Asesinato en el Comité Central (12 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Asesinato en el Comité Central
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—Entonces yo era muy pequeñita.

—Yo no.

Al andar se tocaban los hombros. Del abrigo de lana marfileña salía un hondo calor de mujer perfumada. Le caían los rizos de una permanente leve sobre la espalda y los movía al hablar, como si fueran pompas de jabón o campanillas de reclamo que brillaban más que la luminaria amarillenta de la plaza. Balconada y ventanas parecían cerrar su propia memoria más que abrirse a un tiempo que no les pertenecía y Carvalho recordó sus paseos de joven conspirador con poco dinero, o sus citas bajo los soportales, generalmente junto al portalón de una oficina municipal, también dedicada a oficina de turismo en cuyo escaparate siempre estaba
La cocina de Madrid
de Entrambasaguas.

—Quiero ir allí a comprobar una cosa.

El libro estaba allí, como a fines de los cincuenta, y parecía ser el mismo, como parecían los mismos sus acompañantes en aquel coro de madrileñismo subcultural.

—¿Te documentas para ir por la ciudad?

—Recordaba cosas. Hace años pasé muchas veces ante este escaparate y a la fuerza me leía los títulos de libros que no me interesaban nada. Ahora me interesa ése.

—¿El de cocina?

—El de cocina.

—¿Tú también, Bruto?

—¿Qué quieres decir?

—Todos los progres de esta ciudad cocinan. Se invitan los unos a los otros para probar los guisos. Y todo lo hacen los hombrecitos, ellos solitos. Parecen chalados. Dicen que están recuperando las señas de identidad. Hasta han dejado de divorciarse para pasar a cocinar.

—¿Conoces a mucha gente?

—Conozco. Tengo que moverme. Las cosas no han sido fáciles. Aquí la izquierda nos ha dado una solidaridad muy sincera pero con muy poco dinero.

Unos extranjeros borrachos desembocaron en la plaza cantando ¡Que viva España! Gladys y Carvalho se sintieron expulsados de la plaza sin que nadie les dijera nada. Salieron a la calle Mayor, se metieron por las callejas que llevaban hacia Ópera y la plaza de Oriente. Se oían sus pasos entre pulcros enrejados que parecían dibujados sobre las fachadas blancas y los marrones intensos de cornisas y postigos.

—El silencio va bien después de tanta palabra.

Carvalho asintió y le pasó un brazo sobre los hombros. Ella echó la cabeza hacia atrás como para apresar el brazo en su nuca.

—¿Por qué me has escogido a mí? Podías haber salido con Cerdán o Leveder o cualquier otro.

—A Leveder lo tengo muy visto y con Cerdán sólo iría a un seminario sobre cualquier potingue del espíritu. Tú callabas. Me gustan los hombres que callan.

—Siempre espero encontrarme a una mujer a la que le gusten los hombres que callan. Por eso callo siempre.

—Eres un malvado.

—Además estoy en una ciudad nueva y las ciudades nuevas prometen la aventura.

Yo sé que soy

una aventura más para ti

y al pasar esta noche te

olvidarás de mí.

—Los Panchos.

—Yo no la aprendí con Los Panchos. Qué viejo eres.

A contrasombra, Gladys ofrecía un perfil casi clásico, sólo traicionado por una nariz excesivamente afinada. Carvalho le pasó un dedo por la frente, por la nariz, por los labios, la barbilla. Volvió a los labios porque estaban calientes y húmedos. Gladys los abrió suavemente para apresar el dedo, sorbió el dedo, lo situó entre los dientes y mordió:

—¡No corras tanto, forastero!

Había corrido ella unos metros y desde allí se volvía para comprobar la sorpresa de Carvalho. Volvió a caminar a su lado, dejaron atrás Opera para salir a la plaza de Oriente. A Carvalho le parecía imposible que los gritos de «Franco, Franco, Franco» hubieran podido contaminar aquel prodigio de ensimismamiento histórico, urbano, protegido por el tabique de cartón piedra del palacio, con los campos adivinados al fondo, en su grandeza de pretextos para dar volumen a los cuerpos de Goya o de Bayeu.

—Es el lugar más antifascista del mundo. Las manifestaciones aquí debieron celebrarse con sombrilla. Debería ser obligatorio venir con sombrilla.

Se sentaron en un banco y ella le explicó cómo había salido de Chile gracias a la embajada de España. Él le dijo que era consejero de una editorial de Barcelona y estaba en Madrid de paso.

—¿De qué editorial?

—De Bruguera.

Gladys le acompañó hasta la puerta del hotel. Leyó en los ojos de Carvalho una invitación a subir.

—Hoy no. ¿Puedo verte mañana?

—Tendré un día agitado.

—Yo también. Ya tarde. A las once, en Oliver.

