Clarita caminó hasta el trapo de cocina que colgaba de un gancho junto al fregadero y se limpió las manos.
—No sé cómo se van a casar. Donde estén igual de ignorantes en lo demás.
Acabamos como a las tres de la tarde con los delantales pringados de colorado. Teníamos mole hasta en las pestañas. El pavo se repartió en catorce y cada quién salió con un plato de muestra.
Cuando llegué a la casa, Andrés estaba esperándome con un hambre de perro callejero.
Enseñé el mole, le puse ajonjolí de adorno y nos sentamos a comerlo con tortillas y tragos de cerveza. No hablábamos. De repente a mitad de un bocado nos hacíamos un gesto y seguíamos comiendo. Cuando él dejó su plato tan limpio que se veían los dibujos azules de la talavera, dijo que dudaba mucho de que yo hubiera hecho ese guiso.
—Lo hicimos entre todas.
—Entre todas las Muñoz lo han de haber hecho —dijo.
Me dio un beso y volvió a la calle. Yo fui a buscar a Pepa y Mónica en los portales.
Cuando llegué ya estaban ahí. Mónica llorando porque Pepa le había asegurado que si alguien le daba un beso de lengua le hacía un hijo.
—Adrián ayer me dio uno de ésos cuando se distrajo mi mamá —decía entre sollozos.
Lo que hice fue llevarlas con la gitana del barrio de La Luz. A mí no me iban a creer nada.
Cuando les pregunté si sabían para qué servía el pito de los señores, Pepa dijo:
—¿No para hacer pipí?
Fuimos con la gitana y ella les explicó, las sobó con un huevo y las hizo morder unas ramitas de perejil. Después nos leyó la mano a las tres. A Pepa y Mónica les aseguró que serian felices, que tendrían seis hijos una y cuatro la otra, que el marido de Mónica iba a estar enfermo y que el de Pepa nunca sería tan inteligente como ella.
—Pero es rico —dijo Mónica.
—Riquísimo, niña, eso ni quien se lo quite. Cuando yo extendí la mano acarició el centro de mi palma y metió los ojos en ella:
—Ay, hija, qué cosas tan raras tienes tú aquí.
—Dígamelas —pedí.
—Otro día. Ahora ya es muy tarde, ya me cansé. ¿Venias a que instruyera yo a éstas? Pues ya está. Váyanse.
—Dígale —pidieron Pepa y Mónica mientras yo seguía extendiendo la mano que ella había soltado. Entonces se acercó, volvió a mirarla, volvió a sobarla.
—Ay muchacha es que tú tienes muchos hombres aquí —dijo. También tienes muchas penas. Ven otro día. Hoy debo estar viendo mal. Así me pasa a veces —soltó la mano y nos fuimos a comer una torta de Meche.
—A mí me gustaría tener una mano tan interesante como la tuya —dijo Pepa mientras caminábamos por la 3 Oriente rumbo a su casa.
En la noche, acostada junto a mi general, acaricié su panza.
Ahorita yo lo quiero —;pensé— quién sabe después. Me contestó con un ronquido.
Como a la semana invitamos a un amigo a probar los muéganos que hice con las Muñoz. Estábamos tomando el café cuando llegaron unos soldados con orden de aprehensión en contra de Andrés. Era por homicidio y la firmaba el gobernador.
Andrés la leyó sin hacer ningún escándalo. Yo me puse a llorar.
—¿Cómo que te llevan? ¿A dónde te llevan? ¿Tú no has matado a nadie?
—No te preocupes, hija, vuelvo en un rato —dijo, y le pidió a su amigo que me acompañara.
—Voy a pedir una explicación. Seguramente hay un error.
Me sobó la cabeza y se fue.
Cuando cerró la puerta volví a llorar. Que se lo llevaran era una humillación peor que una patada en la cara. ¿Cómo iba a ver a mis amigas? ¿Qué les iba a decir a mis papás? ¿Con quién me iba a acostar? ¿Quién iba a despertarme en las mañanas?
No se me ocurrió otra cosa que correr a la iglesia de Santiago. Me habían contado la llegada de una virgen nueva capaz de cualquier milagro. Me arrepentí de todas las misas a las que había faltado y de todos los viernes primeros con los que no había cumplido.
Santiago era una iglesia oscura, con santos en las paredes y un altar dorado y resplandeciente. Ahí, hasta arriba, estaba una virgen con su niño tocándole el corazón con una mano.
A las seis se rezaba el rosario. Me hinqué hasta adelante para que la virgen me viera mejor. Estaba llena la iglesia y temí que mi asunto se perdiera entre la gente. A las seis en punto el padre llegó frente al altar con su enorme rosario entre las manos. Era joven, tenía los ojos grandes, se le empezaba a caer el pelo. Su voz sonaba tan fuerte que se oía por toda la iglesia.
—Los misterios que vamos a considerar son los misterios gozosos. El primer misterio, La Anunciación. Padrenuestroqueestasenloscielos… —empezó.
Yo iba contestando los padres nuestros, las aves marías y las jaculatorias con un fervor que no tuve ni en el colegio. Por dentro decía: «Cuídamelo, virgencita; devuélvemelo, virgencita.»
