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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Intriga, Policíaco

Asesinato en el Comité Central (4 page)

BOOK: Asesinato en el Comité Central
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—No hay callos como los de la zona de… En fin. Ya tendremos tiempo de hablar de callos y de comerlos si usted va a Madrid. No nos desviemos del motivo de nuestra visita. Además le estamos molestando. Usted también tiene trabajo. Nos ajustamos a sus tarifas. Le buscamos en Madrid el mejor hotel. Lo que quiera.

—¿Por qué yo?

—Porque usted es un ex comunista. Porque usted sabe qué somos, cómo somos, de dónde venimos, adonde vamos.

Había hablado Santos con pasión, diríase incluso que con un calor húmedo en los ojos donde reposaban, en primer término, los restos amórtales de su amigo y camarada Fernando Garrido.

—Todo ex comunista o es un apóstata o es un renegado.

—Con que sea un apóstata ya nos basta.

«Tu conducta ha sido considerada improcedente. La dirección ha pedido que formemos un tribunal de célula y decidamos en primera instancia sobre si debes seguir militando o no.» Carvalho se vio a sí mismo deteniendo el ritmo con el que movía la brocha sobre la sábana amarilla. Dejó la palabra «Amnistía» a medio escribir y se volvió hacia aquella larva de economista barbilampiño:

—Han mejorado ustedes mucho si están dispuestos a aceptar la ayuda de un apóstata. Pero ni siquiera soy eso. Casi me había olvidado de que en cierta ocasión fui comunista. Como había olvidado también que trabajé en la CÍA durante cuatro años. ¿Conocían este dato?

—Lo conocíamos —dijeron casi a dúo.

Carvalho dejó caer la espalda en el respaldo alistonado del sillón giratorio:

—Les advierto que no hago rebajas por cuestiones nostálgicas.

—Pagaremos lo que sea necesario.

Y a Carvalho le pareció que Salvatella reprimía el gesto espontáneo de llevar la mano a la cartera.

5

—¿Estará muchos días en Madrid, jefe?

—Los indispensables.

—¿Qué hago con toda esa comida?

Medio despacho aparecía ocupado por latas de conserva, embutidos, bacalaos secos.

—Guardas aquí lo que te quepa y el resto lo subes a mi casa en Vallvidrera.

—¿Y si hay lío? Un hermano de mi madre era viajante. Le pilló la guerra civil en Aranjuez y nunca más se supo.

—Eran otros tiempos y otra gente.

—Cuando yo era pequeño y mi madre aún vivía, muchas veces lloraba recordando a su hermano.

—La gente entonces lloraba mucho más que ahora.

—Ésa es una verdad como una casa, jefe.

Sólo le quedaba la obligación de despedirse de Charo.

—Me voy.

—¿Adonde te vas?

—Fuera de Barcelona. Unos quince días, calculo.

—¿Y me lo dices así, por teléfono?

—Ha ido todo muy rápido.

—Pues no pierdas más el tiempo, rico.

Y le colgó.

—Si estalla la guerra civil y no vuelvo, te repartes toda esta comida con Charo.

—Ya lo había pensado, jefe. Y si me necesita, llámeme.

—Añoraré tus guisos, Biscuter. Me voy a una ciudad que sólo ha aportado un cocido, una tortilla y unos callos al acervo de la cultura gastronómica del país.

—¿Qué tortilla?

—La tortilla del Tío Lucas. Si llaman los hermanos Lorenzo, los del robo de la patente de la puerta giratoria, les dices que vuelvan a llamar dentro de quince días.

Las Ramblas se preparaban para canalizar a los buscadores de restaurantes y cafeterías. Desaparecían los transeúntes de paso ligero y los corros de jubilados ante los quioscos de periódicos. En su lugar se conformaba una masa lenta, coloquiante, más feliz, ante la perspectiva de los misterios gastronómicos encerrados en los callejones umbríos donde brotaban cada día nuevos restaurantes, una muestra más del pluralismo democrático ofrecido a la liberación del paternalismo gastronómico doméstico. En plena crisis de la sociedad patriarcal, los cabezas de familia buscaban nuevos restaurantes con la taquicardia de la aventura galante, de la salsa prohibida con crema de leche y trufas de Olot, platos con liguero y ropa interior negra transparente, platos oralgenitales, para comer a cuatro patas, con la lengua predispuesta a las polisemias de las hierbas aromáticas y los sofritos enriquecidos con picadas apiñonadas.

—Sorpréndame con algo que me ayude a despedirme memorablemente de esta ciudad durante un cierto tiempo.

El dueño de la charcutería de la calle Fernando señaló un vino rosado:

—Acaba de llegar. Es de Valladolid y es rosado natural por el tipo de uva.

—Me lo tomaré con un arroz con escupiñas.

