Asesinato en el Comité Central (20 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Asesinato en el Comité Central
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—Vaya al hotel Opera y le dice al conserje que suba estas bolsas a la habitación trescientos once.

—¿Qué hay dentro?

—Una cena para dos.

El taxista ojeó el contenido.

—No es que desconfíe., pero pasa cada cosa.

Sonrió ante la propina.

—Volando y buen provecho.

Carvalho se metió en una cabina telefónica que no tenía teléfono, luego en otra cuyo teléfono tenía los nervios rotos y las tripas fuera, finalmente consiguió que le dejaran llamar desde un bar después de haber consumido una ración de almejas vivas y media botella de vino blanco de Rioja frío.

—¿No tienen vino de Rueda?

—No. O Valdepeñas o Rioja.

Madrid es una ciudad vinícolamente predeterminada. Fue el último pensamiento banal que tuvo antes de encerrarse en la cabina de la cafetería y empezar a concertar citas con los seis hombres de la lista. Llamó al Comité Central para que le localizaran al manchego y lo pusieran a su disposición al día siguiente.

—Es mal día para mí. Preparo las clases de mañana. Estoy rodeado de estudiantes voraces que sólo piensan en estudiar y en el día de mañana. Quizá podríamos comer juntos. Cualquier cosa.

—Yo nunca como cualquier cosa. Le invito en Lhardy.

—¿Ha tenido un catorce en las quinielas?

—Paga el partido.

32

Leveder sabía escoger un menú pero hacía esfuerzos expiatorios para olvidarlo. Reprimió su impulso inicial de asesorar a Carvalho y le dejó escoger con una cierta inquietud a distancia. Aprobó con los ojos las elecciones de Carvalho y él pidió un caldo de rabo de buey y salmón fresco a la parrilla.

—Tengo úlcera. Si no ya me apuntaría a su menú.

Carvalho había pedido caviar iraní y callos a la madrileña.

—Bien hecho —aseveró Leveder muy convencido—. Puesto que el mejor caviar es el iraní y los mejores callos son los de Lhardy. Cuando vuelva a Barcelona puede llevarse un taco de callos en gelatina. Los venden abajo, en la tienda. ¿Se irá pronto?

—En cuanto termine, no me quedo por gusto.

La ambientación de Lhardy enmarcaba la comida en un satisfactorio ambiente de club privado inglés decorado por un interiorista francés, neoclásico, de mediados del xix tardío, de discreto gusto. Un ambiente ideal para platos humeantes, pero tal vez poco adecuado para platos fríos.

—Excelente marco para hablar del partido.

Leveder le guiñó un ojo y se llevó, a los labios su copa de agua mineral.

—Un agua mineral magnífica. Cosecha del setenta y dos. Es un gran año para las aguas minerales. En cambio evite las de 1973, llovió poco y saben a restos de pozo. ¿No se pone mantequilla sobre el pan tostado?

—Lo encuentro una estupidez cuando el caviar es tan meloso como éste.

Carvalho repitió la copa de vodka helado y dejó que Leveder se ensimismara, como buscando dentro de sí mismo la respuesta al porqué del encuentro. Leveder volvió a Lhardy, a Carvalho, incluso se inclinó hacia él para decirle:

—¿Me ha elegido como sospechoso principal?

—Como interlocutor.

—¿Me ha denunciado la vieja guardia? No es que me tengan manía pero hablamos lenguajes diferentes. Yo jamás empleo palabras como condiciones objetivas, resituación, tejido social, hay que conseguir las mejores condiciones, la clase obrera paga el precio de la crisis, ¿comprende? No es que no crea en la verdad que hay detrás de todo este lenguaje, pero me esfuerzo en buscar sinónimos. En toda tribu no hay nada tan alarmante como las violaciones del código lingüístico. Tal vez por eso soy sospechoso. Además había votado contra Garrido, ya lo sabrá usted. Pero no le maté. Tengo un gran apetito histórico, me gustaría ser Napoleón o la Virgen María, pero me falta la decisión final, sobre todo si se trata de practicar el tiranicidio.

—¿Garrido era un tirano?

—Un tirano científico, como todos los secretarios generales de los partidos comunistas. Ejercen la tiranía no por mandato divino sino por mandato del Comité Ejecutivo, el que a su vez la ejerce por mandato del Comité Central que la ejerce por mandato del partido, que la ejerce por mandato de la Historia. Como habrá comprobado soy trotskista y ahora me preguntará ¿qué hace un trotskista como tú en un partido como éste? Ande, pregúntelo.

—Delo por preguntado.

