Read Asesinato en el Comité Central Online
Authors: Manuel Vázquez Montalbán
Tags: #Intriga, Policíaco
—¿En qué piensas?
—En el culo de las camaradas.
—¿En el mío, por ejemplo?
—No en un culo concreto, sino en un culo generalizable.
—Pues qué bien. Debe de ser un culo muy feo, maltratado por horas y horas de reuniones.
—O te reúnes poco o tu culo es de excelente materia prima.
—¿Es una insinuación?
El culo de la camarada. Guárdate del culo de la camarada e investiga el asesinato de Garrido. Carvalho hizo un esfuerzo para engullir el taco de tabú político que se le había atragantado.
—Las comunistas me cohibís. Tengo la sospecha de que sólo tenéis un sentido épico o bien un sentido ético del polvo.
—No sé de qué me hablas. Tal vez fueran las cosas así durante el sitio de Stalingrado. Estás un poco carrozón.
—Sin duda tengo una fijación adolescente.
—¿En tu época no practicabais el amor libre?
—No. ¿Y ahora?
—Tampoco.
Suspiró Carmela, desencantada.
—Pero de ética y épica, de eso nada. Puedes estar convencido.
Carvalho consiguió desengancharse del ruidoso plástico y quedar sentado en el canto del sofá frente a Carmela. ¿Pongo una sonrisa de sospecha de complicidad o voy directamente al grano? Se oyó el ruido de la puerta de la calle al abrirse.
—Ahora llega ese momento en que entra el marido y acuchilla al amante de la esposa infiel. Será una muerte injusta.
Carmela miraba hacia la puerta con perplejidad e indignación.
—Como sea él me va a oír.
No era él. El marco de la puerta casi era insuficiente para el gordo sonriente que con la mano apistolada impuso tranquilidad a Carvalho. Invadió el hombre la habitación y tras él apareció un rubio pálido descendiente por línea directa de un hijo ilegítimo, hasta entonces desconocido, de Carlos II el Hechizado.
—A tranquilizarse, a tranquilizarse. Usted, señora, no se asuste. Su amigo ya le dirá que soy un hombre pacífico.
—¿Quién es este tío?
—Usted lo ha dicho: soy el tío de Pepe. ¿Verdad, Pepe?
—¿El tío de América? ¿El tío de la Unión Soviética?
—¿Aún sigue así? Qué más da. A usted ¿qué más le da? ¿Has oído, Pérez? No les he presentado a mi amigo Pérez. Tiene un apellido que es un hallazgo.
Reía el gordo mientras se guardaba la pistola sin quitar el ojo de encima de Carvalho.
—¿Están de paso o vienen a quedarse?
—De visita, señora, de visita. Ante todo, señor Carvalho, le felicito por el numerito del VIP. Es usted un poco suicida porque aquel muchacho al que usted ha puesto en evidencia no lo olvidará fácilmente. Tengo entendido que además ha roto usted el brazo de un profesional y eso no está bien, aunque ese profesional sea antagonista mío. Reconozco que es usted un hombre de recursos y por eso he preferido visitarle en un terreno neutral. Ni el hotel, ni la calle. Aquí, en casa de esta simpática señora. Tiene usted una simpatía muy madrileña.
—Muchas gracias.
—Hay quien dice que los españoles más simpáticos son los andaluces. Yo me inclino por los madrileños.
—Gracias en nombre del honrado pueblo de Madrid.
El rubio olisqueaba más que observaba la habitación. El gordo se burló de él moviendo el hocico conejilmente y se sentó en el extremo del sofá donde permanecía Carvalho.
—No nos han presentado —dijo Carmela cruzando las piernas y entregándose a la anatomía del sofá.
—Yo soy un hombre vulgar que se dedica a enterarse de cosas y Pérez es mi ayudante.
—Conozco muy bien a qué se dedica esta señora, y por lo tanto no me molesta que esté presente durante nuestra conversación.
—Si es que la hay, porque no tengo nada que decirle.
