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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Intriga, Policíaco

Asesinato en el Comité Central (7 page)

BOOK: Asesinato en el Comité Central
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—Escalinata —musitó Carvalho al ponerse el coche a la altura de las escaleras que llevaban a la calle Escalinata.

—¿Conoces esto?

—Por aquí tenía amigos hace muchos años. Un pintor y su patrona y la hija de su patrona, recién llegada de Egipto.

—Esto se pone interesante. ¿Era una momia la chica?

—No. Era bailarina de flamenco. Lo suyo eran las sevillanas y en Egipto gustaban mucho las sevillanas.

Beethoven, ensimismado, ni mostró la intención siquiera de saludarles desde su condición de escayola y de animal de escaparate de tienda de objetos musicales. Se abrió la calle a la perspectiva de la plaza de Oriente, de sus cielos goyescos teloneros, pero fue un instante, porque Carmela rodeó los traseros de la Ópera y se metió en la plaza apuntando con el morro de su coche la cartelera del cine:
Kramer contra Kramer
.

—Ése es tu hotel. Te hemos reservado una habitación para una semana, de momento. Lo hemos pedido como Selecciones Progreso, S. A., no como partido. Oye, aquí lo tengo muy mal para esperarte en el coche.

—No me esperes.

—Oye, eso sí que no. Estás bajo mi responsabilidad y además nos siguen ésos.

—Quisiera pasar por la capilla ardiente.

—De capilla ardiente nada, chico. En el partido hay curas y se dice que hasta obispos, pero aún no montamos capillas ardientes a los secretarios generales.

—Dejo la maleta y vuelvo. Da una vuelta a la manzana.

El hotel Opera tenía la pulcra y enladrillada dignidad de un hotel inglés u holandés pegado al collage historificador de la plaza. No era el ladrillo de su fachada un aragonesismo ocre y algo polvoriento, sino el ladrillo con el que las nuevas casas de Amsterdam, Rotterdam o Chelsea tratan de simplificar el volumen sin perder los ritmos visuales de la arquitectura tradicional, ni caer en la hiriente intolerancia visual del hormigón. El hotel era una esquina que pedía perdón al neoclásico degradado y especialmente al giboso edificio del palacio de la Ópera, que más parecía un almacén para porras eléctricas de los vopos de la Unter der Linden. Dejó la maleta en manos de un botones no muy convencido del día que le esperaba y recuperó el calor del coche y de Carmela.

—Si no llegas a bajar se arma. Esos dos me han visto arrancar para dar la vuelta y ya me han echado las luces. Les he mandado a tomar viento. Podrían tener más intuición, digo yo, o un respeto por la iniciativa de una. ¿A la capilla ardiente, como tú dices?

—¿Dónde está?

—No disponíamos de ningún local propio que se prestara. Casi todos están en pisos e imagínate tú el follón. Nos han dejado el zaguán de las Cortes. Yo te dejo en la plaza de Cánovas esquina carrera de San Jerónimo y te espero en el mismo sitio. Pero no te metas en la cola porque no acabas a tiempo y tenemos dos citas esta mañana.

Volvió a rodear el edificio de la Opera y salió a la plaza de Oriente, afrancesada y lenta. Para contrarrestar ese afrancesamiento se llamaba Bailen la calle que separaba las orillas del palacio y de la plaza, nacida para contemplar el palacio, cuestionarlo, destruirlo. El recorrido por Gran Vía, Alcalá y paseo del Prado le mostró la normalidad de la vida ciudadana, apenas alterada por la presencia de jeeps y autobuses blindados de la policía aparcados en la plaza España, el Callao, la Red de San Luis, en todas las encrucijadas o confluencias de calles importantes.

—Mucha bofia.

—Han formado un círculo en torno al área de las Cortes, por si a los ultras se les ocurre armarla.

Carvalho bajó del coche, remontó la cuesta en dirección a los oscuros leones que enmarcaban la entrada al palacio de las Cortes; ascendía paralelamente a la cola de pesameneros adosada a las fachadas por constantes y urgentes recomendaciones de la policía. Un sargento le cogió un brazo y le apartó mientras le decía en árabe que no se quedara estático ante la escalinata, que o hiciera cola o se fuera. Cruzó la calle y desde la acera de enfrente tuvo la perspectiva de la cola como un animal compacto que se metía en el palacio y luego salía con el esqueleto roto, como si en el interior del edificio algo hubiera quebrado su coherencia. No faltaban lágrimas, ni envaradas actitudes de curiosos desdeñosos, ni caras de estar de paso o por casualidad.

—¿Y qué dan ahí? —le preguntó un gracioso conejil con los agujeros de la nariz cavernarios y llenos de pelos.

—Hostias.

Bajó el otro los agujeros de su nariz y ensimismó los dientes en la boca cerrada. Se detuvo un coche tan oficial como negro y de él bajó un ex ministro de Cultura a cuyo alrededor revolotearon micrófonos y cuadernos alados sobre los que el señor De la Cierva inclinaba su poderosa cabeza senatorial y probablemente declaraba que, a pesar de la rivalidad política, reconocía que era una gran pérdida.

