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Authors: Ángeles Mastretta

Tags: #Histórico, Drama

Arráncame la vida (21 page)

BOOK: Arráncame la vida
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—¿De dónde vienen cargados de mugre? —preguntó.

—Fuimos a Atlixco a tomar nieve —dijo Verania que lo adoraba.

El lunes me quedé en la casa. Durante años no había jugado con mis hijos, los encontré listísimos y estuve segura de que no podía tener mejor compañía que sus juegos y sus ocurrencias mientras Carlos visitaba otra vez a Medina.

Pasamos la mañana jugando serpientes y escaleras. Me dieron las dos de la tarde carcajeándome y peleando como chiquita.

El martes organicé todo desde temprano y a las diez no tenía más deber que ir con Carlos a donde fuera. Nadie me vería dentro del Chrysler enorme, escondida en el piso para salir de la ciudad y sus calles llenas de mirones. Después venia el campo y ahí no se metían con uno.

Lo convencí y nos fuimos por la carretera a Cholula hasta Tonanzintla que estaba todo sembrado con flores de muerto. El campo se veía anaranjado y verde; cempazúchil y alfalfa crecían en noviembre. Entramos a la iglesia llena de angelitos ojones y asustados.

—Dizque era yo la novia —le dije. Dizque iba caminando con la marcha nupcial a casarme contigo. La marcha nupcial tocada por tu orquesta.

—No puedo dirigir y casarme.

—Dizque podías —corrí hasta la puerta para hacer mi entrada despacio: un paso, otro paso.

Tatatán, tatatán, caminé cantando hasta él que se había quedado frente al altar, junto a los reclinatorios de terciopelo envejecido.

—Qué loca estás, Catina —dijo, pero alzó los brazos hacia el coro para fingir que dirigía.

Seguí caminando parsimoniosa hasta que llegué junto a él y le detuve los brazos.

—Tienes que recibir a la novia. Ven, nos hincamos aquí. La gente nos está mirando. Tú me prometes quererme en la salud y en la enfermedad, en lo próspero y en lo adverso, y todos los días de mi vida. Yo te acepto a ti como mi esposo y prometo serte fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad y amarte y respetarte todos los días de mi vida.

—Qué bien te lo sabes. Lo tienes ensayadísimo. Pero, ¿por qué lloras? No llores, Catalina, ya prometo serte fiel con marido y sin marido, en las carcajadas y el miedo, y amarte y respetar tus preciosas nalgas todos los días de mi vida.

Nos abrazamos todavía hincados en los reclinatorios, bajo el techo y las paredes doradas, frente a la virgen encerradita en su nicho. Nos abrazamos hasta que se paró frente a nosotros una vieja enrrebozada con la cara llena de arrugas y verrugas, tan chaparrita que nos quedaba a la altura de los ojos.

—¿Qué no les da respeto Dios? —dijo. Si quieren hacer cochinadas vayan a hacerlas a un establo, no vengan aquí a ensuciar la casa de la virgen.

—Nos acabamos de casar ——dije. A Dios le gusta el amor.

—Amor ni qué amor. Pura calentura es lo que traen ustedes. Andeles para fuera —dijo tomando su escapulario por una punta y levantándoselo hasta la cara. Se tapó con él desde la barba hasta la mitad de los ojos y empezó a rezar. Luego muy rápido, mientras nosotros seguíamos mirándola como a una aparición, sacó una botella de agua bendita y nos la echó encima diciendo más jaculatorias con su voz chillona.

—¿Dónde queda el establo? —le preguntó Carlos levantándose y jalándome.

—¡Animas del purgatorio! Dios tenga clemencia de sus almas, porque seguro que sus cuerpos se van a chichinar —dijo.

Buscamos un lugar entre los sembradíos. Nos acostamos sobre las flores anaranjadas, rodamos sobre ellas desvistiéndonos. A veces yo veía el cielo y a veces las flores. Hacía más ruido que nunca, quería ser una cabra. Era una cabra. Era yo sin recordar a mi papá, sin mis hijos ni mi casa, ni mi marido, ni mis ganas del mar.

