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Authors: Ángeles Mastretta

Tags: #Histórico, Drama

Arráncame la vida (29 page)

BOOK: Arráncame la vida
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—Compadre, no estás hablando con tu mujer. Sé perfectamente quiénes son las otras viudas y cuántos son los hijos que no han vivido con nosotros. Sé qué haciendas son para unos, qué casas para otros.

Sé qué negocios, qué dinero, hasta qué reloj y qué mancuernillas son para quién.

Se quedó callado, asintió con la cabeza y fue a pararse a un lado de la caja gris. Intentó una cara de pena pero le ganó el gesto de aburrimiento que llevaba a todas partes.

La gente llenó mi casa. A empujones llegaban hasta Rodolfo. Los hombres le daban abrazos acompañados de palmadas en la espalda, las mujeres apretaban su mano.

Yo estaba parada del otro lado de la caja, no quise sentarme. Pasé ahí toda la noche estrechando manos y recibiendo abrazos. No lloré. Hablé sin parar. Con cada gente hablé de él, recordé dónde se conocieron y cuándo había sido la última vez que nos vimos.

Como a las dos de la mañana Fito se fue a dormir. Lucina me llevó un té. Me senté un rato.

En la silla de junto, encontré a Checo. Me pareció tan niño.

—¿Cómo estás, mamá? —preguntó.

—Bien, mi vida, ¿y tú?

—Bien también —y no hablamos más.

Verania se había ido a dormir más temprano. A Marta el doctor tuvo que atenderla porque le dio un mareo.

—Veo que tu novio no vino a darte el pésame —me dijo Adriana cuando estuvimos juntas.

—No hables así —le ordené.

—No pretendas educarme ahorita. Es un poco tarde —me contestó. Además todo el mundo sabe lo de Alonso. Estoy segura de que medio velorio vino nada más a verlo entrar con cara de yo era amigo del difunto.

Tenía razón. Y odio. Qué bien puesto tenía el odio esa niña. Lilia, Marcela y Octavio me acompañaron hasta que amaneció.

Toda la noche duró el desfile de dolidos con los dolientes. Yo no me moví de mi lugar de viuda.

—Admiro su entereza, señora —me dijo Bermúdez, un hombre que hacía de maestro de ceremonias en los actos políticos cuando Andrés era gobernador.

—La felicito, doña Catalina —dijo la esposa del presidente municipal.

Hubo de todo. Creo que me divertí esa noche.

Era yo el centro de atención y eso me gustó. Al entrar todos me buscaban con los ojos, casi todos querían abrazarme y decir cosas, pero lo mejor fue lo que me dijo Josefita Rojas, que entró con los pasos apresurados y la cabeza erguida con que recorría las calles de la ciudad como si quisiera agotarla. Nunca se subía a un coche, a todas partes llegaba caminando. Vivía en el cerro de Loreto y desde ahí bajaba al centro, a Santiago o a donde la invitaran, dando esos pasos que todavía la mantienen viva. Josefita me abrazó fuerte, después me tomó de los hombros y me miró a los ojos.

—¡Vaya! —dijo. Me da gusto por ti. La viudez es el estado ideal de la mujer. Se pone al difunto en un altar, se honra su memoria cada vez que sea necesario y se dedica uno a hacer todo lo que no pudo hacer con él en vida. Te lo digo por experiencia, no hay mejor condición que la de viuda. Y a tu edad. Con que no cometas el error de prenderte a otro luego luego, te va a cambiar la vida para bien. Que no me oigan decírtelo, pero es la verdad y que me perdone el difunto.

Como a las seis de la mañana pensé que debía ir a cambiarme de ropa y de aspecto. Casi no había nadie en la sala a esas horas. Me acerqué a la caja abierta y vi la cara de Andrés muerto. Quise encontrar alguna dulzura en los rasgos de su cara, algún guiño de complicidad de esos que a veces me hacía, pero le vi el gesto tieso de cuando se enojaba, de cuando pasaba días sin hablarme porque algo lo andaba preocupando y ni el buenas noches podía interrumpir el enredo de su cabeza.