—No se precipite. Seguro que tiene mucho que decirme. Dentro de unas horas, de las horas que sean, usted mismo se sorprenderá de lo mucho que me ha dicho. Desde la última vez que hablamos ha tenido reuniones muy interesantes. Fonseca, Santos Pacheco, Leveder, Sepúlveda Civit. Me parece que se está acercando al final.
—Cuéntemelo usted. Tanto usted como los de la acera de enfrente saben el final.
—Le doy mi palabra de honor que yo no lo sé. Fíjese en lo que le digo. Yo, yo, yo no lo sé. A mí me han dicho: ruégale al señor Carvalho que te informe y yo cumplo órdenes. Señora, no se mueva.
La voz había sido tajante, impensable en aquel cuerpo fofo semidesparramado en una esquina del sofá pero al mismo tiempo expectante de todo cuanto pudiera ocurrir en la estancia.
—Tengo pis.
—Pérez, acompaña a esta señora, examina la toilette antes de que entre y luego déjala entrar con absoluta libertad.
Salió Carmela seguida de Pérez.
—Al fin solos. Pero no crea que usted dispone de mejor correlación de fuerzas. Soy mucho más rápido de lo que usted presume y le conviene que Pérez no se ponga nervioso porque es un duro, un auténtico duro que no distingue sexos. Un auténtico salvaje. Vamos al asunto y terminemos cuanto antes. ¿Caballo ganador? Haga un pronóstico.
—Usted me sobreestima. No he hecho más que empezar.
—Hemos visto muy nervioso a Santos Pacheco. Sobre todo cuando se encontraron en la Ciudad Universitaria. Sin duda teme el veredicto, es comprensible, sea cual sea, él pierde. Me pongo en su piel. Para un viejo comunista como Santos Pacheco debe ser muy duro, mucho, tener que encajar una cosa así. No se pase de listo. No crea que va a terminar esto a espaldas nuestras.
—¿Qué me aconseja? De profesional a profesional. ¿Le paso primero la información a usted o a los otros?
—No hay color. A mí. Si pudiera hablar le convencería fácilmente de que soy la elección más rentable.
—No hemos hablado de dinero.
—Hay muchas maneras de pagar.
—¿Por ejemplo?
—La vida, la tranquilidad, ¿le parece poco? No divaguemos. Se está acercando el final. Dígame los nombres de los más sospechosos.
Carmela volvió seguida de Pérez.
—Cuando me pongo nerviosa me da por hacer pis.
Volvió a oírse el ruido de la puerta de la calle y a continuación un silbido de aviso.
—¡No! —exclamó Carmela.
El gordo se puso en pie trabajosamente y en la mano de Pérez apareció una Beretta. Cuando los pasos estuvieron a punto de llegar al umbral de la puerta, Carvalho se dejó caer de lado contra el gordo, que cayó piernas arriba sobre el sofá volcándolo. La pistola de Pérez dudó entre encañonar a Carvalho, a Carmela o al hombre que desde la puerta exclamaba enérgicamente:
—¡Qué pasa aquí!
Carmela inició la huida pero Pérez la retuvo por un brazo. El recién llegado avanzó sin dudarlo hacia el rubio.
—¡Deje usted a mi señora!
Carvalho se abalanzó sobre Pérez y le empujó contra la pared, donde quedó como un santo cristo.
—¿Y usted quién es…? —tuvo tiempo de preguntar el marido de Carmela antes de que Carvalho cogiera a la muchacha por una mano y tirara de ella fuera de la habitación.
—Carmela, ¿dónde vas, Carmela?
—¡Corre tú también!
—¡Pero qué leches pasa…!
Carvalho salió al descansillo de la escalera y se lanzó escalones abajo conservando atenazada la mano de Carmela.
—¡Corre, Paco, corre…! —gritaba ella con la cara vuelta hacia arriba.
Salieron a la calle. Carvalho se parapetó tras un coche y obligó a Carmela a agacharse. Los ojos de Carmela quedaron a la altura del bolsillo de la chaqueta del detective y vieron cómo de él salía una pistola negra, pesada, que olía a grasa y a encierro.