18

Recuperó la carpeta en la recepción del hotel. Remoloneó por la habitación sin ganas de trabajar, haciendo añicos recuerdos compartidos con Cerdán, recién salidos de un baúl olvidado. Una conversación sobre el tránsito de la cantidad a la cualidad, a propósito de un libro de Sartre. Lo buscaría sañudamente por las estanterías hasta dar con él y quemarlo. En cuanto volviera a Barcelona. Los preparativos de huelgas nacionales pacíficas de veinticuatro horas. Aquel trabajo sobre el esquematismo, el dogmatismo y el cesarismo que Cerdán le aconsejó no entregar a la dirección. Jornadas enteras, noches, madrugadas de interrogación de la vida y de la Historia bajo los altos pinos del jardín de la villa donde veraneaban los padres de Cerdán. Estoy leyendo a Jung. No es marxista. Es un discípulo de Freud, informó Cerdán con una cierta inseguridad en la voz. Luego Cerdán convertido en un ejemplo constante ofrecido como alternativa a la progresiva abulia de Carvalho, aquella abulia carcelaria llena de gorrioncillos heridos y maricones mongólicos, epilépticos auténticos o falsificados, fuguistas ensimismados como pistoleros del Far West vencidos para siempre y lejos, muy lejos, en otra cárcel, bajo otro cielo, sin duda más duro, el ejemplar Cerdán con su seminarios educadores de clase obrera enrejada, su gimnasia, su David Ricardo, su trabajo de partido, ¿ya realizas trabajo de partido?, le preguntaban los jóvenes directores espirituales que conseguían burlar el filtro de las comunicaciones, especialmente Gabardinetti, aquel doble de espadachín de Hollywood que acabaría sus días ligando con suecas en Australia o con australianas en Suecia, escandalizado ahora, allí, a medio kilómetro de rejas, porque Carvalho no practica, porque Carvalho pierde el tiempo siguiendo el vuelo de los vencejos hacia el oeste o escuchando la historia de Juanillo, apuñalador de conos, ¿realizas trabajo político? Gabardinetti, vete a tomar por culo, Gabardinetti, la huelga nacional pacífica de veinticuatro horas no se seguirá en esta cárcel, no la propagaré al viejecillo que se untaba la polla con leche condensada para que se la chuparan los niños, ni al suegro que mató al yerno porque le pegaba a la hija con el planchamangas. ¿Con el planchamangas? ¿Está seguro, abuelo? Vete a tomar por culo, Gabardinetti, tendrías que seguir el ejemplo de Cerdán, ha montado una célula de traductores de Toledo, ¿en Toledo?, no, en Burgos; uno es comunista allí donde esté, asegura Gabardinetti antes de irse de vacaciones a Lloret de Mar, la fe del camarada Carvalho flaquea, no pasa informes políticos, ni nada nos ha dicho de que el Bizco se tira a la vaca o a la cerda cada vez que sale a la granja penitenciaria, la vaca y la cerda se regenerarán durante veinticuatro horas el día en que se proclame la huelga nacional pacífica de veinticuatro horas. Qué jóvenes y qué imbéciles éramos todos, Gabardinetti, Cerdán, qué memos y cómo los gestos fundamentales de entonces son los gestos fundamentales de ahora. Del éxtasis del techo a las tripas blancas de la carpeta. Planos. Nombres. Cifras declaraciones. Inventario de los objetos personales hallados en el cadáver de Fernando Garrido. Reloj de oro con una dedicatoria de Kim Il-sung, paquete de tabaco rubio, billetero con tres mil pesetas, carnet de identidad, carnet del partido, una postal de Oriana Fallad, pañuelo de bolsillo, un llavín, un orden del día, briznas de tabaco rubio, un mechero, una agenda. Cuando se suicidaron los esposos Lafargue, Lenin escribió: «Si uno no tiene ya la fuerza necesaria para trabajar en el partido, debe tener el valor de mirar la realidad cara a cara y morir como los Lafargue.» Santos Pacheco, oh viejo jefe indio, hombre blanco matar Águila Negra. Carvalho se hizo un plano de la sala, distribuyó nombres en los asientos según figuraban en las indicaciones que le habían dado, nombres, edades, distancias, paseó por la habitación a distintas velocidades. ¿A la velocidad del odio? ¿Del resentimiento? La transcripción de la cinta magnetofónica:

— Acabaremos pronto porque ya sabéis que no puedo resistir sin fumar
.

—Ja. Ja. Ja
.

— Vaya. Lo que faltaba. Se han fundido los plomos
.

—Los fusibles, ignorante
.

— Estos de Comisiones Obreras siempre en huelga
.

—Ja. Ja. Ja
.

— ¡Acomodador! Que alguien vaya a mirar. Un ruido de terremoto cercano. Suspiros de alivio
.

Y de pronto un silencio que crece
.

— Fernando, ¡Fernando! (Es la voz de Santos.
)

Y la Torre de Babel
.

