—Prefiero del otro lado si el general no se ofende —dijo mirando a Suárez.
—El hijo de mi general Vives no ofende nunca —dijo Suárez. Menos si elige sentarse junto a una bella dama en vez de junto a un envejecido ex presidente.
—Ya siéntate y deja de interrumpir —dijo Andrés.
—Perdón Chinti, ahora mismo me disciplino.
—¿Cómo le dijiste? —pregunté riendo.
—No le digas, después quién la aguanta.
—Claro que no le digo, general. Además su señora y yo no nos hablamos. Ayer me dejó a media calle con la palabra en la boca.
—La molestaste —dijo Andrés y es muy sentida.
—¿Por qué no acaban de comer? —pedí y le pregunté a Suárez:
—¿Le sirvo más frijoles o pasamos al postre? Aunque si vamos a esperar a Vives falta un rato para el postre.
—Por mí podemos pasar directamente al postre —dijo Vives. Prefiero ahorrarme el mole.
—Qué amigos tienes Andrés, este músico no sólo es metiche sino melindroso.
—¿Qué le voy a hacer? Es el hijo del único cabrón que me ha merecido respeto. No puedo mandarlo matar porque desaira tu comida.
—Por mí que se muera de hambre —dije. ¿A usted general qué le damos?
—Yo quiero pay de manzana y queso de cabra —dijo Carlos. Hace años que no como queso de cabra.
—Pobre de ti —dijo Andrés. Se nos olvida que vuelves del autoexilio.
—Hay casos peores, hay quienes no pueden volver del exilio —dijo Suárez.
—Lo dice usted por el presidente Jiménez.
—¿Por quién más? —preguntó Suárez. —Yo creo que Jiménez ya no tarda en volver —dijo Andrés. Hasta creo que hace falta un cabrón con sus huevos.
—Porque los tiene bien puestos es que va a volver para encerrarse en su casa y callarse la boca —dijo Carlos mientras untaba queso en un pan.
—¿Te parece? —le preguntó Andrés con un respeto que no era común en su tono al hablar de política, menos con neófitos.
—Te lo aseguro Chinti —dijo Carlos. Confía en mi instinto. Y se puso a tararear La barca de Guaymas entre mordidas de queso y pay, cosa que a Andrés le produjo un ataque de risa.
—Salud Vives, por haberte encontrado —dijo. Salud general Suárez, ésta es su casa.
En la puerta apareció un señor diminuto y jorobado cargando una libreta enorme y un montón de papeles.
—Con su permiso general —dijo Andrés haciéndolo pasar.
—Lo estábamos esperando —contestó. Venga para acá. Párese aquí. No, mejor allá entre la señora y el señor —dijo señalándonos a mi y a Vives. Lea por favor.
El hombre se colocó entre nosotros, abrió la libreta y se puso a leer: “Con fecha primero de marzo de 1941 la propiedad fulana…” Total: Andrés me compraba el Sanborns de los azulejos.
—Nada más firme aquí señora —dijo el hombrecito y me extendió una pluma. Andrés nos miraba divertido.
—¿Cómo lo hiciste para que vendieran esa case? —preguntó Carlos.
—Se la vendieron a mi señora. Ella es la que compra.
—Tu señora por sí sola no podría comprarse un chicle —dijo.
—Todo lo mío es suyo —contestó Andrés.
—Entonces debe estar millonaria.
—Nada que no se merezca. Fírmale Catín y haz con tu Sanborns lo que quieras.
—Yo no vuelvo a tomar ahí ni un café —dijo Carlos.
—No seas rencoroso, Vives. A ti qué más te da quién es el dueño. Es un lugar agradable.
—Lo era. Ahora está comprado con un dinero que quién sabe.
—No vas a venir tú a decirme lo que opinas de mi dinero. ¿De dónde crees que sacaron los ingleses el dinero para pagar tu beca? ¿Me vas a decir que era dinero muy limpio? Todo el dinero es igual. Yo lo agarro de donde me lo encuentro porque, si no lo agarro yo, se lo agarra otro güey; si esa casa yo no se la regalo a Catalina se la regala Espinosa a Olguita, o Peñafiel a Lourdes. Tenía cinco hipotecas, la dueña estaba perdida de todos modos, de que la agarre yo a que la agarre el banco, pues mejor la agarro yo y hago feliz a mi señora, que hasta antes de que tú metieras tu cuchara tenía la cara más resplandeciente que le he visto en los últimos diez años. Eres un aguafiestas.
Me sorprendió Andrés dando explicaciones, tolerando que se dudara de su honradez, hasta aceptando que su dinero no era limpio. ¿Por qué no le gritaba a Carlos? Quién sabe. Nunca entendí bien lo que pasaba entre ellos.
—Ándele pues señora, firme —dijo Vives.
Yo tomé la pluma y puse mi nombre como lo ponía siempre desde que me casé con Andrés.
—Ya tiene usted su capricho —dijo Carlos. ¿Ahora qué? ¿Se va a ir a dormir bajo la talavera?
¿Se va a sentir dueña? Le advierto que en esta ciudad hay pocos que no se sientan dueños de esa casa. Usted puede tener los papeles, pero mientras cualquiera pueda entrar ahí y sentarse a tomar café, la casa de los azulejos es de todo el mundo.
—Me gusta que sea así —dije.
—Claro, para ser benefactora, para que la quieran y la miren. ¡Cómo quiere que la quieran esta mujer! —dijo.
Claro que yo quería que me quisieran. Toda la vida me la he pasado queriendo que me quieran. La noche del concierto como ninguna.
Bellas Artes estaba lleno cuando llegamos. Rodolfo y Chofi entraron adelante, dirían las notas del periódico que acompañados por nosotros. Subimos hasta el palco presidencial. Justo en medio del teatro. Toda la gente miraba hacia ahí.
En los palcos vecinos estaban los secretarios de Estado con sus familias. Abajo había invitados especiales y gente de esa que cuando uno mira de lejos no sé por qué imagina feliz.
Abajo estaba el lugar en que yo me senté la primera vez que vi a Carlos. Abajo él estaría cerca, hubiera podido mirarme.
La orquesta afinaba haciendo ruidos. Los músicos usaban trajes negros, tenían los zapatos limpios y los cabellos engomados, estaban distintos a como los vi en las tardes de ensayos con sus blusas de todos colores, los pelos alborotados, los zapatos viejos y los pantalones lustrosos. Acicalados parecían de mentiras, se veían todos iguales cuando eran tan distintos entre sí como sus intrumentos. Por fin apareció Carlos, con su saco de colas y su corbata de moño, con su varita en la mano y la cabeza recién peinada. La gente aplaudió mientras él caminaba hasta el podio. Cuando estuvo arriba volteó y nos hizo una caravana.
—Qué payaso es este Vives —dijo Andrés.
Yo me emocioné. Nos sentamos, y Carlos ordenó la música con los brazos.
Cuando terminó la primera parte el teatro se puso a aplaudirle como si fuera Dios. Yo me quedé quieta mirando hacia abajo.
—¿Qué te pasa Catin? ¿No te gustó? —dijo Andrés. ¿Por qué tienes cara de que vas a parir?
—Sí me gustó —dije parándome como todos. Es bueno este Vives.
—¿Cómo sabes que es bueno? Yo no tengo la menor idea. Es la primera vez que venimos a esto. A raí se me hace demasiado teatral. Las bandas de los pueblos son más frescas y dan menos sueño.
Salimos del palco a tomar una copa y a conversar. Chofi estaba orgullosa con el descubrimiento de su marido.
—Es un genio —decía frente a las esposas de los ministros que la rodeaban como pollitos a su gallina. Se había puesto una de esas horribles estolas de pieles que terminan en cabecitas de zorro. Como si no tuviera los hombros anchos, los brazos regordetes y los pechos saltones. Las cabecitas de zorro se agitaban como borlas sobre sus pezones mientras ella elogiaba a Vives.
Tanta llegó a ser su euforia que se acaloró. Entonces sacó un abanico y empezó a echarse aire encima de las pieles. Todo menos quitárselas. Las demás mujeres asentían y aumentaban los elogios.
—Es guapísimo —dijo la esposa del secretario de Gobernación.
—Eso es algo fundamental en lo que me parece que estamos de acuerdo —contestó la del secretario de Hacienda soltando una carcajada. Ya lo de la música es una cualidad que hasta podría faltarle.
Todas se rieron con ella.
—Pero también es un gran músico —dijo poniendo los ojos en blanco la mujer del secretario de Relaciones Exteriores que era una hija de porfiristas nunca venidos a menos y que nos veía a todas como a unas recién llegadas al asunto de la cultura internacional. Ella que tuvo un padre embajador y «vivió en Francia toda la infancia».
—Sí, un gran músico —dijo Chofi abrazando sus zorritos.
Por suerte los intermedios terminan. No sé cómo hacían los ministros de Rodolfo para casarse con puras pendejas.
La segunda parte del concierto era una cosa triste triste y larga larga que siempre parece que ya se va a acabar y cuando uno cree que llegó el final vuelve como una maldición. Esa era la música que me había hecho subir los escalones buscándola, que se me había quedado pegada a las orejas, y que no podía tararear porque me daba miedo.
Los primeros veinte minutos vi a Andrés hacer esfuerzos para no quedarse dormido, después se puso a platicar con Fito.
Yo estaba mirando a Carlos. Le miraba la espalda y los brazos yendo y viniendo. Le miraba las piernas. Lo miraba como si él fuera la música, como si no fuera el mismo tipo capaz de conversar, burlarse de él y bromear con Andrés durante una comida. Era otro, puesto todo en algo que no tenía nada que ver con nosotros, que le venía de otra parte y lo llevaba a quién sabe dónde.
—A este señor Mahler le hacía falta coger —dijo Andrés cerca de mi cuello.
Varias veces hubo quienes intentaron aplaudir creyendo que un estruendoso tamborazo había sido el último, pero la música volvía a empezar, bajando hasta hacerse inaudible, hasta que quedaba sólo un silbido al que después se unía un violín, luego un chelo y después todos hasta ensordecernos. Por eso cuando el final llegó de veras, sólo yo que lo había oído muchas veces supe que sí era el final y empecé a aplaudir sola.
Interrumpí la conversación de Fito con Andrés y las cabeceadas de Chofi. Se pararon a aplaudir y con ellos todo el teatro.
Carlos que había soltado los brazos y estaba quieto frente a su orquesta volteó por fin y pude ver su cara con el mechón de pelos caídos hasta los ojos. Hizo una caravana, se bajó del podio y desapareció.
—¿Quién acompaña a quién a tomar un helado? —quise que llegara a decirme mientras los aplausos seguían. Cuando apareció no fue al podio, con los brazos señaló a la orquesta y otra vez agachó la cabeza hasta las rodillas.
Tienen razón las muy pendejas, pensé, es guapísimo. Y eso que ellas no lo han oído hablar, no han caminado con él por Madero ni han querido insultarlo a media calle.
Seguí aplaudiendo, como todos, como Andrés que gritaba como si fuera 15 de septiembre.
—Algo bueno tenía que salir del general Vives. Este muchacho tiene aptitudes políticas, nadie sin aptitudes políticas puede sacar tantos aplausos de un teatro. Míralo nada más, parece que ha hecho el discurso de su vida. Esto ni en tu toma de posesión —le decía a Fito entre carcajadas.
—Vives, Vives, Vives —gritaba la gente mientras los de la orquesta sentados aplaudían o pegaban en los atriles con el arco de sus instrumentos.