—Adiós, Andrés —le dije. Van a venir por ti para llevarte a Zacatlán. Te querías ir ahí a descansar, y Fito está empeñado en darte gusto. Ahora si lo que quieras, pídele lo que quieras. Anda listo para lo que se te ofrezca. Qué feo estás. Me chocas con esa cara. Siempre me has chocado con esa cara. Ve a ponérsela a otra, yo tengo demasiados líos como para cargar con tu cara de reproche. ¿No querrás que me suicide de pena? Ya oíste lo que dijo Josefita, voy a estar mejor que nunca sin ti. No quiero ir a tu entierro, seguro me van a subir en el mismo coche que Rodolfo y lo voy a tener que aguantar todo el camino hasta Zacatián. Y tú metido en tu caja, muy quitado de la pena mientras yo lo aguanto. ¿Así va a ser para siempre? ¿Cuándo me lo voy a quitar de encima? Justo encima más le vale no querer ponerse. Tú porque eras simpático y me agarraste niña. ¡Cómo me hacías reír, cómo me dabas miedo! Cuando ponías esta cara me dabas miedo. Esta cara pusiste cuando te insulté por matar a Lola. Que a mí que me importaba, dijiste. Así que me dejas todo para que yo lo reparta. Lo que quieres es joder, como siempre. ¿Quieres que vea lo difícil que resulta? ¿A quién le toca qué según tú? ¿Quieres que lo adivine, que siga pensando en ti durante todo el tiempo que dure el horror de ir dándole a cada quien lo suyo? Quieres ver si me quedo con todo. ¿Qué te crees tú? ¿Que no me vas a dejar en paz, que me vas a pesar toda la vida, que muerto y todo vas a seguir siendo el hombre al que más horas le dedico, que para siempre voy a pensar en tus hijos y tus mujeres? Eso querrías, que te siguiera yo cargando. ¿Qué le toca a quién, desde mi justicia? ¿Crees que les voy a dar el gusto de quedarme con todo? ¿Para que puedan ir diciendo que tenían razón, que siempre supieron que yo no era más que una ambiciosa? ¿O crees que me voy a quedar a media calle, pidiéndole a Fito una caridad? No, Andrés, los voy a llamar a todos a echar volados y a ver quién se gana esta casa tan fea, a ver a quién le tocan los ranchos de la sierra, a quién el Santa Julia y a quién La Mandarina, a quién los negocios con Heiss, a quién el alcohol clandestino, a quién la Plaza de Toros, a quién los cines y a quién las acciones del hipódromo, a quién la casa grande de México y a quién las chicas. Puros volados, Andrés, y el que ya esté metido en alguna parte pues ahí se queda, no voy a sacar a Olga del rancho en Veracruz, ni a Cande de la casa en Teziutlán. Ni loca voy a querer meterme en casa ajena. Yo quiero una casa menos grande que ésta, una casa en el mar, cerca de las olas, en la que mande yo, en la que nadie me pida, ni me ordene, ni me critique. Una casa en la que pueda darme el gusto de recordar cosas buenas. Tu risa de alguna tarde, nuestros juegos a caballo, el día en que estrenamos el Ford convertible y lo corrimos a toda velocidad camino a México por primera vez. En la noche me dijiste «deja que yo te quite la ropas y me la fuiste quitando despacio y yo quieta hasta que me quedé desnuda mirándote. Entonces siempre te miraba con agradecimiento. Empecé a temblar porque hacia frío y todavía me daba vergüenza estar desnuda a medio cuarto. Te chupaste un labio y caminaste hacia atrás: «qué bonita eres», dijiste como si me vieras por primera vez y no fuera tuya. No soporté seguir ahí parada, te dije «ya, Andrés, ya no me veas así», y corrí a meterme bajo las sábanas. Entonces te acercaste y me pusiste el dedo en el ombligo: «¿qué guardas en este agujerito?», preguntaste, y yo te dije «un secreto». Toda la noche buscamos el secreto, ¿te acuerdas? Tengo sueño, ganas de irme a mi cama toda para mí, sin tus piernas cruzándose a media noche en mi camino, sin tus ronquidos. Me iría a dormir, pero quiero ir a Zacatián. Detesto ese lugar tan mojado, tan lleno de recovecos, pero quiero ir a ver a la gente parada en las puertas de sus casas esperando que pasemos contigo muerto, por fin. Pondrán cara de pena tus empleados, los que siembran tus ranchos y cuidan tu ganado. Pero estarán felices, en la noche beberán licor de fruta y se reirán de nuestra suerte. Ahí va la viuda —dirán. Tan piruja. Apenas y le medio pagaba con la misma moneda. Viejo rabo verde, cabrón, ratero, asesino. Simpático —dirá alguno. Loco, murmurará doña Rafa, la amiga de tu mamá. Con sus ciento veinte años te verá pasar desde su mecedora de palo. Loco —dirá, yo siempre le dije a Herminia que ese niño le había salido medio loco. Atrabancado, contestaría tu madre, por atrabancado me gusta. También a mí me gustaste por atrabancado, ¿cómo fue que me gustaste si estás tan feo? Te hubiera imaginado así la tarde que nos conocimos y no me hubiera metido en tanto lío, no estaría yo aquí sola viendo salir el sol, con una flojera espantosa de ir a enterrarte. Pero ni modo. Ya me voy a vestir. ¿Qué me pondré? Velo de viuda, no. Tú a veces me dabas buenas ideas. ¿Te acuerdas cuando me compré el vestido de seda roja en esa tiendita de Nueva York? Yo no lo quería, tú lo escogiste y me gusta ponérmelo. Una viuda de rojo se vería mal. Pero con ese vestido aguantaría mucho más fácil todo el teatro que me falta. Rodolfo se portaría bien conmigo. Me acuerdo cuando me lo puse para El Grito el año pasado. Ya muy noche, después de varios brindis, con la banda presidencial cuatrapeada me jaló hasta el balcón y lo abrió, me hizo salir con él a la plaza que empezaba a quedarse varia. «Con ese vestido pareces una parte de la bandera, te traigo entre los ojos desde que llegaste, me costó trabajo no gritar después del Viva México, Viva la Independencia, Viva mi comadre que está tan guapa como la misma patria.» Se me echó encima, salí corriendo a buscarte. El fue atrás de mí: “le decía yo a tu mujer que está muy guapa. No te ofende, ¿verdad?”, dijo como si temiera que yo te contara. No sabía quién eras, no sabía que tú estarías de su lado, que de fantasiosa no me hubieras bajado si te cuento su ridículo. Ya es muy tarde, tengo poquito tiempo para cambiarme, ¿no voy a ir así de fea? Habrá fotógrafos, estará Martín Cienfuegos.

Me puse un vestido de jersey negro y abrigo de astracán. No encontré zapatos bajos. Tenia como noventa pares de zapatos y no pude encontrar unos negros cómodos. De negro sólo me vestía para ir a fiestas. Siquiera encontré unos cerrados porque con el abrigo y el frío sólo Chofi usaría sandalias. Me pinté poco: rímel en las pestañas y crema en los labios, chapas no. El pelo recogido en un chongo. Andrés hubiera dicho que era yo una viuda de buen ver.

Salimos a las nueve. Una caravana corno de cuarenta coches. Los íntimos, se dijo. Yo me quería ir con el Checo y con Juan mi chofer. Aproveché que Fito inventó cargar la caja junto con el gobernador, Martín Cienfuegos y un líder obrero para sacarla de la casa a la carroza.

—Vámonos tú y yo en el Packard —le dije a Checo. Llama a Juan.

Nos subimos al Packard y Juan lo acomodó atrás del coche de Fito, que estaba justo atrás de la carroza. Pensé que era mejor no tener que ir todo el camino viéndola.

Nos sentamos solos en el asiento de atrás. Estiré las piernas, le di un beso al niño. Estábamos muy a gusto cuando llegó el secretario particular de Rodolfo diciendo que decía el Presidente que yo me fuera con él en el otro coche.

—Dígale que gracias, que estoy bien aquí, que no quiero dejar solo al niño.

