguien le avisó a Rodolfo que llegó como a las once de la noche. Entró con su barriga, su lentitud y su cauda a querer dirigir:
—Vamos a llevarlo a Zacatlán.
—Como tú quieras —contesté.
—El así ordenó.
—Le creo señor Presidente, vamos a llevarlo a Zacatlán.
—Te agradezco la colaboración. Ya sé del testamento.
—No hay qué agradecer. Espero hacerlo bien.
—Si tienes problemas cuenta conmigo —dijo.
—Quiero contar contigo para no tenerlos —contesté.
—No te entiendo, era como mi hermano, eres su mujer ¿Qué quieres que haga?
—Que no te metas, que no me ayudes, que no hagas tratos con las otras viudas. Todas recibirán lo suyo, pero tendrán que venir conmigo para recibirlo.
—¿Quiénes son las otras viudas?