Nos reímos mucho. Nos retamos como dos mensos que no tienen futuro ni casa ni una chingada. No sé de qué nos reíamos tanto. Creo que de nuestras ganas nos reíamos.

—Estás toda pintada de flor de muerto —dijo Carlos. Debe ser bonito que así huela la tumba de uno y que la pongan toda de anaranjado en Todos Santos. Cuando me muera te encargas de que me entierren aquí.

—Te vas a morir en Nueva York, en un viaje como ese del mes pasado, o en París. Tú eres muy internacional para morirte aquí cerca. Además vas a estar tan viejito que ya no te va a importar ni a qué huela tu rumba.

—Me muera cuando me muera quiero que mi tumba huela como tu cuerpo ahora. Y ya vámonos que son las dos. Si no estás a la hora de presidir la mesa nos mata tu marido.

—Ya me cansé de mi marido. Todos los días nos va a matar por algo. Que nos mate y ya, nos enterramos aquí y nos ponemos a coger debajo de la tierra donde nadie nos esté molestando.

—Buena idea, pero mientras nos mata vámonos yendo.

Nos levantamos y caminamos hasta el coche. Fui cortando flores, cuando llegamos a la casa las acomodé en una olla de barro en medio de la mesa.

—¿Quién puso ese horror ahí? —preguntó Andrés llegando a comer.

—Yo —le dije.

—Cada día estás más loca. Esto no es tumba. Quítalas que son de mala suerte y huelen espantoso. Perdonen a mi señora —dijo a los invitados. A veces es una romántica equivocada —después distribuyó los lugares.

—¿Dónde te quieres sentar, Carlangas? —le preguntó a Carlos cuando ya no quedaba más lugar que uno junto a mí. ¿Junto a mi señora?

—Encantado —dijo Carlos.

—No lo tienes que decir —contestó. ¿De qué es la sopa, Catalina?

—De hongos con flores de calabaza.

—Vaya. Está obsesionada con las flores. Pero es buena esta sopa, es reponedora, se la recomiendo, diputado —le dijo a Puente, el diputado de la CRQM que pasaba esos días en la casa.

—¿Estuvo larga su desvelada de anoche? —preguntó Carlos.

—No más que otras —contestó Andrés. Teníamos mucho que hablar, ¿verdad diputado?

—Y lo que nos falta general —dijo el diputado.

—Ay ya no —suplicó su señora. Luego llegan muy tarde y una pasa muchos fríos.

Era una mujer chaparrita, de ojos grandes y pestañas muy negras. Con las chichis bien puestecitas y la cintura siempre apretada con lazos o cintos. Le gustaba su marido. Adivinar la razón, porque era espantoso, pero el caso es que ella siempre que se podía lo sobaba y cuando el tipo daba sus opiniones ella lo oía como a un genio, moviendo la cabeza de arriba para abajo. Quizá por eso el diputado terminaba sus más elocuentes intervenciones preguntando: «¿Cierto o no, Susy?», a lo que ella respondía: «Certísimo, mi vida», y por última vez movía la cabeza. Eran un equipo. Yo nunca pude hacer un equipo así. Me faltaba dedicación.

—¿Y qué tal el juego? —pregunté.

—Bien —dijo Andrés. A ustedes no les pregunto cómo les fue porque me lo imagino. No sé cómo les gusta el campo. Se ve que no trabajaron ahí. ¿Visitaste a tu amigo Medina? —le preguntó a Carlos.

—No dio tiempo. Nos quedamos en Tonanzintla. La iglesia es impresionante, quiero dar un concierto ahí.

—Dalo. Mañana arreglamos eso en lugar de que pierdas tiempo visitando a Medina.

—Medina es mi amigo y tiene problemas.

—Pendejadas. El único problema que tiene es dejarse dirigir por Cordera y empeñarse en ser líder de la CTM en Atlixco. Porque en Atlixco la CTM se va a chingar, y Medina con ella, como que me llamo Andrés Ascencio.