Se fue y regresó más contundente:

—Dice que se traiga usted al niño.

Iba a poner otro pretexto cuando apareció Fito. Su secretario le abrió la puerta y él se metió a nuestro coche como a su casa.

—Perdón, Catalina —dijo, no sabia que ya estabas instalada. Lo que no quiero es que vayas sola. Tú y yo debemos ir juntos tras la carroza. No tienes por qué ponerte detrás de mi coche, en este momento somos nada más su familia. Hoy no soy Presidente.

—Pues si te quitas ese chiste, ¿cuál te queda? —quise decir, pero sólo sonreí haciendo una mueca de pena, como de que agradecía las atenciones aunque la tristeza no me dejaba expresarlo en palabras.

Me corrí para que pudiera sentarse junto a nosotros. Ese coche era enorme, en el asiento de atrás cabían fácil cinco personas. Un vidrio se levantaba entre los de atrás y el chofer. Yo nunca lo cerré, me gustaba platicar con Juan y que me cantara canciones. Rodolfo lo primero que hizo fue intentar subirlo. Estaba duro por la falta de uso, su secretario pujó hasta que la palanca quiso dar vueltas y el vidrio fue subiendo. Me dio pena con Juan, él no estaba acostumbrado a esas groserías. Checo lo notó. Era buen amigo de Juan. Juan fue su papá y su mamá durante mucho tiempo. Dijo que quería irse adelante para ver. No lo consultó, abrió la puerta, se bajó y fue a sentarse junto a Juan en tres segundos. Desde ahí volteó a mirarme. Condenado muchacho, me dejó con Rodolfo y el secretario.

—Dígale a Regino que se quite de ahí y nos deje el sitio. Usted váyase con él —ordenó Fito, y nos quedamos solos. Yo me puse las manos en la cabeza, y la agaché suspirando. Me caía tan mal el señor Presidente.

Los coches empezaron a caminar despacio, como si nada más fuéramos al Panteón Francés.

—A esta velocidad no vamos a llegar ni en dos días —le dije a Rodolfo cuando por fin salimos de la ciudad. El volteó hacia atrás. No se veía el fin de la hilera de autos que nos seguían.

—Tienes razón —me contestó, y bajó el vidrio para ordenarle a Juan que llamara al chofer de la carroza en que iba Andrés a su último homenaje. Hubiera gozado con tanta gente. Después de hablar con Rodolfo, el que manejaba la carroza llevó a la comitiva a una velocidad menos fúnebre.

—¿Así te parece bien? —preguntó Fito acariciándome la mano enguantada.

Empezamos a cruzar por pueblos grises de tierra. Así son todos los pueblos del camino antes de subir a las montañas. Pueblos a los que difícilmente les crece algo verde. Son sólo tierra y campesinos terrosos. En algunos, el gobernador organizó contingentes del partido que se paraban con flores en la orilla de la carretera. Al encontrarlos nos deteníamos, los más importantes venían hasta el coche y nos daban la mano. Los demás ponían las flores en la carroza y luego se iban a parar cerca con el sombrero entre las manos.

Me entró un sueño espantoso. Por más que hacía para no cabecear, de repente los ojos se me cerraban.

—Ponte cómoda y duerme —dijo Fito.

Nada más de oír la sugerencia desperté. Pensar que pudiera verme perdida, hasta babeando mientras dormía. No quise imaginar la humillación. Preferí platicarle. De él, de Andrés, de los hijos, del país, de la guerra.

Nunca habíamos hablado tanto tiempo. Era menos tonto de lo que imaginé. Y menos aburrido. O quizá me lo pareció porque acabamos hablando de la sucesión y de lo que él pensaba sobre cada uno de los precandidatos. Logré sacarle que su elegido era Cienfuegos. Habló de él hasta que llegamos a Zacatlán, como a las cinco.

Las calles estaban llenas de mirones. «Todos los que me ven son ojos», decía un camión de carga que nos rebasó en la carretera. Y yo pensé tomarlo así. Ojetes, diría Andrés, ojetes todos los que me están mirando y me critican.

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