—¿Qué le habrá pasado a mi Paco?
—Es un poco lento el chico.
—Ya me hubiera gustado verte a ti en su lugar. Yo me voy a buscarlo.
—No le harán nada. Quédate quieta.
De la puerta súbitamente iluminada salieron el gordo y su ayudante. Caminaban pausadamente, conversando sobre algo que les preocupaba con moderación. No tomaron ninguna precaución. Recorrieron la acera, doblaron la esquina, desaparecieron sus cuerpos y sus voces. Carvalho indicó a Carmela que siguiera agachada y él se escondió tras los coches para seguir paralelamente el recorrido de los dos hombres. Al llegar a la esquina vio cómo se metían en un coche aparcado. Esperó a que arrancara, a que desaparecieran las luces de posición al final de la noche espesa y volvió hacia donde había dejado a Carmela. No estaba. Cruzó la calle, subió los escalones de dos en dos. La puerta del piso estaba cerrada.
—Soy yo. Pepe.
Carmela abrió. Tenía los ojos llorosos.
—Salvajes. Lo que le han hecho a mi Paco.
Carvalho la apartó y ganó la sala de estar en dos zancadas. El hombre estaba recostado en un sillón con una flor roja de sangre en los labios partidos y un brazo que le colgaba inhibido, roto, al lado del cuerpo gimiente por todos sus poros. Los ojos juzgaron críticamente a Carvalho y luego se volvieron a Carmela pidiendo explicaciones.
—Es un amigo.
—¿Puede caminar?
Asintió el hombre con la cabeza.
—Hay que llevarle a un dispensario o a un servicio de urgencias, sobre todo por el brazo.
Los ojos del hombre recostado en el asiento trasero del coche miraban ora el cogote de Carvalho, ora el de Carmela, en una muda búsqueda de lógica a lo que había pasado.
—Diles que ha sido una riña. Que os querían atracar. Invéntate a dos o tres tipos. Si les dijéramos la verdad nos tendrían toda la noche y levantarían hasta al ministro del Interior.
El coche penetró en el túnel del servicio de urgencias. Mientras Carmela daba los datos a la encargada de rellenar la orden de entrada, un asistente se llevaba a Paco en silla de ruedas hacia los interiores del templo.
—Los familiares no pueden entrar. Dentro de media hora ya les daremos información. Pueden ir a la sala de espera.
Una máquina automática de café automático y otra para aguas, colas y naranjadas no menos automáticas. Padres de motoristas aplastados contra la noche, mujeres de apuñalados anónimos, hijas maduras de madres asaltadas por la hemiplejía poco, muy poco después de haber cenado tan ricamente, col y patata y una pescadilla que se mordía la cola, un taxista que había roto a un anciano en Arturo Soria, el flaco marido de una gorda preñada que se había frito la mano en el mismo aceite donde habían burbujeado calamares a la romana. Carvalho salió de la sala de estar para encender un puro y se distrajo en la contemplación de las ambulancias que llegaban y se iban dejando la destruida carga de las víctimas de la noche. «Cuando llega la noche y expande sus tinieblas, pocos animales no cierran los párpados y crece el dolor de los enfermos», había escrito Ausiás March y se tradujo Carvalho en una decidida voluntad de estropear los versos. Del horizonte nocturno apareció un anciano renqueante que se apretaba el bajo vientre con una mano y con la otra daba impulso al cuerpecillo para seguir avanzando.
—¿Es usted médico?
—No.
—Vengo caminando desde Lavapiés. La otra noche me pusieron una sonda en la orina y tengo espasmos.
Barba de días, descarnada cabecita de polluelo bajo la boina, manos nerviosas desabrochando la bragueta y enseñando a Carvalho un sexo vendado del que salía un tubo de plástico hacia una bolsa llena de orines adosada a un muslo de pollo flaco lleno de venas y de pieles deshabitadas.
—Se va a enfriar.
—Me duele tanto.
Carvalho le cogió por un brazo y le ayudó a llegar a la oficina de ingresos. La oficinista cabeceó molesta.
