Read Asesinato en el Comité Central Online
Authors: Manuel Vázquez Montalbán
Tags: #Intriga, Policíaco
—¿Lo ve? Está usted citado con todo el mundo. Maldición. Se me han adelantado. ¿A qué hora fue el encuentro?
—A las dos de la madrugada.
Suspiró satisfecho:
—Yo llegué aquí mucho antes. De hecho yo llegué el primero, pero usted no acudió a mi cita. Lo haré constar.
—¿A quién?
—Señor Carvalho, nada tengo que ver con su encuentro de esta madrugada. Digamos que no era gente de mi empresa. La mía es una empresa seria y no hay interferencias. Cada cual tiene su zona bien delimitada. ¿Qué querían?
—Lo mismo que usted.
—Yo aún no le he pedido nada. Vengo a ofrecerle.
—¿Qué?
—Protección. Ya sé, ya sé que tiene usted una escolta de comunistas nobles y leales. También sé que la policía española puede protegerle. Pero éste es un juego a demasiadas bandas, señor Carvalho. Descríbame usted a sus compañeros de esta noche.
Carvalho les describió.
—Conozco al latinoamericano. Un tipo peligroso recién converso que quiere hacer méritos. El otro no. Deben haberlo traído especialmente para este caso. Todo se ha complicado demasiado, señor Carvalho. Hay momentos en que yo mismo he de pararme y decirme: bueno, con quién estás y contra quién. ¿Ha leído usted novelas de Le Carré? Yo siempre me hago un lío con Le Carré. Smiley ¿trabaja realmente para el Intelligence Service? Jamás conoce el origen de lo que encuentra ni adonde va a parar. Imagínese que un día Smiley descubre que está trabajando para la KGB, ¿cuál sería su primera preocupación? Saber si le valen los quinquenios para la jubilación. Quiero jubilarme pronto. Llevo treinta y cinco años en el oficio.
—¿Al servicio de quién?
—De la humanidad.
—¿Adonde se retirará?
—A una casita que me está esperando junto al mar, no le diré qué mar.
—¿Cómo pueden protegerme?
—Depende del interés que tenga protegerle. Depende de lo que usted dé a cambio.
—Quieren saber puntualmente cómo marcha mi investigación.
—Eso es.
—Sobre todo que les dé aviso del asesino que propongo a la aceptación de mi cliente.
—Inteligentísimo.
—Sospecho que tanto ustedes como mis interrogadores de hace unas horas ya saben quién ha sido realmente y quieren estar preparados para tomar posiciones ante el asesino oficial.
—Es un asesinato poco común. Está claro que perjudica al Partido Comunista de España y a Comisiones Obreras. Pero ¿a quién beneficia? ¿Al capitalismo monopolista internacional? ¿A Moscú y su estrategia para el sur de Europa? Pues sí. Tanto unos como otros se benefician. ¿Lo ha observado usted?
—Y todo el mundo. Me parece estar leyendo el editorial de
El País
.
—Pero eso no quiere decir que el crimen haya sido instigado por unos o por otros. La política internacional se ha llenado de
outsiders
y cualquier reyezuelo del mundo lo primero que monta es un servicio secreto propio y a continuación una bomba atómica. Sólo así se hacen respetar. No es como antes. Cuando yo empecé sólo las grandes potencias estaban en condiciones de hacer estos esfuerzos. Daba gusto. Ahora el mercado se ha llenado de chapuceros. Por ejemplo, lo que hace Gadafi no tiene nombre: subcontrata agentes de otros servicios secretos. Tal como suena. Así te encuentras trabajando en la misma causa a agentes de uno y otro bando. Esto no es serio.
Una camarera dividió su reojo entre los dos hombres y dejó el carrito de ruedas a una distancia equidistante de ambos.
—Mi sobrino está desganado, pero yo me lo comeré todo.
La muchacha le deseó un buen apetito y se marchó.
—Su reputación está a salvo. Soy muy considerado con mis socios.
—¿Cuánta gente hay en la cola? ¿Después de usted quién me pedirá lo mismo?
—Dudo que se atreva nadie más, así, directamente, cara a cara. Pero a distancia siguen el caso, eso me consta, y en cualquier momento puede intervenir un outsider. Le interesa nuestra protección. Estas mermeladas de hoy día no valen nada. Para usted será muy sencillo. La ventana de esta habitación da a la calle. Cuando tenga algo que comunicarnos se asoma a ella y sacude una toalla, la que sea.
—¿Y si es de noche?
—Igualmente. Noche y día le seguimos.
—¿Ayer noche también?
—También. No me importó que mis competidores se adelantaran. Me interesaba pasar un buen rato en esta habitación. Estudiando esas carpetas. ¿Ha hecho un cálculo de la distancia de las mesas a la de Garrido y el tiempo que estuvo la luz apagada? Eso reduce los sospechosos a los sentados en las tres primeras filas y además los situados en perpendicular a Garrido. Curioso que el criminal se orientara en la oscuridad. ¿Lo ha observado?
—Dígame el nombre del asesino que le interesa.
—Yo no lo sé, ni sé tampoco qué asesino interesa. No domino todo el juego. Pero soy gato viejo y me limito a decirle verdades objetivas. ¿Ni siquiera tomará una taza de café? —Sirvió una taza de café a Carvalho—. Supongo que ahora usted se pondrá en contacto con Fonseca para relatarle los dos encuentros.
—En cuanto usted se marche.
—Llame, llame. No haga cumplidos.
—Me gusta ducharme y telefonear a solas.
—El individualismo les pierde a los españoles.
Se levantó con la ayuda de las dos manos.
—Muchas gracias por tratarme amistosamente. Sus colegas no fueron tan amables.
—Pisan fuerte y son jóvenes. La experiencia es un grado. No necesito recurrir a la violencia. Pero cuidado, señor Carvalho; si es necesario le meto una bala entre ceja y ceja y no pierdo el apetito.
Aparentemente dio la espalda a Carvalho para salir de la habitación, pero uno de sus ojos ranuras controló los movimientos de Carvalho hasta que la puerta les separó.
—Las Rozas. Leandro Sánchez Reatain. Ahora mismo sabemos quién es este caballero.
—Las Rozas. Leandro Sánchez Reatain. Ahora mismo sabemos quién es este caballero.
Fonseca pasó el papel a Sánchez Ariño.
Dillinger
lo cogió con mucho interés y salió de la habitación a una velocidad de crucero. Fonseca observó satisfecho la diligencia de su ayudante:
—¿Lo ve usted? Hay verdadero interés por llegar al fondo de este asunto. ¿Le han hecho daño? Salvajes…
Carvalho le aguantó la mirada por ver si la ironía asomaba tras la acuosidad del ojo. Pero Fonseca parecía realmente a punto de llorar imaginando los vejámenes que había padecido Carvalho.
—Además significa un menoscabo de nuestra soberanía.
La señorita Pilar cabeceó sobre la máquina de escribir. Fonseca marcó un número de teléfono. «Con el señor ministro», pidió.
—Señor ministro, acabamos de sufrir un asalto, una agresión a nuestra soberanía.
Le contó lo que le había ocurrido a Carvalho.
—El señor ministro se pone a su disposición —dijo Fonseca tapando el micrófono con la mano.
—Muchas gracias.
—Se lo agradece con el alma. Colaboraremos hasta el final. Por supuesto, señor ministro. El buen nombre del cuerpo y de España por encima de todo.
Colgó y se levantó lleno de indignaciones abstractas: —No puedo soportar que ningún extranjero le ponga la mano encima a un español. No puedo soportarlo. —Sollozó y se tapó el rostro con las manos—. Acabarán meándose en nuestras esquinas y cagándose en nuestras tumbas.
—¿Por las pistas que le he dado no sabe a qué servicios secretos pertenecen?
—Huy, hijo, qué pregunta usted. En Madrid funcionan regularmente veinticuatro servicios de información de distintos países y organizaciones internacionales. ¿Dice usted que uno era gordo, muy gordo? ¿Tenía el labio así?
—No, no tenía el labio así.
—¿Seguro?
—Seguro.
—Entonces no es el que yo pienso. Sánchez Ariño entró y le puso una nota entre las manos.
—Santo Dios. Santo Dios. Santo Dios.
Carvalho se levantó alarmado. Fonseca le miró sonriente, relajado, ocurrente:
—Para chuparse los dedos. Resulta que la casa existe pero su dueño no. Sánchez Reatain falleció hace cuatro meses de un accidente de carretera y la casa está en venta.
—La nevera tenía comestibles recién comprados y el columpio del jardín estaba recién engrasado.
—¿Se columpió?
—Sí.
Se miraron Fonseca y su ayudante.
—Se columpió —repitió Fonseca como tratando de convencerse a sí mismo—. Extraño. La casa sigue siendo propiedad de la familia Sánchez Reatain y no la han alquilado a nadie. Muy extraño.
—¿Se puede hablar con la familia?
—Inútil. Está dispersa. La mujer está en Suiza en casa de una hermana y los hijos estudian en el extranjero. Incluso han despedido la servidumbre y contratado los servicios de una agencia de limpieza que la limpia una vez por semana.
—¿Qué casa de limpieza?
—¿Qué casa de limpieza?
Dillinger
asumió la pregunta con un cierto fastidio y volvió a salir de la habitación.
—Interesante pregunta. ¿Qué casa de limpieza? Claro, por ahí debe venir el contacto. Es usted un buen profesional. Se nota que tiene escuela. No le hago una oferta para trabajar conmigo porque ni yo mismo sé cuánto voy a durar. ¡Qué tiempos estos en los que la infidelidad paga las más grandes fidelidades!
—Quisiera tener acceso a los archivos confidenciales sobre todos los miembros del Comité Central del PCE.
—Si quiere usted perder una semana no tengo ningún inconveniente. Pero no le añadirán nada que no sepa. Se limitan a constatar la trayectoria delictiva de esa gente hasta su legalización. Tendría que consultar con mis superiores.
