Asesinato en el Comité Central (16 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Asesinato en el Comité Central
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—¿Qué haces? —Carvalho la había cogido fuertemente por los brazos, la obligaba a ponerse sobre la cama a cuatro patas—. ¿Qué haces, boludo? ¿No te creerás que me vas a dar por culo?

Carvalho ayudó a su hijo predilecto a encontrar la entrada del femenino sexo desmayado, después se apoderó de las caderas y los culos de la mujer, forzándolos a un movimiento de planetas giratorios. El rostro de Gladys había desaparecido bajo la cúpula del cabello agitada por las idas y venidas del cuerpo cuadrúpedo al encuentro de la verga tenaz, pero el cerebro de la mujer seguía funcionando como una programadora y de vez en cuando enviaba órdenes a las manos para que lanzaran manotazos liberadores de la excesiva presión de las garras de Carvalho sobre los culos o las caderas. Del rostro de Gladys aplastado contra las sábanas salió un gemido ronco hacia el oeste y la mujer se deslizó hacia adelante, dejando el morado sexo de Carvalho desairado, burlado por un sonido de desenganche de humedades, un pasillo sonoro de despedida carnal. Carvalho se dejó caer a su lado no en busca de compañía, sino para proteger la retirada de su pene a las posiciones de partida y los ojos de Carvalho quedaron a unos centímetros de un ojo abierto de Gladys lleno de risueña neutralidad.

—Estabas hambriento.

—¿Siempre eres tan mandona en la cama?

—¿Mandona yo? Si has hecho lo que has querido. Menos mal que ni has intentado sodomizarme. No lo soporto.

Abandonó el tono de explicación postoperatoria para acariciar con un dedo la punta de la nariz de Carvalho:

—¿Tienes sed? ¿Te preparo algo? ¿Te dejas sorprender?

—Sorpréndeme.

Saltó Gladys de la cama y todas las redondeces sonaron visualmente como cascabeles.

—¿Has cenado fuerte?

—Rústicamente.

—Te irá muy bien un bajativo. ¿Sabes qué es?

—Me suena muy mal.

—Es un digestivo que entona.

—Ésta es mi noche; no necesito afrodisíacos.

—No seas tonto. No he dicho que entone en ese sentido.

Sin más vestuario que el jersey de angora salió de la habitación; Carvalho se dejó dominar por el relajamiento y dudó entre seguir por los senderos del sopor o levantarse para ver qué se guisaba Gladys por la casa. Se levantó y trató de abrir la ventana. Estaba atrancada.

—¿Qué haces?

Gladys estaba en la puerta, animal anfibio de lana de angora y sexo peludo rojo, con una copa de brebaje verde en cada mano.

—Están atrancadas.

—La casa está abandonada la mayor parte del año y hay muchos robos por esta zona. Yo no he querido tocar nada. Al fin y al cabo sólo vengo a dormir.

Carvalho la cogió por la cintura y le puso el sexo entre las piernas.

—¿Otra vez? Vas a tirar la bebida.

Ella se apartó y le tendió una copa mientras se llevaba la otra a los labios. Carvalho olió el contenido:

—¿Qué es esto?

—Es un digestivo muy rico. Licor de menta, coñac, crema de café, hielo.

—Debe ir bien para los ovarios.

—Burro. Eres muy burro.

—Que sí, mujer, la menta va muy bien para los ovarios.

Gladys se había sentado en la cama, recostada la espalda contra el cabecero. Se llevaba la copa a los labios pequeños y tenía los ojos llenos de deleite:

—Está muy rico. Bebe.

Carvalho dejó su copa sobre su mesilla, se apoderó de la que Gladys sostenía y la dejó junto a la otra. Luego le pidió un beso profundo que ella contestó primero a igual altura para diluirlo luego en un jugueteo con la lengua contra el paladar del hombre. Carvalho eligió la copa que había pertenecido a Gladys y se bebió la mitad del contenido:

—Parece un purgante. Pero está bueno.

—Burro, que eres un burro. Estás muy burro esta noche.

Ahora Gladys se acercaba a los labios la copa que antes había entregado a Carvalho y la dejaba asomada a sus dientes perfectos.

—¿Tú no bebes?

—Ya he bebido —contestó Gladys.

Carvalho alargó una mano para coger el borde inferior del jersey de angora y tirar de él hacia arriba, pero el brazo no secundó la gestión de los dedos. Sentía un hormigueo lento invasor de todos sus músculos, de sus ojos, que ya veían el rostro preocupado de Gladys lleno de hormigas.

—¿Qué te pasa? —dijo el rostro preocupado y ya ni vio ni oyó nada más.

25

Se despertó con la sensación de sentirse observado. A la luz de la lamparilla de bombilla opaca recuperó el espacio de la habitación, los dos o tres detalles concretos que había tenido tiempo de retener: el colgador de ropa de barniz brillante y el aguamanil de porcelana cuarteada. Lanzó el brazo derecho en busca del cuerpo de Gladys y encontró un grito rompecristales, estridente, que se le clavó en el pecho como una alarma total. Volvió la cabeza. Sentada sobre el colchón, en un desesperado intento de cubrirse las carnes que asomaban por las rasgaduras de su blusa, una adolescente ojerosa y aterrada perpetuaba el grito mientras contemplaba a Carvalho como si fuera una alimaña. Carvalho se incorporó y detuvo el ademán de taparle la boca cuando la puerta se abrió violentamente y dos hombres abultados y jadeantes inundaron la habitación como si fueran cien. Alguien empezó a escupir iluminaciones de flash que le obligaron a cerrar los ojos. El grito de la adolescente se había convertido en llanto histérico:

—¡Quería violarme! ¡Me ha pegado!

Empezó a recibir puñetazos en el estómago. Lanzó una patada al aire y acertó en un cuerpo. Pero otro caía sobre él y le machacaba la cabeza a puñetazos. Agarró con las dos manos un pedazo de cara y apretó con desesperación sintiendo cómo se deformaba entre sus dedos una mejilla, una oreja, un párpado que trataba de cerrarse para proteger el ojo. El flash había cesado y trató de aprovechar la recuperación de la visualidad para recuperar la vertical y afrontar la situación. Se vio a sí mismo desnudo, ridículo contemplador de su propio sexo flaccido y de una muchacha desconocida y llorona envuelta con una sábana que le lanzaba acusaciones mocosas y entrecortadas desde un ángulo de la habitación. Ellos eran tres. El fotógrafo sonreía mientras guardaba la máquina. Los otros dos se le acercaban. En una de las cuatro manos había una pistola:

—Eres un sucio cerdo. Es una menor.

El orificio de la pistola se adaptó al ombligo de Carvalho como una ventosa. —Ponte a cuatro patas.

El que hablaba trataba de disimular un acento latinoamericano concreto y le salía un castellano de actor de doblaje portorriqueño.

—¿Qué han hecho con Gladys?

—¿Qué Gladys? Esta chica es mi hermana y se llama Alicia. ¿Qué te ha hecho este guarro, Alicia?

—¡Ha sido horroroso!

—¿Han salido las fotos bien? El fotógrafo asintió.

—Llévatela.

El fotógrafo cogió por el brazo a la muchacha, que había dejado de llorar y corregía los pliegues de la sábana para conseguir una clámide de tergal azulado. Ella se dejó conducir fuera de la habitación y antes de salir depositó en Carvalho una mirada neutra, con la indiferencia de una compañera de ascensor.

—¿Puedo vestirme?

—Nos gustas más desnudo. Vamos a encularte con una botella y luego te cortaremos los huevos para que no hagas mal uso de ellos. A los degenerados como tú hay que tratarles así. ¿Qué botellas prefieres? ¿Te va bien una de coca-cola?

Hablaba con la nariz y el hocico arrugados, como si el gesto le ayudara a poner agresividad en la voz. En cambio el otro no decía nada, sus ojos azules contemplaban a Carvalho con una neutralidad tecnológica garantizada por la firmeza con que una mano sostenía la Beretta.

—¿Dónde la habéis contratado? Me refiero a esa putilla.

—Te vas a enjugar la boca con salfumán. Estás hablando de mi hermana pequeña.

—Hasta en las mejores familias hay putillas.

Poseído por su papel, hizo el ademán de abalanzarse sobre Carvalho para vengar su honor, pero el otro le contuvo con la mano libre.

—Déjalo. Te está provocando.

El rubio de ojos azules tenía un acento que a Carvalho le evocó media Europa. ¿Checo? ¿Alemán? ¿Soviético? El latinoamericano parecía un ex boxeador bien conservado. Hasta su calva era un músculo cuidado para evitar el escándalo de la decadencia. En su mano había brotado una larga porra negra y azotó con fuerza las piernas desnudas de Carvalho obligándole a saltar. Le dio un golpe certero en las corvas y Carvalho cayó al suelo de rodillas.

—No se mueva.

Tenía la pistola asomada a sus ojos. El otro le puso unas esposas sobre las muñecas unidas en la espalda.

—Ponle algo por encima.

—Le pondré una camisa. Pero los cojones que le cuelguen. Será más fácil cortárselos.

Le tiraron de espaldas. Le ataron los tobillos a una pata de la cama. Salieron de la habitación y le dejaron a oscuras. La oscuridad le balsamizó los ojos despellejados por tanta sorpresa. Se sorprendió a sí mismo tarareando una vieja canción de Catherine Sauvage:

Braves gens

écoutez le triste ritoumelle

des amants qu'ont vécu dans l'Histoire

parce qu'ils ont aimé des fameuses infideles

qui les ont trompé ignominieusement.

Se echó a reír y repitió el último verso regocijado. Muy fuerte debe ser la apuesta para que hayan hecho salir un submarino como Gladys. Pronto el dolor de los brazos le debilitó el regocijo y tuvo que agitarse sobre su espalda como alejando los alfilerazos que se le clavaban en los músculos de los brazos. Por otra parte le parecía tener colgado sobre el sexo frío y humedecido todo el peligro del mundo. Apoyando el cuerpo sobre los omóplatos conseguía aliviar el dolor de los brazos. Buscó una postura que compensara la tensión de los músculos y no la encontró. Cuando aliviaba los brazos empezaba a dolerle el cuello. Se abrió la puerta y el rectángulo de luz se derramó sobre sus piernas, hasta su cintura, dejándole el tórax y la cara en la oscuridad. Era el latinoamericano.

