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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Intriga, Policíaco

Asesinato en el Comité Central (2 page)

BOOK: Asesinato en el Comité Central
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—No hemos podido dar las copias de tu intervención con tiempo suficiente. Las hemos repartido hoy mismo.

—Como siempre.

—Como casi siempre.

Garrido se había cortado el cabello; de su espalda salían efluvios de ducha reciente y loción after-shave. Quién le ha visto y quién le ve. A Santos le pareció por un momento seguir al Fernando Garrido de hacía más de cuarenta años, al líder congénito que en las reuniones preparatorias del octubre de 1934 le había dicho: «Déjalo todo y sígueme»; y Santos le había seguido durante cuarenta años de guerras, exilios, cárceles, falsas identidades, incluidas algunas vacaciones en Crimea y partidas de póquer estratégico con los soviéticos.

—Santos.

—Dime, Fernando.

—Quisiera hablar contigo y Martialay antes de empezar la reunión.

Entraron los tres en el salón. Julián Mir cerró la puerta a sus espaldas.

—Sigo sin ver claro el asunto de aplazar el encuentro con los socialistas.

—Insisto en que a quince días de las elecciones sindicales hay que marcar distancias. Va a haber tomate y el PSOE se va a volcar en la campaña de UGT.

—De todas maneras cualquier intervención o pregunta que se haga durante la reunión ha de ser contestada con una cierta ambigüedad. Las posiciones claras y tajantes muchas veces esconden oscuridad y vacilación.

—Creía que todo estaba claro.

—Por eso tal vez esté oscuro. ¿Cómo lo ves tú, Santos?

—No es necesario poner en cuestión la reunión con los socialistas. Tan lógico parecerá que la hagamos como que no la hagamos.

—Eso es.

—Me parece un problema bizantino.

—Siempre estáis diciendo que no queréis ser una correa de trasmisión del partido y el partido tampoco puede ser una correa de trasmisión vuestra.

Martialay se encogió de hombros y fue a buscar su sitio en la mesa, zambulléndose en las aguas mecanografiadas de su próxima intervención.

—Está nervioso.

—Tiene sus motivos.

Garrido sacó del bolsillo de la chaqueta un pitillo, como si todo el bolsillo fuera un paquete de cigarrillos. «Parece como si los sacara ya encendidos», había escrito un entrevistador.

—No te van a dejar fumar.

—Y luego dirán que soy un dictador.

Devolvió el cigarrillo al bolsillo:

—Empecemos.

Santos abrió la puerta y fue a ocupar su sitio a la derecha de Garrido. Desde allí vio la entrada parlanchina y ruidosa de los miembros del Comité Central.

—Casi un pleno. Se nota que hay expectación. Ya has visto lo de
El País
.

—Esos nos joden con educación. Pero los de
Cambio 16
han vuelto a titular «El chantaje sindical».

Se levantó Garrido para saludar a Helena Subirats.

—Muy buena tu entrevista en
La Calle
.

—Me alegro de que te haya gustado: El reduccionismo de los entrevistadores me sigue poniendo nerviosa.

Santos emitió el primer chist, secundado por la claca de chist de los más veteranos y disciplinados miembros del Comité Central. Santos golpeó con un dedo el micrófono y la tos tuberculosa, electrónica, magnificada, fue más eficaz que el chist humano.

—Tenéis en las carpetas el orden del día.

Un sesenta por ciento de los reunidos consideró que era indispensable comprobarlo. Julián Mir dio entrada en la sala a un cuarteto de fumadores de Televisión Española. Bañaron de luz la presidencia y las primeras filas de mesas, mientras la cámara se tragaba la realidad con un ruido sin altibajos, como si fuera un animal incapaz de matizar.

—Si quieren pueden quedarse —contestó Garrido a la despedida de los técnicos de televisión.

—Sería muy interesante, pero hemos de ir a filmar el inicio de la reunión de la Ejecutiva del PSOE.

—Allá ustedes. Pero aquí se enterarían de más cosas.

—No lo dudo.

—Las reuniones de los comunistas siempre son más emocionantes.

Santos respaldaba con su sonrisa las bromas de Garrido. Martialay seguía peleándose con los papeles de su intervención. Se marcharon los de televisión, se cerraron las puertas, se instaló el silencio.

—Acabaremos pronto porque ya sabéis que no puedo resistir sin fumar.

Risas.

Y como si las risas hubieran sido mal recibidas por los dioses de la energía eléctrica, se fue la luz y un cubo de oscuridad se instaló en el salón, sólido, incontestable.

—Estos de Comisiones Obreras siempre de huelga —comentó Garrido, pero los micrófonos no multiplicaron su socarronería.

Quiso decirlo en voz más alta, pero no pudo. Un dolor de hielo le traspasó el chaleco de lana inglesa y le vació la vida sin poder hacer nada para aguantársela con las manos.