Al terminar cada misterio, el órgano que estaba en el coro tocaba los primeros acordes de una canción que todos sabían, entonces el padre llevaba la voz, y la gente cantaba dirigida por él.
Después de la letanía aparecieron dos acólitos con incensarios, los llenaron y empezaron a moverlos de atrás para adelante en dirección a la virgen. Todo se fue llenando de un humo plateado.
—Nuestra Señora del Sagrado Corazón, rogad por nosotros, rogad por nosotros —cantaban todos. Por el pasillo del centro varias mujeres se arrastraban de rodillas hasta el altar, con los brazos en cruz. Dos lloraban.
Pensé que debería estar entre ellas, pero me dio vergüenza. Si tenía que llegar a eso para que saliera Andrés, seguro que no regresaría.
Mientras la gente imploraba una y otra vez el mismo Nuestra Señora del Sagrado Corazón, las mujeres se iban acercando al altar.
Arrecié mis súplicas. Hablé bajito mirando a la virgen tan tranquila, dueña de su corona y de nosotros que la mirábamos desde abajo.
Ella no nos veía, tenía los párpados bajos y ninguna edad, ninguna preocupación.
De repente el órgano dejó de sonar y el padre abriendo los brazos y haciendo una cruz con cada mano dijo:
—Acordaos, ¡Oh Nuestra Señora del Sagrado Corazón!, del inefable poder que vuestro divino Hijo os ha dado sobre su corazón adorable. Llenos de confianza en vuestros merecimientos venimos a implorar vuestra protección, ¡Oh tesorera celestial del Corazón de Jesús!… Ya no me acuerdo cómo seguía pero llegaba hasta un momento en que uno tenía que pedir el favor por el que iba.
Se oyó un enorme susurro. De todas partes salió el rumor de un montón de bocas. Yo también susurré:
—Que regrese Andrés, que no lo encierren, que no me deje sola.
—No, no podemos salir desairados —entraron todas las voces cuando entró la del padre.
Los brazos en cruz se extendieron por la iglesia.
La gente se iba acercando al altar y me aplastaban contra él. El órgano tocó el “Adiós, Oh Madre”. Todos cantábamos: «Los corazones laten por vos, una y mil veces adiós, adiós.» Cuando de atrás empezaron a llegar gritos:
—¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Cristo Rey!
Unos gendarmes entraron por el pasillo y a empujones se abrieron paso hasta el altar. Mareada por la gente y el incienso pude oír cuando uno de ellos le dijo al cura:
—Tiene usted que venir con nosotros. Ya sabe la razón, no haga escándalo.
El órgano siguió tocando.
—Me van a permitir que termine —dijo el padre. Voy a dar la bendición con el Santísimo y después los acompaño a donde quieran.
El tipo lo dejó levantarse del reclinatorio y caminar hasta el sagrario como si no tuviera miedo. Pensé que sería la confianza en su virgen. Abrió el sagrario y sacó la hostia grandísima entre dos cristales. Un acólito le acercó la custodia de oro y piedras rojas. El la abrió, colocó la hostia en medio y se volvió hacia nosotros. Todos nos persignamos, y el órgano siguió tocando hasta que el padre bajó los escalones y se metió en la sacristía. Fui tras él. Sólo pude llegar a la puerta pero lo vi quitarse la estola y ponerse un sombrero. Los soldados no lo tocaron, él los siguió. Con eso tuve para perderle la confianza a la Virgen del Sagrado Corazón.
Esa noche me metí en la cama temblando del miedo y del frío, pero no fui a casa de mis papás. Conversé un rato con Cherna nuestro amigo que había estado dando vueltas para investigar. Andrés estaba acusado de matar a un falsificador de títulos que se vendían a profesores del ejército. Se decía que lo había matado porque el de la idea de falsificar y el jefe de todo el negocio era él, y que cuando la Secretaría de Guerra y Marina descubrió los títulos apócrifos y dio con los dibujantes, Andrés tuvo miedo y se deshizo del que lo conocía mejor.
Chema dijo que eso era imposible, que mi marido no iba a andar matando así porque así, que no tenía negocios tan pendejos, que lo que sucedía era que el gobernador Pallares lo detestaba y quería acabar con él.
No entendí por qué lo detestaba si le había ganado. El poderoso era él, ¿para qué ensañarse con Andrés que ya bastante tenía con haber perdido?
Al día siguiente los periódicos publicaron su foto tras las rejas, yo no me atrevía a salir de la casa. Estaba segura de que en la clase de cocina nadie me hablaría, pero me tocaba llevar los ingredientes para el relleno de los chiles en nogada y no pude faltar. Llegué a las diez y media con cara de insomne y con duraznos, manzanas, plátanos, pasitas, almendras, granadas y jitomates en una canasta.
La cocina de las Muñoz era enorme. Cabíamos veinte mujeres sin tropezarnos. Cuando llegué ya estaban ahí las demás.
—Te estamos esperando —dijo Clarita.
—Es que…
—No hay pretextos que valgan. De las mujeres depende que se coma en el mundo y esto es un trabajo, no un juego. Ponte a picar toda esa fruta. A ver, niñas, ¿quién hace grupo aquí?