—¿Usted otra vez?
—Me duele mucho.
—¿A que ha vuelto a venir a pie? Vamos. Métase dentro.
El viejo penetró en el templo. La mujer seguía cabeceando y comentó para Carvalho:
—Está esperando plaza para que le operen de la próstata y se presenta aquí de pronto, a veces a las cuatro o a las cinco de la madrugada. Siempre viene a pie y solo.
Clareaba cuando el taxi dejó a Carvalho en el hotel Ópera. En el ascensor amartilló la pistola dispuesto a deshacerse de cualquier obstáculo que le impidiera tomar una ducha caliente y relajarse un rato entre sábanas propicias. Abrió la puerta de la habitación de golpe, igual hizo con la del cuarto de baño. Puso el seguro y se duchó larga, golosamente. Ya en la cama se masturbó para tranquilizarse y buscó primero en el techo y luego en la caverna formada por las sábanas sobre su cabeza un motivo para dormirse. No lo halló. Se levantó, se vistió, recorrió un aburrido horizonte de porras, churros y cortados sobre los mostradores de las madrugadoras cafeterías del barrio hasta encontrar una en la que, si bien no estuvieron dispuestos a hacerle un pan con tomate y jamón, tampoco le expulsaron ante esta abusiva y evidentemente catalana pretensión y se avinieron a cocinarle un pepito de lomo adobado, con el inevitable sabor a iguana o a cocodrilo capón que tienen los pepitos de lomo adobado madrileños.
Marcos Ordóñez Laguardia era un practicante acérrimo de la vieja cultura del partido, cultura ante todo connotada por el sentido de la puntualidad. «Si un camarada se retrasaba cinco minutos, mala señal. Seguro que estaba en dificultades. Eso nos educó en el sentido de la puntualidad», aclaró Marcos Ordóñez a Carvalho cuando le comentó la matemática coincidencia entre que sonaran las nueve de la mañana y que el viejo comunista apareciera por la puerta de la «Fundación José Díaz». Como un reguero discontinuo fueron llegando los restantes empleados, acogidos por la tolerante sonrisa de Ordóñez y algún que otro comentario sobre lo calentito que se estaba en la cama. «Es que tú eres de los de antes de la guerra, Marcos. De acero. Un konsomolazo eres tú, Marcos.» Se cachondeó una morena que llevaba medias de costura y un lunar junto a la boca. Marcos sonreía satisfecho por su triunfo mañanero cotidianamente repetido, que le estimulaba incluso a empezar los días bajo el signo de un éxito pequeño pero seguro. Parecía un anciano mandarín, educado, pulcro, con una amabilidad casi japonesa.
—No quiero engañarle. Santos me advirtió que usted quería hablarme. Quiso prepararme para lo peor. La sinceridad es una virtud comunista. Eso le he contestado.
¿Quién había matado a Garrido? ¿Nadie? ¿Todos? No, él se reconocía incapaz de aislar un rostro, un brazo asesino, un motivo. ¿Por qué? ¿Para qué?
—El para qué está claro. Para desacreditar al partido. El porqué, ése es el misterio. ¿Por qué un camarada asumió el crimen? Sé por qué me interroga a mí. He tenido una historia desgraciada pero también se ha exagerado. No existe el parto sin dolor. No existe la Historia sin dolor. En el mismo momento en que yo era apartado de la dirección y me ponía a trabajar en una fábrica en Checoslovaquia, miles de griegos eran masacrados por la contrarrevolución capitalista, miles de asiáticos y africanos sufrían persecución por sus ideas antiimperialistas. ¿Cuántos no fueron torturados y murieron? ¿Quién tiene en cuenta eso? Y en cambio siempre se tiene en cuenta los errores, grandes o pequeños, sin duda inhumanos cometidos por el movimiento comunista. Yo podría quejarme y no me quejo. Aprendí, aprendí mucho, eso sí. Sufrí y mucho, eso también, pero sabía que mi sufrimiento tenía una finalidad histórica, que trascendía de mi peripecia personal.