Volvió la luz y Santos fue el primero en comprender que la escena había cambiado, que no era normal que Fernando Garrido tuviera la cabeza sobre su carpeta, una cabeza ladeada que le enseñaba la boca abierta y los ojos más vidriados que los gruesos cristales de las gafas desplazadas hacia la frente. Santos se levantó como si algo le salpicara dolorosamente las piernas y los demás comunistas se fueron levantando uno tras otro, estupefactos, entre qué pasas previos a un derrumbamiento de sillas y huidas hacia adelante, al encuentro con la evidencia de la muerte.

2

Le despertó la voluntad de despertarse. Conectó la radio en plena sintonía de España a las ocho. «Hondas repercusiones nacionales e internacionales del asesinato de Fernando Garrido, secretario general del Partido Comunista de España.» Pésame y dolor nacional e internacional. ¿Dónde están las hondas repercusiones? El Gobierno español ha desmentido que se hayan acuartelado las tropas y que la división acorazada Brunete haya desarrollado maniobras tácticas especiales. El jefe de Gobierno se ha reunido con el secretario general del PSOE y con José Santos Pacheco, del Comité Ejecutivo del Partido Comunista de España. El comisario Fonseca ha sido designado por el gobierno para dirigir la investigación sobre el asesinato de Fernando Garrido.

«El malvado Fonseca ataca de nuevo», se dijo Carvalho y desconectó la radio. Los ojos acuosos, sin párpados, rómbicos de Fonseca, el suave conejillo sangriento. Y en sobreimpresión un Fernando Garrido con veinticinco años menos, peripatético sobre la grava de una residencia junto al Mame, rodeado de jóvenes estudiantes llegados del interior para el cursillo de verano de 1956.

—Si la burguesía española no está dispuesta a secundar nuestra propuesta de reconciliación nacional no vacilaremos en volver a coger el fusil y marchar hacia las montañas.

—¿Hacia qué montañas?

Garrido le miró con la sonrisa en los labios pero con una fría dureza en los ojos acristalados; —¿Qué estudias tú? ¿Aún no te has enterado de que España es uno de los países más montuosos de Europa?

Las risas de los otros disolvieron la tensión, pero Carvalho notaba de vez en cuando los ojos de Garrido encima, como si le advirtiera mudamente, a distancia. Cuidado, muchacho. No te pases de gracioso. Este es un asunto serio. Durante el descanso, mientras buscaba soledad y frescor bajo los fresnos, Carvalho tuvo a su lado la compañía de un viejo dirigente con la vida y la Historia llena de costurones. Una vida tan ejemplar ridiculizaba implícitamente la pequeña ironía que el estudiante se había permitido poco antes, desdramatizando algo tan dramático como el ser o no ser de la revolución española.

—A ti te parece raro que Garrido proponga lo de las montañas, pero piensa que hace sólo siete u ocho años aún estábamos por los montes acosados como alimañas y que un comunista en España es salvajemente torturado y condenado a cientos de años de cárcel.

Carvalho tenía demasiada adolescencia como para disculparse y demasiada admiración como para indignarse. Dejó hablar al viejo camarada y desde entonces siguió las reuniones sin malgastar ni un sarcasmo. El régimen caería en octubre y una camarada informó que la potencia del partido era tal que en Barcelona estaban en condiciones de poner la ciudad en estado de sitio. La influencia de Camus, pensó el joven Carvalho, pero no lo dijo y examinó a la mujer con el interés que le merecían las especies en extinción.

—Yo misma lo he comprobado y los camaradas de Barcelona podrán ratificarlo.

Como si no pudieran hacer otra cosa, los camaradas de Barcelona ratificaron, con una cierta falta de pasión pero ratificaron, haciéndose un lío entre condiciones objetivas y subjetivas por las dosis de subjetividad necesarias para creerse lo que decían. Luego los saludos, las despedidas, las canciones:

Tengo que bajar al puerto

y subir al Tibidabo

para gritar con mi pueblo

¡
Fuera yanquis! ¡Muera Franco
!

¡
La sangre española

no es sangre de esclavos
!

Canciones mal cantadas porque sólo se las sabían los organizadores del cursillo, veteranos comunistas que debían recurrir a un notorio voluntarismo juvenil cuando cantaban.

Joven Guardia, Joven Guardia
,

no les des paz ni cuartel
.

Carvalho comprobaba que no se podía ir a un cursillo como aquél llevando el espíritu marcado con la consigna de Machado: «Duda, hijo mío, de tu propia duda.»

La primavera ha venido

en alas de una paloma
,

voces del pueblo se alzan

sobre la tierra española
.

¡
Vivan las huelgas de Barcelona
!

Tengo que bajar al puerto

y subir al Tibidabo
.