—¿Y ése quién es? —volvió a preguntarle el conejo gracioso, esta vez con ganas de ser realmente informado y recuperar la amistad del cáustico desconocido.

—Romanones.

—Tú has de decir: «Quiero sacarme el pasaporte, me espera el señor Plasencia.» Ellos ya te llevarán.

11

—Tú has de decir: «Quiero sacarme el pasaporte, me espera el señor Plasencia.» Ellos ya te llevarán.

Penetrar en la puerta de la Dirección General de Seguridad impresiona a cualquiera que tenga aunque sea una escasa noticia de la función que ha cumplido, cumple y cumplirá el edificio. Pero que a uno se le cuadre el guardia cuando le dice: «Quiero sacarme el pasaporte, me espera el señor Plasencia», le coloca inmediatamente sobre los hombros un manto real y se oyen ecos progresivos de alabarderos proclamando: «Pepe Carvalho… Pepe… Carvalho.» El señor Plasencia le miró por encima de las gafas, se frotó las manos llenas de sabañones y le alejó de los despachos bulliciosos donde los funcionarios interrogaban las páginas deportivas de los diarios de la mañana y alguien preguntaba: «¿Tenemos relaciones diplomáticas con Mongolia Exterior?»

—Con Mongolia Exterior. No te jode —refunfuñó malhumorado Plasencia mientras alzaba los ojos hacia el ascensorillo que bajaba con asmática lentitud.

—¿Sabe usted dónde está Mongolia Exterior?

—Entre la Unión Soviética y China.

Plasencia le miró admirado y le abrió la puerta del ascensor para que pasara.

—Pues muy pocos sabrían decirlo.

Plasencia le miraba de reojo, con un ojo inmenso educado y deformado por la sospecha. Era evidente que Carvalho no era mongol, ni chino, ¿soviético? Para Plasencia, Mongolia Exterior había sido durante muchos años un país prohibido en los pasaportes de los españoles, un país prohibido por Su Excelencia y sus motivos tendría Su Excelencia. Le parecía como si no hubiera ningún derecho a saber algo sobre un país prohibido, y si alguien sabía incluso dónde estaba, ese alguien no era trigo limpio. Salieron a un largo pasillo de embaldosado corinto, paredes tapizadas de papel verde, sin apenas puertas. A su encuentro vino un hombre lento con las orejas puntiagudas y medio kilo de ojeras marrones amontonadas debajo de cada ojo. Plasencia ladeó la cabeza para señalar a Carvalho, y el otro miró la mercancía con recelo, como si se creyera en la obligación de no creer lo que veía.

—¿Carvalho?

—Sí.

—El carnet de identidad.

—Ya lo he visto yo.

—Cuatro ojos ven más que dos.

Molesto con su colega, el ojeroso leyó detenidamente todos los datos del carnet a una velocidad de vopo berlinés o de párvulo escasamente letrado.

—¿Nombre de su madre?

—Ofelia.

—¿Era extranjera?

—No. Gallega.

—Pues no me suena este nombre en Galicia.

Plasencia les dejó refunfuñante y el ojeroso se relajó.

—Sígame —dijo dando la espalda a Carvalho para remontar el pasillo hasta una ventana que daba a la pared desconchada de un patio interior o un callejón.

Cuando parecía que iba a tirarse por la ventana, el ojeroso dio media vuelta y se introdujo por una puerta que daba casi sin transición a una escalerilla. Desembocaron en una habitación cuadrada sin más puerta que la de un ascensor. Se introdujeron y el hombre pulsó el botón de abajo de todo. Carvalho calculó que debían de bajar hasta el último sótano. El ascensor se abrió a un recibidor enmoquetado y amueblado según los criterios de confort de los
wagons-lit
de entreguerras. Todo olía a humedad y las huellas del tiempo decoloraban las junturas de cualquier objeto, como si por allí empezara el anuncio de su descomposición. Un ujier tomó la filiación de Carvalho y el ojeroso traspasó su acompañante a un muchachito con aspecto de locutor de televisión, enchalecado, con laca en el pelo y la sonrisa. Al abrirse la alta puerta forrada de piel comprendió que había llegado al final del viaje. Santos se levantó casi al mismo tiempo que el ministro del Interior y otro muchacho enchalecado que le fue presentado como subdirector de no sé qué adjunto a un director de Presidencia del Gobierno. El ministro dio el parte de guerra: él era el primer interesado en que las cosas se resolvieran y en este caso resolverse era aclararse, aclararse cuanto antes. El señor Pérez-Montesa de la Hinestrilla había sido delegado por el mismísimo jefe de Gobierno para formar un triunvirato: gobierno-partido-ministro del Interior con tal de conseguir una colaboración más estrecha. Pérez-Montesa de la Hinestrilla le sonrió cordialmente, como si tratara de venderle un Ford Granada o una finca en Torremolinos. Santos hizo el resumen de la situación en el más impecable estilo de fin de acto comunista. Los tres se quedaron mirando a Carvalho a la espera de lo que dijera.