La perplejidad de Carvalho ha sido prevista por Santos Pacheco: «No se sorprenda por una grabación que prosigue a pesar del corte de luz. Quedó inutilizada la grabadora central, pero se utiliza una pequeña grabadora a pilas por si hay averías, al menos durante el informe político y las aportaciones de los camaradas al informe político.» José Martialay Martín. Obrero de la Construcción. Responsable de Movimiento Obrero: «Era una reunión normal, sin un gran tema dominante. Garrido estaba como siempre, yo estaba como siempre. No me di cuenta de nada hasta que se encendió la luz y eso que estaba sentado a la derecha de Fernando.» Prudencio Solchaga Rozas. Minero de Almadén: «Ahora me parece que todo duró muchísimo, pero sólo fueron unos segundos. Garrido fumaba y ésa era toda la luz que había. Ahora recuerdo que de pronto hasta esa luz desapareció; fue, sin duda, cuando Fernando cayó sobre la mesa. No podía ver nada ni oí nada especial. La gente hablaba y se cachondeaba de la situación. ¿Quién iba a imaginar lo que estaba sucediendo?» La luz emitida por Fernando Garrido aparecía en siete declaraciones. «Acabaremos pronto porque ya sabéis que no puedo resistir sin fumar.» O Garrido había violado su propio código o siete miembros del Comité Central se habían sugestionado e imaginaron un cigarrillo en sus labios. Eran las seis de la mañana. Clareaba. Demasiado pronto para sacar a Santos Pacheco de la cama y preguntarle: «¿Fumaba Garrido al empezar la reunión?» Luis de la Mata Requeséns. Dentista de Requena (Valencia): «Había otro médico en la sala, más idóneo para lo que había ocurrido, el camarada Valdivieso, internista de La Paz y especialista en cirugía cardiovascular. Pero el diagnóstico fue inmediato y fácil. Una puñalada como la copa de un pino. Limpia, directa al corazón. La muerte fue instantánea. Sin duda la puñalada de un experto, sobre todo teniendo en cuenta las condiciones de oscuridad en que la dio y lo difícil que es dar una puñalada de frente y con una mesa por medio. El asesino debe tener ojos de gato, hay personas que se mueven en la oscuridad con más soltura que otras, pero eso es todo, es una diferencia mínima.» Ezequiel Hernández Amado. Sacerdote: «Lo primero que pensé fue en darle la absolución y se la di, en voz muy bajita, no porque temiera la reacción de algún compañero, eso no porque yo y muchos otros tengamos fe está perfectamente asumido por mis camaradas declarados "ateos", sino porque creo en la absolución como un acto íntimo entre tres entes: el sacerdote, el pecador y Dios. Pronuncié el ego te absolvo a peccatis tuis con la creencia total de que pocos pecados había que perdonarle a Fernando Garrido; quien ha dedicado toda su vida a luchar por la dignidad humana tiene un crédito celestial sin fondo, estoy seguro. Tal vez mi deformación profesional me jugó una mala pasada y la absolución y el rezo me impidieron fijarme en otras cosas; en aquel momento me pareció lo más urgente; cada uno es cada uno, de todo ha de haber en la viña del Señor.» Carvalho seleccionó las notas que había tomado. Las convirtió en preguntas. Luego seleccionó las preguntas. Trató de dormir. Aunque sólo fuera media hora. Pero vio gente en la calle cuando fue a correr las cortinas y creyó oler perfume de churro, oír el claque de las tazas de café sobre los platillos. Se duchó.

Siluetas de plomo sobre las azoteas de la carrera de San Jerónimo, Fernanflor, Marqués de Cubas, plaza de Cánovas. Como si toda la policía de España estuviera revoloteando o concentrada en aquella encrucijada de Madrid, formaba un cordón marrón que delimitaba como un festón la zona del homenaje popular. Un verdadero cerco armado construía un trapecio con su base en el paseo del Prado, sus laterales en Atocha y Alcalá y el techo en Espoz y Mina y la Puerta del Sol. Cada encuentro de calles importantes un jeep, cada plazuela una furgoneta enrejillada repleta de bultos marrones con las armas a punto. Y en el cielo el vuelo de un helicóptero como un pájaro de mal agüero. Garrido salió de las Cortes sobre los hombros de los miembros del Comité Ejecutivo del Partido Comunista de España y, al aparecer, los aplausos fueron contenidos por un imperativo chist nacido de lo más profundo de la multitud.

—¡Viva el Partido Comunista de España! —gritó la voz rota de una mujer y un viva flamígero abrasó las fachadas e hizo vacilar las siluetas de plomo de los policías de azotea.

Luego un silencio para el flash histórico mientras se conformaba la presidencia del partido, la familiar y la oficial. Al frente de la del partido, Santos con la cabeza inclinada para abrigar el escozor de las lágrimas. En la oficial, el jefe de Gobierno con la representación del Rey, el capitán general de la Primera Región militar, presidente de las Cortes, tres ministros y el presidente del Tribunal Constitucional. Con banderas de sus países entre las manos, los secretarios generales de los partidos comunistas de Italia, