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Authors: Ángeles Mastretta

Tags: #Histórico, Drama

Arráncame la vida (20 page)

BOOK: Arráncame la vida
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—¿Qué hago, Andrea? —le pregunté.

—Por lo pronto, gimnasia dijo, y me dio un beso.

Capítulo 18

Ese dos de noviembre caía en miércoles y Andrés decidió que pasáramos el puente de muertos en la casa de Puebla. Dijo que invitaría unos amigos, que organizara yo todo. Me puse furiosa sólo de pensar en esos días atendiendo a los invitados de Andrés y lejos de Carlos. Si por lo menos invitan gente grata, pero invitaría al subsecretario de Ingresos con la mensa de su mujer, siempre vestida como para que la retrataran para el Maruca, al secretario de Agricultura que no sabía ni hablar porque era lelo, y al político de última moda. Porque los políticos se ponían de moda y Andrés en cuanto uno andaba famoso lo invitaba a pasar el fin de semana con nosotros. Lo volvía el rey de la casa, el centro de las conversaciones, lo dejaba ganar en el frontón y me hacía complacer a su señora en todo lo que pidiera.

Conocía yo las vacaciones con quince invitados y tres comidas diarias, más aperitivos, galletas y café a todas horas. Me la pasaría visitando la cocina y el mal humor de Matilde.

Anduve maldiciendo todo el jueves. Andrés me avisó que saldríamos el viernes 28 al mediodía, para volver el miércoles dos en la tarde.

—¿No se le caerá el país a Fito si te vas tanto tiempo? ¿Qué hará sin su compadre asesor? —le pregunté pensando que a mí el mundo se me haría insoportable y aburridísimo sin Carlos.

Estuve con él la tarde del miércoles caminando por el zócalo y la avenida Juárez.

Cenamos en El Palace, viendo la plaza. Yo comí angulas y él ostiones, yo un pastel con helado y él un café express.

—Tengo un cuarto aquí abajo —me dijo.

—Puedo quedarme hasta la una —contesté y nos fuimos corriendo del restorán a un cuarto con un balcón que daba a la plaza y que abrí para sentir el frío, ver el Palacio y la Catedral.

—Siempre tenemos que coger a escondidas —dije.

—¿Para qué te casaste a los dieciséis años con un general que es compadre del Presidente?

—Yo qué sé para qué hacía las cosas a los dieciséis años. Tengo treinta, quiero mandarme, quiero vivir contigo, quiero que la bola de viejas que se vienen mientras te miran dirigir sepan que la que se viene de a de veras soy yo. Quiero que me lleves a Nueva York y que me presentes a tus amigos. Quiero que me saques del ropero y decirle todo al general Ascencio.

—Pero por lo pronto quieres que demos una cogidita, ¿no?

—Si —dije, y se me olvidó el alegato.

Cuando nos despedimos lo volví a recordar, casi me gustó tener que decirle que me iría cuatro días al encierro de Puebla, sin él, con mi marido, con mis hijos y mis sirvientas, a mi casa, mezcla de guarida y convento, llena de corredores y macetas, recovecos y fuentes.

—Qué pena —dijo muy calmado.

—No te importa, claro que ni te importa —le grité. Total te quedas muy cogidito y me mandas con el otro. Maricón —dije cerrando la puerta del coche y ordenándole a Juan que arrancara.

Pasé furiosa toda la mañana del viernes. Lilia me lo notó desde temprano.

—¿No quieres ir? Antes te gustaba regresar —dijo. Es bonito Puebla.

—¿Vas a decirme qué te está pareciendo el novio que te inventó tu papá? —le pregunté.

—Es buena gente —contestó.

Tenía 16 años, unos pechos perfectos, unas piernas largas y duras, los ojos vivísimos y la risa llena de certidumbre.

—Es un cabrón bien hecho. Enchinchó siete años a Georgina Letona y ahora la deja para noviar contigo, que eres muy linda y muy fresca, y casualmente la hija de Andrés Ascencio. ¿No te das cuenta de que eres un negocio?

—Qué complicaciones haces, mamá. Estás así porque no quieres dejar a Carlos cuatro días.

—A mí qué me importa Carlos —dije.

—Se nota que nada.

—¿Vienes a montar? —me contestó riéndose.

—No puedo. No he organizado lo de las comidas ni sé cuántos vamos a ser.

—Cómo te complicas —dijo. Y se fue haciendo ruido con las botas.

Quince años antes, yo era como Lilia. ¿En qué momento empezó a ser primero la comida de los otros que mis ganas de correr a caballo?

Llamé a Puebla para hablar con Matilde la cocinera. Le pedí que hiciera Lomo en chile pasilla para la noche.

—¿No será muy pesado para la noche, señora? —contestó en el tonito con que le gustaba corregirme. Casi siempre acababa dándole la razón y quitándome de problemas, pero esa mañana me empeñé en el lomo.

—¿No será mejor un pollo con hierbitas de olor? Ese le gusta mucho al general.

—Haga el lomo, Matilde.

—Lo que usted diga, señora —contestó.

Estaba medio enamorada de Andrés. Tenía mi edad y un hijo viviendo con su mamá en San Pedro.?e veía vieja. Le faltaban dos dientes y nunca se puso a dieta ni fue a la gimnasia ni se compró cremas caras. Parecía veinte años más vieja que yo. No me quería nada y tenía razón. Me quedé pensando en que tendría que lidiarla todo el puente.

Seguía yo sentada junto a la mesita del teléfono, mirándome la punta de los mocasines, cuando entró Carlos al hall con una maleta en la mano.

—¿La salida es a las doce? —preguntó.

No le contesté. Corrí a quitarme las anchoas que tenia en el copete. Me puse unos pantalones, perfume y rojo en los labios. Volví a la sala pero él ya no estaba ahí.

—Se fueron al bar del salón de juegos —explicó Lucina.

—¿Ya estás lista? —le pregunté. ¿Y los niños?

—Todos.

El salón de juegos quedaba al fondo del jardín. Todas nuestras casas eran enormes, hubiera sido bueno recorrerlas en coche. Crucé el jardín y entré al salón, Andrés y Carlos jugaban billar.

—A ver a qué horas, señora —dijo Andrés. Te doy hasta la una.

—Yo ya estoy. Lili no ha vuelto de montar. ¿A quién más invitaste?

—Nada más al diputado Puente con su señora. Quiero ver gente de allá y descansar —dijo Andrés apuntándole a la bola. Tiró y falló. Qué mal estoy jugando. ¿Qué haces ahí panda? Arrea a tus hijos. Vamos a necesitar tres coches, que vengan Juan y Benito. ¿Quién más está?

—Yo puedo manejar mi coche —dijo Carlos.

—Perfecto —contestó Andrés. Tú, Catalina, vete con él, llévense a Lilia, a los niños y a la nana. Yo no quiero saber de pláticas domésticas. A Carlos le caen bien porque es un hombre libre. Las otras niñas y Octavio que se vayan con Benito. Pero que nadie salga después de las dos. Todos al mismo tiempo. Nos vamos siguiendo. Vigila que Lilia no lleve nada más trajes de baño y pantalones, que lleve algo de vestir porque la van a invitar los Alatriste una noche.

—¿Ya organizaste? —le pregunté.

—Si, ya organicé. Y no me lo preguntes en ese tono. Es mi hija y yo veo por su futuro. Tú no te metas.

—Cuando te conviene es tu hija, cuando no te conviene es nuestra hija. A los diez años me la entregaste con un discurso sobre la necesidad de que yo fuera como su madre. Ahora ya nada más es hija tuya.

—Porque ahora necesita alguien que le asegure el futuro, no quien le limpie los mocos y la ayude con las tareas.

—No voy a dejar que la cases a la fuerza —dije.

—No te preocupes, se va a casar por su gusto.

—¿Por qué no comprometes a una de las dos grandes?

—Porque dio la casualidad que ésta es más bonita.

—Ni que Emilito fuera una belleza. Perfectamente se puede casar con Marta.

—Porque a ella la quieres menos.

—Pues sí, la quiero menos y es más grande. Lili es una pobre niña boba.

—Tiene la misma edad que tenías tú cuando nos casamos.

—Pero el hijo de Alatriste es un pendejo. Tú serás lo que sea pero no porque tu papá te ordenó la vida.

—Mi papá qué vida me iba a ordenar, si no lo conocí. Mi pobre madre se las tuvo que ver negras, no me hagas volver sobre esa historia. Qué bueno que Milito tenga asegurado el futuro, mejor para mi Lili. ¿Vas a tirar alguna vez, Vives?

—Estoy esperando a que acaben de discutir.

—No esperes, cabrón, tira. Yo estoy discutiendo porque estoy esperando a que tires, si no ni pierdo el tiempo con esta señora que se la pasa terqueando. Debió ser abogado. «Gotita de miel» le decía su papá. ¿Tú crees, hermano? No sabía quién era su hija el pobre don Marcos.

—Menos quién era su yerno —dije.

—Ya tiré avisó Carlos.

Le cerré un ojo mientras Andrés se concentraba en ponerle tiza al taco. Después me fui.

Salimos a las cinco. Andrés estaba rojo dizque del coraje, pero era del brandy. Todavía pasamos por el diputado Puente. Un coche detrás del otro. Primero el de Carlos, con nosotros, después el que manejaba Benito y llevaba a Lucina y las niñas grandes con dos amigos, al último el de Andrés que manejaba Juan.

Fue un viaje grato. Verania y Checo primero cantaron las canciones del colegio, después se pelearon por un libro de cuentos y por fin se durmieron. Lilia iba atrás con ellos. Nos platicó un rato.

—Le escribí a Loli —dijo.

—¿Quién es ésa?

—¿No sabes? La que da consejos en la revista Maraca.

—¿Y qué le preguntaste?

—Ya sabes.

—¿Y qué te dijo?

—¿Te leo? Me puse Carmina de Puebla. Así dice la respuesta: «Una simple simpatía puede llevarla al amor, todo se reduce a que usted encuentre en él aquellas cualidades de que usted, en sus sueños, ha adornado a su príncipe azul. Pero si hay discrepancia entre el sueño y la realidad, cosa muy común, no llegará el amor. Puede usted estar segura.»

—¿Tú tienes simpatía por Milito? —le preguntó Carlos.

—Algo —dijo ella.

—Pero no tiene nada que ver con el príncipe de tus sueños —dije.

—Poco —dijo ella.

—Entonces no va a llegar el amor —sentencié. Lo que tienes que hacer es mandarlo a la chingada mañana mismo. Suavecito, sin groserías, pero derechito a la chingada. Le dices que no sabes bien, que tu mamá dice que estás muy chica, que quieres conocer otros muchachos, que mejor nada más sean amigos por ahora.

—¿Y qué le digo a mi pa? —preguntó.

—Yo me encargo de tu pa —dije.

—¿Me lo prometes? El dice que es lo que más me conviene. No vas a poder.

—¿Qué sabe tu papá lo que más te conviene? Eso es lo que más le conviene a él. Así amarra sus negocios con don Emilio.

—Conste que tú le dices, ma —dijo de últimas y al rato se durmió también.

La tarde era clara y los volcanes se veían cercanos y enormes. En Río Frío, Andrés nos rebasó ordenando que nos detuviéramos. Nos estacionamos frene a la tiendacantina del pueblo. Empezaba a oscurecer, los árboles parecían fantasmas detrás de nosotros. Los niños se bajaron haciendo mido.

—El que quiera refresco que lo pida, el que quiera mear que mee. No desaprovechen la oportunidad porque no vamos a parar hasta Puebla —dijo Andrés.

Llegamos como a las nueve. Carlos me hizo notar que la casa no se veía de lejos, estaba escondida y sin embargo desde la terraza uno podía ver la ciudad a punto de irse a dormir. La gente en Puebla se encerraba temprano, se metía en sus casas de puertas grandes y no andaba en la calle dando vueltas después de las ocho.