—Tal vez ganaríamos algo haciendo una lista de quién no le mató.

El chico del chaleco se echó a reír, el ministro del Interior tardó en comprender y Santos inclinó la cabeza abatido. No se esperaba aquella puñalada humorística. Una pronunciada nuez sobre un chaleco de tweed empezó a hablar:

—El gobierno contempla, por supuesto, toda suerte de posibilidades y aunque está en disposición de atemperar el resultado de cualquier investigación, piensa ultimar, en grado sumo, el proceso investigatorio hasta llegar a sus derivados finales, por engorrosos que sean, habida cuenta de que nos jugamos no ya la credibilidad del gobierno, sino la credibilidad del proceso democrático, del Estado de las autonomías.

Con razón había leído Carvalho en el periódico que los escritores de Madrid eran partidarios de resucitar el barroco. Es un problema mental reflejado ya en los subdirectores generales.

—¿Qué posibilidad contempla el gobierno más que cualquier otra?

Pérez-Montesa de la Hinestrilla tomó aire afilando la punta de la nariz y el hociquillo y se zambulló en dos folios de vaguedades hasta ofrecer la conclusión de que el gobierno no contemplaba otra cosa que el tráfico por la Castellana. El ministro del Interior lo corroboró plenamente:

—Ni más ni menos.

Santos trataba de aplicar el materialismo histórico a la situación concreta y el materialismo dialéctico a la situación en abstracto. Así lo comprendió Carvalho cuando vio que el viejo comunista, en su callada exasperación, bizqueaba. Se informó a Carvalho que podía contar a toda hora, insistieron, a toda hora, con Pérez-Montesa de la Hinestrilla y con el comisario Fonseca.

—¿Por qué han elegido a Fonseca?

—Porque es nuestro mejor funcionario y ante los casos más difíciles hay que recurrir a los mejores funcionarios.

El ministro del Interior había adelantado los hombros y los ojos con una potencia disuasoria asomando en los ojos carbonizados, brillantes:

—No toleraré que se me discuta la competencia de mis funcionarios y mi competencia para elegirlos.

—No seré yo quien se lo discuta. Pero Fonseca…

El ministro golpeó la mesa con la suficiente contención como para que nunca pudiera decirse que había pegado un puñetazo, pero dándolo:

—Santos. Hemos hablado de este asunto una y mil veces. De la misma manera que muchos de nosotros hemos olvidado, ustedes también tienen que hacerlo. Fonseca es nuestro mejor funcionario.

Pérez-Montesa de la Hinestrilla les acompañó y quiso intercambiar impresiones sin la presencia del ministro. Se refugiaron en un rincón del recibidor y en voz baja el joven funcionario trató de disculpar la rigidez del ministro:

—Es un tío muy majo, pero un poco oxidado. Ojalá tuviéramos mil como éste. Es un divisionario, de la División Azul, no os creáis y más anticomunista que Dios. Pero un demócrata. Un demócrata de corazón. Y jugará con la democracia hasta el final. Ya te lo dije ayer, Pepe, fíate de nosotros. Las cosas están en buenas manos.

El Pepe iba dirigido a Santos, que se ahogaba en el Océano de las Perplejidades. Luego Santos, Carvalho y el ojeroso subieron en el ascensor.

—¿Quién es el del chaleco?

—Ya hablaremos.

Pasaron a otras manos, por otros pasillos y les dejaron solos a la puerta de una oficina rotulada Brigada de Seguridad del Estado.

—Yo aquí le dejo. Entrevistarme con Fonseca es excesivo para mí. Le espero en el Continental después de comer, para reconstruir los hechos.

—¿Quién es el del chaleco?

—Uno de esos cincuenta mil demócratas acuñados por UCD de la noche a la mañana para ocupar el poder. Hijo de no sé quién y algo relacionado con nuestro partido en la Universidad. En esta ciudad tipos así los hay a miles.

—Madrid es una ciudad de un millón de chalecos.

12

Fonseca se levantó de su asiento tras la poderosa mesa, la bordeó y salió al encuentro de Carvalho con una mano pequeña y terminada en punta. Carvalho apenas la rozó, tal vez porque se entregó a la comprobación de la obra del tiempo en aquella cara rómbica, descolorida, de ojos sin pestañas, pupilas miedosas.

—¿Qué tal, señor Carvalho? —Cada vez que acababa de hablar apretaba los labios y miraba al interlocutor como pidiéndole perdón por algo o quizá simplemente pidiera compasión—. Sánchez Ariño, mi principal ayudante. El famoso
Dillinger
, como le llaman por ahí. Ya estará usted enterado. Y aquella lozana andaluza es Pilar.

Sánchez Ariño le saludó desde lejos caracoleando con los dedos, y la lozana andaluza consiguió romper la costra del maquillaje y del rouge para componer una sonrisa, a riesgo de que se le quedaran enganchadas para siempre las rimmeladas pestañas.

—Su fama le ha precedido. —Fonseca le miraba ahora con los brazos cruzados sobre una barriguilla alzada como un túmulo en el contexto de un cuerpo delgado—. El famoso Pepe Carvalho.

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