—¿Por qué te metes, Chinti? Deja que los trabajadores decidan a quién quieren —dijo Carlos con el aire de hermano mayor que tanto irritaba al general.

—El que no se tiene que andar metiendo eres tú. Dedícate a tu música y tus intelectualidades, dedícate si quieres a las mujeres complicadas, pero no te metas en política, porque éste es un trabajo que hay que saber hacer. A mí no se me ocurre dirigir orquestas y te aseguro que es mucho más fácil pararse a mover las manos frente a una bola de Maríachis que gobernar alebrestados y cabrones.

—Cordera y Medina son mis amigos.

—¿Y yo qué? ¿No soy tu amigo? ¿Ve usted, diputado Puente? Así le pagan a uno —me miró y siguió. ¿No estás de acuerdo, Catalina? ¿Ya te convenció el artista de que a la izquierda unida jamás será vencida? Son un desastre las mujeres, uno se pasa la vida educándolas, explicándoles, y apenas pasa un loro junto a ellas le creen todo. Ésta, así come la ve, diputado, está segura de que el cabrón de Álvaro Cordera es un santo dispuesto a echar su suerte con los pobres de la tierra. Y lo ha visto tres veces, pero ya le creyó. Con tal de estar en contra de su marido. Porque ésa es su nueva moda. La hubieran conocido ustedes a los dieciséis años, entonces sí era una cosa linda, una esponja que lo escuchaba todo con atención, era incapaz de juzgar mal a su marido y de no estar en su cama a las tres de la mañana. Ah, las mujeres. No cabe duda que ya no son las mismas. Algo las perturbó. Ojalá y la suya se conserve como hasta ahora, diputado, ya no hay de ésas. Ahora hasta las que parecían más quietas respingan. Hay que ver a la mía.

Andrés me conocía tan bien que sonrió antes de dar un bocado de mole y después, con la boca llena, dijo:

—Cuando digo la mía me refiero a usted, señora De Ascencio. Lo demás son anécdotas, necesarias pero no imprescindibles.

—Este general tan claridoso —dijo el diputado Puente.

Carlos puso su mano sobre mi pierna bajo la mesa.

La comida fue eterna. Cuando llegaron las tortitas de Santa Clara y el café, sentí alivio. En un rato todo el mundo se iría a dormir la siesta. Andrés nunca quería saber de mí a esas horas, después de la segunda o tercera copa de coñac se levantaba, caminaba hasta la cocina, les daba las gracias a las muchachas y estuviera invitado quien estuviera él decía:

—Me disculpan, por favor. Tengo un trabajo privado que me urge terminar. Luego se iba a un cuarto de atrás que se oscurecía por completo a media tarde. Ahí dormía exactamente una hora y media. Despertaba listo para el dominó, al que yo tampoco era requerida, bastaba con organizar que hubiera suficiente café, mucho brandy y una charola con chocolates y podía yo desaparecer tranquilamente hasta la hora de la cena.

—¿Vamos al zócalo? —le dije a Carlos.

—¿En qué cuarto queda el zócalo? —contestó.

Nos estábamos riendo cuando Andrés volvió de su demagógico agradecimiento a las sirvientas y se paró atrás de mí. Puso sus manos sobre mis hombros y los oprimió.

—Ustedes nos disculpan. Tenemos un trabajo urgente —dijo.

—Yo quedé con los niños de ir al zócalo por un globo y a los Fuertes a trepar árboles —dije.

—Eres una madre ejemplar. Diles que los llevarás cuando empiece el dominó.

—Ay mamá —dijo Verania, cómo serás.

—Andrés, les prometí —dije.

—Me parece bien; el prometer no empobrece.

¿No has visto todo lo que yo prometo? Promételes que los llevas a las seis. Ahorita no puedes

—Aquí la esperamos, señora —dijo Carlos.

—¿Nos vas a contar de tu papá? —le preguntó Checo.

—De lo que quieran —les dijo.

—No te tardes, ma.