Sólo Mónica, Pepa y Lucia Maurer se acercaron. Las demás me veían desde atrás de la mesa. Hubiera querido que dijeran que Andrés era un asesino y que ellas no trataban con su mujer, pero en Puebla no eran así las cosas. Ninguna me dio la mano, pero ninguna me dijo lo que estaba pensando.
Mónica se paró junto a mi con su cuchillo y se puso a picar un plátano despacito mientras me preguntaba por qué se habían llevado al general y si yo sabia la verdad. Luci Maurer me puso la mano en el hombro y después comenzó a pelar las manzanas que sacaba de mi canasta. Pepa no podía dejar de morderse las uñas, entre mordida y mordida regañaba a Mónica por hacerme tantas preguntas y en cuanto logró que suspendiera su interrogatorio me dijo:
—¿Tuviste miedo en la noche?
—Un poco —le contesté sin dejar de picar duraznos.
Cuando salimos de casa de las Muñoz me quedé parada a media calle con mi plato de chiles adornados con perejil y granada. A mis amigas las recogieron a las dos en punto.
—No les hagas caso —dijo Mónica antes de subirse al coche en que la esperaba su madre.
Fui a la casa caminando. Abrí la puerta con la llave gigante que tenía siempre en la bolsa.
—¡Andrés! —grité. Nadie me contestó. Puse el plato de chiles en el suelo y seguí gritando:
¡Andrés! ¡Andrés! —nadie contestó. Me senté en cuclillas a llorar sobre la nogada.
Estaba de espaldas a la puerta, mirando entre lagrimones lo verdes que se habían puesto mis plantas del jardín, cuando el cerrojo tronó exactamente como lo hacía sonar Andrés.
—¿Así que estás llorando por tu charro? —dijo. Me levanté del suelo y fui a tocarlo. El sol de las tres de la tarde pegaba en los cristales y sobre el patio. Me quité los zapatos y empecé a desabrocharme los botones del vestido. Metí las manos bajo su camisa, lo jalé hasta el pasto del jardín. Ahí comprobé que no le habían cortado el pito. Luego me acordé de los chiles en nogada y salí corriendo por ellos. Nos los comimos a bocados rápidos y grandes.
—¿Por qué te llevaron y por qué te devolvieron? —pregunté.
—Por cabrones y por pendejos —dijo Andrés.
Al día siguiente salió en el periódico que el cura de Santiago tenía dos años de cárcel por organizar una manifestación contra la ley de cultos y que el general Andrés Ascencio había quedado libre y recibido las debidas disculpas tras probar su absoluta inocencia en el caso de la muerte de un falsificador de diplomas.
Ya no quise volver a la clase de cocina. Cuando Andrés me preguntó por qué ya no iba, terminé contándole las miradas y los modos que padecí. Me jaló hacia él, me dio una nalgada.
—Qué buena estás —dijo, espérate a que yo mande aquí.
Se me hizo larga la espera. Andrés pasó cuatro años entrando y saliendo sin ningún rigor, viéndome a veces como una carga, a veces como algo que se compra y se guarda en un cajón y a veces como el amor de su vida. Nunca sabía yo en qué iba a amanecer; si me querría con él montando a caballo, si me llevaría a los toros el domingo o si durante semanas no pararía en la casa.
Estaba poseído por una pasión que no tenía nada que ver conmigo, por unas ganas de cosas que yo no entendía. Era una escuincla. De repente me entraba tristeza y de repente júbilo por las mismas causas. Empecé a volverme una mujer que va de las penas a las carcajadas sin ningún trámite, que siempre está esperando que algo le pase, lo que sea, menos las mañanas iguales. Odiaba la paz, me daba miedo.
Muchas veces la tristeza se me juntaba con la sangre del mes. Y ni para contárselo al general porque esas cosas no les importan a los hombres. No me daba vergüenza la sangre, no como a mi mamá que nunca hablaba de eso y que me enseñó a lavar los trapos rojos cuando nadie pudiera verme.
A la sangre las poblanas le decían Pepe Flores.
—¡Qué ganas de tener un Pepe Flores o lo que sea —decía yo— con tal de que les llene el aburrimiento! Cuando me entraba la tristeza pensaba en Pepe Flores, en cómo hubiera querido que fuera el mío, en cuánto me gustaría irme con él al mar los cinco días que cada mes dedicaba a visitarme.
La casa de la 9 Norte tenía un fresno altísimo, dos jacarandas y un pirú. En un rincón, tras ellos, estaba el cuartito de adobe cubierto por una bugambilia. Por su única ventana entraba un pedazo de cielo que iba cambiando según el tiempo. Me sentaba en el suelo con las piernas encogidas a pensar en nada.
Mónica me había dicho que era bueno beber anís para quitar ese dolor flojito que agarra las piernas, la cintura, lo que sea que uno tenga debajo de la piel llena de pelos. Tomaba yo anís hasta que me salían chapas y hablaba sola o con quien se pudiera. Un valor extraño me llenaba la boca, y todos los reproches que no sabia echarle a mi general los hacía caer sobre el aire.