Carvalho intentó comer en Les Quatre Barres reclamado por el «rape al ajo quemado», pero la calle estaba llena de putillas en paro y las cuatro mesas del restaurante iban a ser ocupadas por la cola de funcionarios del Ayuntamiento, de la Generalität, que iniciaban la reconstrucción de Catalunya a partir de la reconstrucción de sus propios paladares. Inútil también aguardar turno en el Agut d'Avignon, donde las mesas se reservaban con antelación equivalente a la que había exhibido Jane Fonda para conseguir plaza en un vuelo civil a la Luna. Además Carvalho no quería proporcionar al dueño la satisfacción de rechazar clientela, una satisfacción de iraní dando o quitando o aumentando el precio del petróleo. Prefirió, pues, ir caminando hacia la Boquería a comprar dos kilos de escupiñas y pescado para hacer caldo. Luego rescató el coche del parking de La Garduña para irse a tomar un bacalao
a l'hostal
en el figón Pa i Trago, una casa de comidas cercana al mercado de San Antonio, donde los seres humanos civilizados pueden desayunar
capipota
con
sanfaina
desde las nueve de la mañana.

Entre el hermoso bacalao superviviente de aquellos bacalaos míticos que llegaban desde Terranova a los restaurantes barceloneses anteriores a la guerra civil y un segundo plato de tripa a la catalana con judías, Carvalho llamó al local del Comité Central del PSUC reclamando a Salvatella.

—Mañana temprano me voy a Madrid, pero me gustaría charlar con usted, con calma. Le invito a cenar en mi casa.

El otro tenía la noche muy ocupada. Tenía que explicar los acuerdos del último Comité Central en una agrupación del extrarradio y luego preparar una intervención sobre el proyecto de ley electoral que iba a debatirse dos días después en el Parlament de Catalunya.

—Imagínese además la reunión de agrupación después del asesinato de Garrido.

—Creo que hay un orden de prioridades y que hablar de mi gestión es ahora prioritario.

—Desde luego.

—Además pensaba guisar un arroz con escupiñas, muy parecido al arroz de Arzac.

—Arzac lo hace con kokotxas.

—Y también con almejas.

—Puede ser un arroz muy interesante. Iré a la reunión de la agrupación y después acepto su invitación.

—Estamos condenados a entendernos.

Orientó a Salvatella para que localizara su casa de Vallvidrera. Sin ceder el teléfono a la mujer que le urgía prisa con tetas y ojos endurecidos por el rimmel y un cruzado mágico, Carvalho llamó a Enríe Fuster, su gestor y vecino.

—¿Te interesa cenar con un comunista?

—Depende de lo que se cene. Además tú ya sabes que no voto a los comunistas.

—Arroz con escupiñas.

—¿Vino?

—Viña Esmeralda o Watrau, según tengas un talante adolescente o maduro.

—Adolescente hasta la muerte.

—Entonces Viña Esmeralda.

—¿El comunista ese es de la facción rollo o de la facción nostálgica?

—De la facción gastronómica.

—Ya no saben qué hacer para ganar votos. Iré. ¿Smoking?

—Traje oscuro.

Contra todas las reglas del paladar, Carvalho quiso despedirse del barrio tomando una horchata en la heladería de la calle Parlamento, donde se toma la mejor horchata de Barcelona. Pero estaba vacía, secos los pozos metálicos de la horchata, deshabitada como un urinario público la estancia revestida de azulejos iluminados por un neón de tarde oscura. Se metió por la calle de la Cera ancha entre gitanos que habían trasladado sus taburetes y carajillos a los bares de la Ronda y de la esquina con la calle Salvadors. Eran los mismos o hijos de los mismos que él había visto bailar y sobrevivir en las puertas del bar Moderno o del Alujas, en los años cuarenta, desde el balcón de una casa construida en 1846, dos años antes de la publicación del Manifiesto comunista, en un evidente gesto de optimismo histórico por parte del constructor. La calle de la Cera ancha se bifurcaba en la de la Botella y de la Cera estrecha, donde el cine Padró había dejado de ser cine de viejos, gitanos y niños campaneros para convertirse en Filmoteca. Quién te ha visto y quién te ve, barrio del Padró, repoblado de inmigración cosmopolita, guineanos, chilenos, uruguayos, muchachos y muchachas en flor y marihuana ensayando relaciones posmatrimoniales, prematrimoniales, antimatrimoniales, librerías contraculturales donde el nazi de Hermann Hesse coexistía con el manual escrito por cualquier yogui de Freguenal de la Sierra, barrio desnudo desde que habían desaparecido las estraperlistas callejeras y Pepa la Rifadora, sin otras supervivencias heroicas que la de la fuente de El Padró, la capilla románica a medio descubrir entre un colegio de barrio y una sastrería, con el ábside en otro tiempo repartido entre un estanco y un herrero y la no menos superviviente casa de condones La Pajarita, declarable de interés nacional o monumento histórico a poco que Jordi Pujol, presidente de la Generalität de Catalunya, atendiese la demanda en este sentido que Carvalho pensaba enviarle un día de éstos.