—No, mi vida —contesté.

Andrés entró a nuestra recámara y cerró la puerta. Se sentó en la orilla de la cama, pidió que me sentara junto a él.

—¿A dónde fueron? —preguntó.

—Ya sabes. Me mandas seguir y después me preguntas —le dije.

—Mandé al pendejo de Benito y los perdió cuando salieron de la iglesia. ¿Qué recado les pasó la vieja enrrebozada?

Me reí.

—Dijo que iba a sacarnos el demonio, nos bañó con agua bendita.

—Y les dio un recado de Medina.

—No, qué recado de Medina ni qué nada.

—Dice Benito que habló de un establo.

—No la oí.

—¿Y tampoco oíste lo de las ánimas del purgatorio?

—Eso sí. Las llamó en una oración.

—¿Qué decía la oración?

—No me acuerdo, Andrés. Creí que estaba loca. Llegó a echarnos de la casa de la virgen y no sé qué más pendejadas.

—Pues acuérdate.

—No me acuerdo. ¿Ya me puedo ir? ¿Quién nos va a seguir hoy en la tarde?

—Hoy en la tarde tú te vas a quedar en esta cama, con tu marido. Porque como espía eres una pendeja y como novia te está gustando el papel.

Me quité los zapatos. Subí los pies a la cama y enrosqué el cuerpo metiendo la cabeza entre las piernas. Suspiré.

—¿Para qué quieres que me quede? ¿Para que me hagas el favor? Hace meses que no sé de ti.

—Te cae bien la distancia. Estás guapísima.

—¿Y Conchita? —le pregunté.

—No hagas preguntas de mal gusto, Catalina —contestó.

—Son de cortesía. Me interesa saber cómo están de salud las mujeres con que te acuestas.

—Qué vulgar te has vuelto —dijo.

—¿Desde cuándo nos vamos a volver finos? Esa ha de ser una maña que te pasó la sobrina de José Ibarra. Ellos siempre tan distinguidos. ¿La sigues teniendo en el rancho de Martínez de la Torre? Ya sé que le puso cortinas de terciopelo y muebles Luis XV para no sentirse perdida entre tanto indio. ¿Y qué hace cuando no estás ahí? ¿No se aburre? Seguro borda petit poa. Pobrecita. Ha de andar con sombrero de velito en la cara paseando entre peones y toros.

—Tuvo una hija.

—¿La vas a traer?

—Ella no quiere.

—Tampoco las otras querían.

—Pero las otras no eran buenas madres y ésta sí. Quiere a la niña y me pidió que se la dejara para no estar tan sola.

—Por mí, mejor que no te pongas generoso. En mis rumbos ya sobran niños, no digamos adolescentes.

—No te quejes. Ya se va mi Lilia.

—¿Tu Lilia? Ahora vienes a llamarla dulcemente mi Lilia. Se la han pasado gritándose desde que los conozco. Me quiere más a mí que soy su madrastra.

—No se pelea contigo, eso no quiere decir que te quiera —me dijo.

—Algo querrá decir. Me la trajiste cuando tenía diez años. Va a cumplir dieciséis.

—¿Es tu hechura?

—Yo no hago a nadie. Yo los alimento y los oigo, lo demás es cosa suya. Aquí cada quien crece como puede: tus hijos, nuestros hijos, ¿a poco crees que yo educo a Checo?

—Lo mal educas, pero no te pongas filósofa, quítate el suéter, acuéstate aquí junto —dijo y me jaló hacia él. Te enflacó la cintura, ¿qué hiciste?

—El amor —le contesté.

—Majadera, no creas que me provocas. Sé que eres más fiel que una yegua fina. Ven para acá, te he tenido abandonada, ¿desde septiembre?

—No me acuerdo.

—Antes contabas los días.

Bostecé y estiré las piernas, me acomodé junto a él. Tenía yo puestos unos pantalones de pana y lo dejé acariciarlos.

—Es increíble lo bien que sigues estando. Con razón traes a Carlos hecho un pendejo.

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