No hacía otra cosa ahora. Bajar al puerto en busca de relax entre tediosas esperas y tediosos casos de investigación subcriminal o subir al Tibidabo en busca de su madriguera en Vallvidrera, desde la que contemplaba una ciudad más vieja, más sabia, más cínica, inasequible para la esperanza de ninguna juventud, presente o futura. Fue la única vez que vio a Garrido como militante. Veinticinco años después le fue a ver a un mitin para descubrir simplemente que los años no pasaban en balde. Domina el toreo a la media distancia, dijo a su lado un petimetre moreno de verde luna, disfrazado de otoñal disfrazado de niño de primera comunión. «¿Dónde cono estabas tú en aquel verano del cincuenta y seis?», le preguntó Carvalho con los ojos pero sin la menor esperanza de respuesta. Los miles y miles de asistentes al acto eran tal vez el fruto de años y años de ejercicios espirituales en Francia o en las catacumbas del país, pero el discurso de Garrido seguía siendo el mismo, seguía siendo la misma propuesta a la burguesía para que pactase progreso si no quería volver al fascismo o correr el riesgo del caos prerrevolucionario. Allí sí había suficientes comunistas para colocar la ciudad en estado de sitio, pero ¿qué se hace después de haber colocado una ciudad en estado de sitio? Junto a Garrido estaba sentada la camarada que veinticuatro años antes sitiaba ciudades con la imaginación y el deseo. Entonces se llamaba Irene y ahora se llama Helena Subirats, acta de diputado y declaraciones balsámicas.

—Dictadura ni la del proletariado.

Buscó otra emisora de radio por si ampliaban o complementaban la información de Radio Nacional, Una emisora local trataba de entrevistar a José Santos Pacheco, inesperadamente llegado a Barcelona desde Madrid en el primer avión del puente aéreo. Santos trataba de evitar las preguntas pero sólo conseguía evitar las respuestas.

—¿Ha sido el crimen de un fanático o el principio de un vasto plan de desestabilización de la democracia?

—Comprenda. Nadie sabe nada todavía. Pregunten al gobierno. Ha sido un acto contra la democracia.

—¿A qué ha venido usted a Barcelona?

—Suelo venir con frecuencia.

—¿Cómo interpreta usted la designación del comisario Fonseca como investigador oficial del asesinato?

—Como una broma de mal gusto. Fonseca permanece en la memoria de los comunistas como uno de los verdugos predilectos del franquismo.

Fonseca ofrecía los cigarrillos a medio asomar en su cajetilla, con el brazo medio extendido, a media voz, a medio mirar, con aquellos ojillos heridos por la realidad, llenos de agua y amenazas. Carvalho lo recordaba desfilando por el pasillo mirando caprichosamente a los detenidos en la redada, pidiendo un comentario explicativo de sus lugartenientes barceloneses.

—¿Éste?

—José Carvalho. Un rojo peligroso.

Fonseca consiguió cerrar los ojos de disgusto cuando el lugarteniente pegó un puñetazo en el estómago desprevenido de Carvalho.

—Usted y yo vamos a hablar largo y tendido —le dijo mientras seguía su examen de la cacería—. Tenemos toda la noche por delante.

3

—Esto es la guerra, jefe.

Biscuter tenía conectado el transistor y escuchaba un reportaje en directo desde la capilla ardiente del Partido Comunista de España en Madrid. Miles de madrileños habían pasado ante los restos mortales de Fernando Garrido en medio de un impresionante despliegue policial, complementado por el despliegue militar que se había podido observar en los barrios límites de Madrid.

—Dígame, señor. Una encuesta para Radio Nacional. ¿A qué atribuye usted este asesinato?

—Al fascismo internacional. ¿A quién va a ser?

—Pero el hecho de haber sido asesinado dentro de un local cerrado, en el que sólo había comunistas, todos ellos miembros del Comité Central, ¿cómo lo explica usted?

—Lo explico como sólo puede explicárselo un buen comunista. Ha sido el fascismo internacional.

—Es usted militante.

—Lo soy. Desde hace mucho tiempo, sí, señor.

—¿Conocía personalmente a Fernando Garrido?

—Tuve el honor de estrecharle la mano en más de una ocasión v fui delegado por mi agrupación al congreso de 1978.

—La pugna de aquel congreso entre leninistas y no leninistas, ¿puede haber repercutido en este crimen?

—Usted nos conoce muy mal, señor. Nosotros no vamos por el mundo matándonos los unos a los otros. Usted ve demasiada televisión o ha visto demasiado cine americano. ¿De qué radio me ha dicho que era?

—De Radio Nacional.

—Entonces no me extraña nada.

—Bien dicho, collons! —estalló Biscuter.

—A ti ni te va ni te viene, Biscuter.

—Pero esto es una putada, jefe. Hay que reconocer que Garrido era un tío.

Biscuter no había tenido tiempo ni de deslegañarse ni de ordenar mínimamente la mesa del despacho.

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