—¿Te gusta la postura? Puedes estar así una semana. No. No aguantarías: dentro de unas horas estarás más blando que un higo. Aquí te quedarás. Meado. Cagado.

Puso la planta de un pie sobre el sexo de Carvalho.

—Te los voy a dejar prensados como dos higos secos.

Estaba obsesionado con los higos.

—Tal vez si pudiéramos hablar y aclarar las cosas.

—Nosotros decidiremos cuándo hay que hablar y aclarar las cosas.

—Déjalo.

El centroeuropeo ocupaba todo el umbral. El otro acentuó brevemente la presión de su pie sobre los genitales de Carvalho y luego se apartó con disgusto mascullando:

—Tendrías que dejármelo a mí.

Se zambulló en un ángulo oscuro de la estancia y dejó que la escena se concertara entre Carvalho y el otro.

—Es muy incómodo hablar desde aquí.

—Le aseguro que todas sus incomodidades están calculadas y pueden incrementarse.

—¿Qué quieren?

—Que medite.

Dio unos pasos atrás y dejó de ser una poderosa sombra a contraluz. El otro se movió por la habitación y reapareció en la puerta para salir sin decir nada y cerrar la estancia tras de sí. Con el último ruido de la puerta al cerrar, el dolor volvió a la conciencia de Carvalho como si hubiera estado a la expectativa del resultado de una entrevista fracasada.

26

Le sangraban y dolían los labios, despellejados de tanto mordérselos. Le parecía tener los huesos de hierro pugnando por abrirse camino a lanzadas a través de la carne. Los intentos de respirar hondo para relajarse se habían ido convirtiendo progresivamente en jadeos para no oír el dolor. Pero cuando volvió a abrirse la puerta aún pudo componer un rostro hierático descubierto por la apertura de la luz cenital. Le desataron los pies y al caer las piernas al suelo parecían llevar prendidas miles de agujillas comunicadas con todos los centros nerviosos. Le fallaron las piernas cuando le pusieron en pie y los dos hombres le ayudaron a trasladarse primero a un corredor largo y desnudo como un pasillo hacia el cadalso y luego a un living que albergaba entre sus paredes millones de pesetas de distinción. El centroeuropeo se sentó tras un canterano enmarcado por dos cuernos del marfil más marfileño de este mundo y el latinoamericano hizo sentar a Carvalho en un puf invertebrado en el que quedó engullido por miles de bolitas de poliuretano refunfuñantes por tener que dejar sitio a Carvalho.

—Quítale las esposas y ponle la pistola en el cogote. Ni se mueva, señor Carvalho. Es un asiento muy ruidoso, y al menor ruido mi compañero puede perder la calma.

El centroeuropeo dibujaba o escribía sobre un papel. Carvalho sentía la presencia del otro a su espalda. Se asió las muñecas liberadas. Se frotó los brazos que le llegaban de un largo viaje lleno de dolor e impotencia. Del nivel superior del living llegó el anticipo de pisadas del fotógrafo. Pasó ante Carvalho sin mirarle, llevaba en las manos un fajo de fotografías que depositó sobre la escribanía ante el rubio de ojos azules. Sólo entonces la cabeza se alzó para que los ojos picotearan desganadamente las fotografías y alternativamente viajaran hacia Carvalho como buscando un punto de referencia.

—Muy bonito. Son unas fotos muy bonitas. Encantador cuando se publiquen. Enséñaselas.

Carvalho se vio a sí mismo abalanzándose hacia una pobre muchacha semidesnuda, con el pánico acusándole aún más las facciones desencajadas. Quince o veinte fotos. El intento de hacerla callar. La sorpresa ante la irrupción. La desnudez flagrante. El intento de ocultarla. El fotógrafo devolvió las fotos a la mesa y se marcho por donde había venido.

—Muy bonitas. Muy bonitas. ¿Le gustaría que se publicasen?

—Si me dejaran hacer la selección, sí. No me importa. Mis padres no me reñirán. Soy huérfano. No tengo mujer. Ni hijos.

—Pero tiene usted clientes. Y en estos momentos un cliente que no puede arriesgarse a según qué escándalos. Después del asesinato del jefe sólo faltaría que pillaran al detective privado en plan de corruptor de menores.

Podía ser centroeuropeo o simplemente un ejecutivo agresivo surgido de alguna Escuela de Administración de Empresas con el idioma asexuado por la poliglotería.

—¿Se trata de un chantaje?

—Depende.

—Se han tomado demasiadas molestias para chantajear inútilmente a uno de los pocos hombres de este país que no tiene nada que ocultar.

—¿Nada que ocultar?

—Nada. Ni siquiera lo más horrible. Los demás me importan menos que una mierda, amigo, y por la cara que pone me parece que ya lo sabe.

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