Andrés llevó a los invitados a sus cuartos mientras yo veía cómo estaba la cena.

—Nada más pon diez lugares —le dije a Lucina. Metí el dedo en la cazuela del lomo.

Cenamos en veinte minutos. Me mandas tortillas calientes en cuanto las vayas teniendo.

Subí a ver qué cuarto le había tocado a Carlos. Le pedí a Juan que cargara una maceta grande con un helecho y la pusiera dentro. Después me fui a cambiar. Tenía ropa nueva en el clóset de Puebla. Nunca hacía equipaje para ir de una casa a la otra.

Me puse uno de los vestidos de gobernadora. Uno rojo de tela pesada, ceñida en el pecho y con pliegues hasta el suelo.

—¿Me vas a dejar que te lo quite? —dijo Carlos acercándose a mí cuando entré a la sala.

Empecé a pensar cómo le haría para escaparme al tercer piso a media noche.

Andrés facilitó la cosa porque en cuanto acabamos de cenar se fue a dormir.

El diputado Puente y su señora no tenían sueño, las hijas y sus amigos tampoco, así que nos quedamos frente a la chimenea platicando.

Cuatro noches pasé en el cuarto de Carlos, escapándome cuando Andrés se dormía, pretextando el catarro de Checo y la conversada con Lili hasta muy tarde.

Andrés jugaba frontón todas las mañanas. Carlos perdía con él el primer partido, luego nadaba conmigo y las niños. El domingo fuimos a tomar una nieve al zócalo de Atlixco. Ahí me presentó a Medina, el líder de la CTM, muy amigo de Cordera.

—Usted va a perdonar, señora, aunque dice Carlos que es usted de confianza, pero Andrés Ascencio es un cabrón. Nos quiere chingar nada más para demostrarle a Álvaro que él todavía manda aquí. Los de la CROM cobran en la presidencia, son sus chantes. Desde hace mucho, ni crean que de ahora. Son la gente que él metió en La Guadalupe después de la huelga esa que terminó a punta de pistola.

—¿Cómo estuvo eso? —preguntó Carlos.

—No quisiera contar delante de la señora. Aunque aquí todo el mundo lo sabe.

—Yo no —dije. ¿Cómo fue?

Despacio, soltando las cosas de a poquito, Medina contó:

—La Guadalupe había estado en huelga un mes. Los trabajadores querían aumento de salario y plazas para los eventuales. Estaban confiados, era el sexenio del general Aguirre y como había huelgas por todas partes se les olvidó que en Puebla gobernaba Andrés Ascencio. Un mes estuvieron con sus banderas puestas. Hasta que llegó el gobernador.

—Échame a andar las máquinas —le dijo a uno que se negó. Entonces camínale —ordenó. Sacó la pistola y le dio un tiro. Tú échame las máquinas a caminar —le pidió a otro que también se negó. Camínale —dijo y volvió a disparar. ¿Van a seguir de necios? —les preguntó a los cien obreros que lo miraban en silencio. A ver tú —le dijo a un muchacho, ¿quieren morirse todos? No va a faltar quien los reemplace mañana mismo.

El muchacho echó a andar su máquina y con él los demás fueron acercándose a las suyas hasta que la fábrica volvió a rugir turno tras turno sin un centavo de aumento.

Lo mismo había hecho con la huelga de La Candelaria: veinte muertos. Las noticias hablaron de un herido accidental.

Medina tenía todas las historias por contar. Empecé queriendo escucharlas y terminé levantándome a corretear a los niños por el zócalo mientras él y Carlos hablaban. Cuando volvimos al quiosco calientes y chapeados, a pedir otra nieve, Medina se levantó, me dio la mano y las gracias anticipadas por mi silencio. No le dije que creía la mitad de sus histories, pero pensé que eso de Andrés matando personalmente obrero tras obrero era una exageración. Tampoco se lo dije a Carlos. Mejor hablé del campo y canté con los niños el corrido de Rosita Alvirez. Llegamos a Puebla tardísimo. Andrés ya había pedido la comida y se estaba sentando a presidir la mesa.

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