Por la puerta lateral regresó Vives muy peinado.
Otra vez los aplausos crecieron al verlo aparecer. Subió al podio, alzó los brazos para levantar a sus músicos, se volvió hacia nosotros y volvió a inclinar la cabeza hasta casi tocar el suelo.
—Tiene que ser buen político —decía Andrés, es un excelente actor, un teatrero. Lástima que eso de la caravana no se usa entre nosotros, pero tendría buen efecto. ¿Por qué no lo impones Gordo? —le dijo a Fito. Nada más mira a nuestras mujeres, están enloquecidas. Yo voy a ensayar lo de la caravana si tú me prometes concederles el voto a las señoras. La Cámara tiene un proyecto de ley que nunca le aprobó a Aguirre. Te aseguro que ellas votando y yo caravaneando llego a Presidente y ni quien diga que es de mal gusto que sea yo tu compadre. A Vives lo nombro presidente del partido al día siguiente de mi designación y ándale, a recorrer el país con todo y orquesta. ¿Cómo la ves Catín?
Era la quinta vez que Vives desaparecía y volvía a aparecer, que la orquesta se sentaba y se paraba, pero nadie había dejado de aplaudir. Menos que nadie las mujeres. Todas las que estaban en los palcos de alrededor, las feligreses de Chofi, le aplaudían como si se las hubiera cogido.
—Ya vámonos —le dije a Andrés. En la cena lo felicitamos pero esto ya es un exceso, ni que fuera qué.
—Eso digo yo, ni que fuera torero. Parece que se hubiera jugado la vida —dijo Andrés.
—No se vayan —pidió Rodolfo que era incapaz de ordenar. Yo no puedo hacer la grosería.
—Pero nosotros no somos tú —le dije.
—Pero son su gente —dijo Chofi que se tomaba muy en serio el compadrazgo.
Mientras, Vives regresó a escena casi corriendo, subió al podio y con la cabeza y los brazos al mismo tiempo echó a sonar su orquesta casi sobre los aplausos. Como si les hubiera dicho «todos, otra vez, desde la 24». Sólo que la música era algo que se podía tararear, como si la hubiera pedido mi papá. Ya no sé cuántas mañanas lo oí levantarse tarareando eso, a veces se paraba en la puerta de nuestro cuarto y lo chiflaba durante un rato hasta que nosotros empezábamos a sacar las cabezas de bajo las sábanas y a maldecir al sol y al padre madrugador que nos había tocado.
Cómo no estaba mi papá para contarle, cómo no estaba para lamentar con él las equivocaciones de la vida, para ir a preguntarle qué hacer con el deseo fuera de sitio que me estaba creciendo.
Toda la orquesta era mi papá silbando en las mañanas, y yo como siempre que él estaba sin estar, que algo me traía la certidumbre de que sus palabras y su abrazo se habían muerto y no serían jamás otra cosa que un recuerdo, nada mejor que la terquedad de mi nostalgia, me puse a llorar hipeando y moqueando hasta hacer casi tanto ruido como la orquesta.
Dejé la butaca y me senté en el suelo para que nadie viera mi escándalo. Andrés, que nunca supo qué hacer en esos casos, me puso la mano sobre la cabeza y me acarició como si fuera yo un gato. Resultado: cuando la orquesta terminó de tocar yo tenía la cara sucia, los ojos hinchados y la melena revuelta.
—Ya mija —dijo Andrés. En mala hora le conté a Vives que tú no sabías de música nada más que eso que tu padre cantaba todo el tiempo.
La gente se había levantado de golpe y aplaudía, gritaba, aplaudía, gritaba esta vez de veras como en los toros. Yo seguía en el suelo. A través del barandal de bronce del palco vi la risa de Carlos que levantaba la cabeza tras su última caravana. Así se reía mi papá algunas veces. Dejé de llorar.