—Evitarme a mí mismo la tentación de meterme en un partido trotskista. Ya lo dijo el Che: Si hay que equivocarse es preferible equivocarse con la clase obrera. Yo siempre he preferido estar donde estuviera la vanguardia objetiva de la clase obrera real y he abandonado a mucha gente, por ejemplo a mi hermano que es presidente del tiro de pichón de Coria y es amo de media provincia y a mi mujer que es marxista grupuscular. Ha pasado por todos los partidos comunistas pequeñitos porque tiene mucha capacidad de ternura. Le gustan los partidos de izquierda que son una monada. Cuando éramos novios si la quería hacer feliz le regalaba sillitas, cafeteritas. Recuerdo que el regalo que más la ilusionó fue el de una cafetera italiana que sólo hacía café para dos personas. En política era igual. Se apuntaba a la causa de todo aquel que montaba un partido de izquierda con veinte duros de marxismo. Ahora creo que es anabaptista marxista-leninista o algo así. Señor Carvalho, a mí me gusta equivocarme a lo grande. Aquí donde me ve me corresponsabilizo de todos los crímenes de Stalin y de todas las malas cosechas soviéticas desde que se puso en marcha la destrucción de los kulaks y de los pequeños campesinos privados. De lo que no me corresponsabilizo es de los gilipollas como mi mujer o Cerdán que van por ahí montando puestos de baratijas ideológicas o inventando el marxismo jeremisiaco a lo Cerdán. Es obsceno. Van por ahí enseñando las pupas y diciendo: Nos han traicionado. Mierda. Que les den por el culo y mucho.

Leveder estaba realmente indignado.

—Por todo lo dicho deducirá que yo no maté a Garrido. En el fondo le tenía un gran cariño al viejo aunque le estaba perdiendo el respeto histórico. A su edad y en su circunstancia, tenía que haber impulsado una reforma real del partido. Tenía que haber llevado la desestalinización hasta sus últimas consecuencias, llegar a esa identificación base-dirección sin la que cualquier proyecto de partido de masas es una estafa. Tenía que haberse aprovechado del seguidismo heredado de la clandestinidad para impulsar una revolución cultural interna, cultural, insisto, cultural, porque cada partido comunista tiene una cultura interna, una conciencia de su identidad condicionada por su evolución como intelectual orgánico. ¿Me sigue? ¿Usted cree que esa cultura interna puede ser la misma en un partido donde han influido Gramsci y Togliatti que un partido donde han influido Thorez y Marchais y han puesto de patitas en la calle por orden de aparición escénica a Nizam, Lefebvre, Garaudy?

—Para usted entonces, Garrido era un freno.

—Sí, porque estaba solo. Había ido dejando en la cuneta a gentes valiosas que podrían haber ayudado en esta batalla, pero a la hora de darla estaba rodeado de gente que ni podía ni quería ayudarle a adaptar el partido. Además no se fiaba de los que no le decían siempre amén. La suerte estaba echada. Hubiéramos podido seguir así, en esta situación de impasse, ni chicha ni limoná, ni carne ni pescado hasta el año dos mil. Ahora al menos habrá que escoger, habrá que decidirse.

—¿Cuál es su candidato?

—Cualquiera menos Santos.

—¿Por qué?

—Porque es un santo varón que practicará la necrofilia con el Fernando Garrido de sus entrañas. Prefiero que gane un trepa que tenga visión de la realidad.

—¿Quién es un trepa?

—Todos y nadie. Un trepa en un partido como éste siempre es un trepa relativo. Los trepas absolutos están en los partidos que ya hoy pueden ganar.

—¿Hay alguien lo suficientemente trepa como para asesinar para conseguir el cargo?

—No. Ese es un planteamiento estúpido. Este asesinato no ha ido contra Garrido sino contra el partido. ¿Quién puede querer asesinar un partido para poseerlo?

—Pero el asesino es uno de ustedes.

—El asesino es un traidor. No hace falta ser un lince, ni detective privado para comprenderlo.

Carvalho puso sobre el mantel, a unos milímetros de un sorbete de Marc de Champagne, el croquis de la sala de la muerte del hotel Continental. Trazó un círculo ante la mesa presidencial.

—De este círculo salió el asesino si calculamos el tiempo de que dispuso. Examine los nombres que hay aquí escritos. ¿Quién es el traidor?

Leveder miró fijamente a Carvalho, luego clavó los ojos en el papel, escudriñó más que leyó cada nombre. Luego se dejó caer contra el respaldo de su silla, suspiró y parecía tener lágrimas en los ojos.

—¿Paga usted la comida?

—Sí.

—Entonces discúlpeme.

Se levantó y se fue en busca de las escaleras de salida.

33

—A las cinco me reúno con la comisión parlamentaria, a las seis tengo que estar en San Cristóbal tratando de convencer a unos camaradas de que la clase obrera polaca no está pagada por la CÍA. A las ocho se reúne el Ejecutivo para ultimar los detalles de cara a la próxima reunión del Central en la que se elegirá un secretario general provisional y se convocará un Congreso de Urgencia. Con mucha suerte espero estar en mi casa a las cuatro de la madrugada. No se sorprenda si le digo que tengo poco tiempo.