6

La cercanía del invierno se notaba en los rápidos crepúsculos sobre el Valles, mientras al otro lado de la casa de Carvalho, Barcelona aceptaba la noche sobre el mar, las contaminaciones y el desigual reparto del lucerío urbano incipiente. Las ciudades se aceptan porque abrigan, como las patrias o los recuerdos. Carvalho presentía un viaje frío, una estancia de extranjero en una ciudad en la que nunca había sido feliz ni infeliz, que aparecía de pronto en el paisaje asolado como un milagro de cartón piedra repetible en Las Vegas o en Brasilia. Mientras en el fuego cocían los pescados para deshabitarse de aromas y traspasarlos al caldo, Carvalho lavaba y relavaba las escupiñas, en decidida lucha con las arenas escondidas en sus surcos. Más parecían frutos de tierra que de mar e incluso luego cuando se abrieron al vapor enseñaron la dureza de almejas pobres, distantes de la finura enfermiza de las almejas ricas, delicadas de color y salud. En cambio la escupiña exigía dientes, masticación en serio, para revelar sus profundos sabores escondidos en recias texturas. Rehogó el arroz en un sofrito de cebolla previamente hecho en la cazuela. Coló el caldo de pescado y tiró las herviduras. Filtró el caldo lechoso dejado por las almejas y esperó a que se enfriasen las valvas para arrancarles el cuerpo cocido y reducido a la medida humana. Los mariscos son seres inacabados cuando están crudos y sólo el calor de la muerte les proporciona límites, volúmenes definitivos. Hizo un picadillo generoso de ajo y perejil. Tras una ojeada a todo lo predispuesto para iniciar el guiso cuando llegaran los invitados, se fue a su habitación para arrancar la maleta de su sueño de armario profundo y llenarla con cinco mudas, el neceser y un mazo de puros palmeros que le había regalado el penúltimo cliente. Repasó la pistola y comprobó el resorte de la navaja automática cuatro o cinco veces. Luego se tumbó, dispuso un ojo hacia la chimenea apagada, el otro hacia el lucerío creciente de la ciudad. Comprobó sus resortes musculares para ponerse en pie de un solo impulso. Tuvo que hacerlo en dos veces y volvió a tumbarse para probar de izarse de golpe. Lo consiguió y se fue hacia la biblioteca llena de mellas y derrumbamientos, de libros deformes por un mal apoyo o por la asfixia excesiva a que les sometían libros mayores. Eligió
El problema de la vivienda
, de Engels, del que le bastó leer: «Tercera parte: observaciones complementarias acerca de Proudhon y el problema de la vivienda» para decidir que tenía bien merecido el fuego. Rompió el libro en tres pedazos, arrugó las páginas para airearlas y permitir la combustión y empezó a ordenar el edificio de teas y ramas sobre las ruinas de uno de los libros más insuficientes de Engels. El fuego subió como una lengua persuasiva y a Carvalho le asaltó la evidencia de que tardaría demasiados días en recuperar aquella ceremonia, días que obrarían a favor de la pasiva resistencia de su biblioteca a ser incendiada a la velocidad requerida como justo castigo a la cantidad de verdades inútiles e insuficientes que reunía. Decidió, pues, permitirse un acto gratuito y quemar un libro en la fogata inapelable. No escogió al azar, sino que rebuscó en las estanterías de Preceptiva y Crítica Literaria para sorprender una antología de supuesta poesía erótica castellana de los convictos y confesos ciudadanos Bernatán y García, culpables de haber seleccionado versos cilicios, capadores de cualquier rincón de la piel predispuesto aunque fuera al más imaginario de los erotismos. Se tragó el fuego el libro relamiéndose y Carvalho volvió a tumbarse, satisfecho de la oportunidad que acababa de conceder a los hombres futuros para que no recibieran desorientadora información sobre los usos y abusos eróticos de la España del siglo xx. Sonó el teléfono:

—¿José Carvalho?

—Sí.

—Le aconsejamos, por su bien, que no haga tonterías.

—¿Lo dice por la quema del libro? ¿Quién es usted, Bernatán o García? ¿Acaso Engels?

—No se haga el gracioso. Deje a los muertos en paz y sobre todo a ese muerto que usted sabe. Se lo merecía. No recibirá más advertencias.

Era una voz de policía de película de Bardem, en el supuesto caso de que a Bardem le hubieran dejado hacer películas con policías reales. Carvalho se llenó un vaso de orujo frío y con él en la mano recibió a Enric Fuster.

—Te traigo trufas de Villores conservadas en coñac.

—¿Qué tienen las trufas de tu pueblo que no tengan las de cualquier otra parte?

—El aroma.

Fuster se frotó las manos al ver el fuego encendido y luego se llevó un dedo a la sien cuando vio el alma carbonizada del libro arrojado a las llamas.

—¿Lo has consultado con un siquiatra?

El gestor le tendió una factura por los trámites y pagos de la declaración de renta.

—¿No te has equivocado de cliente? ¿Quieres decir que ésta no es la factura de Pujol?


Vertumnis, quotquot sunt natus miquis
, decía el gran Horacio.

—Una advertencia. Si quieres que te pague la factura has de asistir como testigo de parte a mi encuentro con un pez gordo de los comunistas. Lo diga yo o no lo diga, tú has de ejercer de testigo y luego callarte como un muerto todo lo que escuches. Lo de callarte como un muerto no es una frase hecha. Acaban de amenazarme por teléfono.

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