—Yo quiero ver lo que no es actividad «delictiva», como usted dice, sino vida privada. Por ejemplo, ¿de qué hablan por teléfono?
—Hay mucha leyenda sobre eso de las escuchas telefónicas. Éste es un país pobre y no tenemos ni la tecnología adecuada ni los suficientes funcionarios como para estar pendientes del teléfono de todos los rojos del país. Ahora bien, si usted no generalizara tanto y me dijera éste quiero o aquél, cinco, seis, eso es más fácil de construir. Pero a docenas, no, no pida imposibles. ¿No me dirá que a estas alturas no tiene sus candidatos?
—Se los cambio por los suyos.
—Podría estudiarse la oferta.
Los ojos acuosos de Fonseca de momento se limitaban a estudiar a Carvalho.
—Yo tengo un candidato, mejor dicho, dos. Pero sobre todo uno.
—¿Quién?
—Voy a ser franco con usted y luego dejaré a su libre albedrío el que quiera revelarme sus preferidos. Mis candidatos son Martialay y Marcos Ordóñez. Martialay y Garrido tenían muy malas relaciones. Usted ya sabe que Garrido era por fuera muy euro y muy liberal, pero le crispaba perder el control de cualquier centro de poder y eso le estaba pasando con el movimiento sindical. En cuanto a Marcos Ordóñez, aquí hay historia larga, tela marinera. Ya sabe usted de quién hablo.
—No.
—No bromee.
—No bromeo.
—Marcos Ordóñez es uno de los históricos, de los de antes de la guerra. Era uña y carne de Garrido hasta que se produjo la lucha por la sucesión a fines de los años cuarenta. Marcos Ordóñez no apoyó a Garrido sino a otro que ya ha muerto, un tal Galdón. Perdió Galdón, ganó Garrido y Marcos Ordóñez fue marginado hasta el punto de tener que irse a Checoslovaquia a trabajar en una fábrica. A ustedes no les han contado las historias de exilio de esta gente, ¿verdad? Sólo les han contado la parte heroica, lo heroicos que eran, cómo resistían mis torturas, las torturas del verdugo Fonseca y todo eso. Ya, ya. Lo sé todo. Pero hay mucha mierda en esas historia de exilio, sobre todo de los dirigentes. Muchos celos, grandes y pequeños. Muchas batallas de familias influyentes dentro del partido. Volvamos a Marcos Ordóñez. Después del XX Congreso del PCUS, Garrido necesitaba todos los apoyos posibles para imponer la desestalinización dentro del partido y empieza a recuperar elementos para hacer frente a la conjura de los estalinistas. Uno de los elementos recuperados fue Marcos Ordóñez, pero en condiciones de postración política total. Fíjese, era uno de los primeros y no llega al Comité Ejecutivo hasta 1973, como quien dice al final de su vida, porque este hombre está mal, muy mal, muy tocado por los sufrimientos morales a que se ha visto sometido. Compréndalo. Póngase en su piel. Póngase.
—Aprecia usted mucho a Marcos Ordóñez, se nota.
—¿Por qué lo dice?
—Porque veo que le apena su suerte.
—Uno no es de piedra y he estudiado tanto a esta gente, tanto, que no me son indiferentes, y gracias a la solidez de mis principios, sobre todo de mis principios católicos, he podido resistir su tremendo poder de seducción y no me he hecho comunista.
Fue la señorita Pilar quien empezó a reír con carcajadas pequeñitas, pero tras una breve, severa vacilación, Fonseca la secundó con carcajadas que llegaron a situarle al borde de la asfixia.
—La Urbana Matritense —dijo desde la puerta
Dillinger
.
—La Urbana Matritense —repitió Fonseca en voz queda y lanzó rayos oculares de expectación hacia el desganado
Dillinger
.
—¿Qué es eso?
—La sociedad que se dedica a la limpieza del chalet. Nada anormal. Es una empresa familiar con más de cincuenta años de tradición.
—Ya te darán a ti tradición, tradición. Investiga. Investiga. ¡Investiga!
Fonseca golpeaba un dedo tieso contra la solapa de
Dillinger
. Carvalho pasó al lado de ellos diciendo algo que se parecía a un adiós.
—¿Ya se va? Prometo tenerle informado inmediatamente de lo que descubra.
Carvalho asintió.
—Pero la próxima vez no seré tan leal con usted. Yo he hablado y usted no.
—Por una vez hemos cambiado las tornas.
Santos le esperaba solo, sentado en la punta de una larga mesa de juntas. Ante él se amontonaban las obsesivas carpetas azules. Se las indicó a Carvalho y se levantó para pasear alrededor de la mesa mientras Carvalho auscultaba las vísceras de las veinte carpetas.
—Si quiere puede irse. Tengo trabajo para dos horas.
—Si no le molesta me quedaré.
Carvalho sacó del bolsillo un bloque de notas y un plano del salón del hotel Continental. Colocó el bloque de notas como si fuera la mesa presidencial y distribuyó las carpetas según la posición que habían ocupado en la sala los militantes a los que hacía referencia. En cada carpeta había una fotografía y un historial político personal. —Buen trabajo.