Sepúlveda Civit aún olía a desodorante mezclado con loción facial. Pulcritud, musculatura, eficacia, un sentido perpendicular de la existencia que se le notaba en las escasas intervenciones en Cortes que le había permitido el protagonismo de Garrido. Podía haber continuado su programa vital: a las siete me levantaré para hacer footing ¿o quizá jogging? A las ocho desayunaré con los niños y les acompañaré al colegio: es la única manera de verles. A las nueve he de entrar en mi despacho de ingeniero al servicio de Entrecanales y Tavora, pero a las once me esperan en el Ayuntamiento, soy concejal de Transportes. A la una he de discutir con el gerente de Entrecanales y Tavora la posibilidad de abrir un túnel por Salardú sin que se produzca un allanamiento de los Pirineos, a las dos… Carvalho recordaba una canción de la época de pubertad: a la una sale la luna, a las dos sale el sol, a las tres sale el tren, a las cuatro sale el gato, a las cinco San Francisco, a las seis su mujer, a las siete se la mete, a las ocho por el chocho, a las nueve sale el nene, a las diez otra vez. Sepúlveda Civit no adivinaba la silenciada canción que entretenía el ensimismamiento de Carvalho pero adivinaba que el detective no consideraba gravemente sus problemas temporales. Miró el reloj digital y, como si la mirada hubiera sido una señal, el reloj se puso a emitir musiquilla espacial que recordaba vagamente el toque de silencio. Alzó una mirada crítica hacia el rostro de Carvalho ¿lo ve? La música me avisa, me acosa y usted está ahí silencioso, sin decir nada.

—¿Decía usted algo?

—Lo siento pero suelo tener digestiones pesadas.

—Haga como yo, apenas como. Un bocadillo vegetal y escasamente cárnico, un vaso de leche, un zumo de frutas, café y al tajo. Luego ya me desquito a la hora de la cena cuando no hay reunión, claro. El problema es que siempre hay reunión. Para hacer política hay que tener el culo de hierro. A Berlinguer se le llama
«culo di ferro»
.

Carvalho colocó ante su vista el mismo plano general del salón del Continental que había mostrado a Leveder, y señaló el círculo.

—Usted estaba sentado ahí dentro.

Contempló minuciosamente el plano.

—En efecto. Y me adelanto a lo que va a decirme. De esta zona partió el apuñalador. Mire.

Tiró de un cajón y sacó un plano exactamente igual al de Carvalho. Los pupitres estaban coloreados de diferentes colores según la proximidad a la mesa presidencial.

—He hecho calcular a uno de mis ayudantes los tiempos de traslado en relación con las distancias. Las posibilidades son múltiples porque dependen de factores de edad, aparte de factores de situación. Incluso lo he planteado en una fórmula matemática. Aquí la tiene.

—Es preciosa.

—Si quiere se la explico.

—Mi última relación con las matemáticas fue un suspenso en quinto de Bachillerato, luego me pasé a Letras.

—¿Se puede ser detective privado sin saber matemáticas?

—Le aseguro que me apaño con la aritmética.

Ni una brizna de sonrisa en aquellas facciones de ejecutivo de la revolución pasteurizada.

—Vamos a ver si usted con las matemáticas y yo con la aritmética hemos llegado a conclusiones parecidas.

—Por el trazado de su círculo veo que sí, aunque yo puedo demostrarle que alguien dé los laterales tuvo tiempo de llegar, matar y volver a su sitio antes de que se volvieran a encender las luces. El problema sigue siendo el mismo. La orientación. Pudieron orientarse mejor los que estaban en disposición perpendicular a la mesa.

—Orientarse ¿cómo? La sala estaba a oscuras.

—Éste es el quid y yo lo tengo aclarado. Garrido fumaba. El asesino se orientó por el breve resplandor del ascua del cigarrillo.

—Más de tres y más de cuatro están dispuestos a jurar que hicieron apagar el cigarrillo a Garrido antes de entrar en la sala. En cualquier caso, el asesino no podía confiar en un factor tan inestable. Podía plantearse que no fumara atendiendo a la prohibición expresa de no fumar. Y de todas maneras es muy difícil orientar un golpe tan diestro a tan débil iluminación.

—Con entrenamiento todo es posible y el golpe fue dado por un experto.

—¿Un experto que se entrenó a la luz de una colilla?

—Hay que resolver el problema de la señal, se lo aconsejo. Resuelva eso y resuelve el caso. Todo lo demás es perder el tiempo, incluso estos interrogatorios con sospechosos situacionales.

—¿Acepta usted ser un sospechoso situacional?

—Lo acepto. Es una verdad objetiva y los marxistas creemos en las verdades objetivas. Si no hay señal de orientación, la única posibilidad es que el asesino tuviera ojos de gato capaces de orientarle en plena oscuridad.

—Otro sistema es el del testamento.

—¿De qué testamento habla?

—¿A quién beneficia el testamento? Es la primera pregunta que suele hacerse en las novelas policiacas.

—Lamento llevarle la contraria. Esto no es una novela policiaca. Es una novela política y el asesino ha tratado tanto de destruir a un hombre como de desacreditar su testamento.

—Eso me dicen todos.

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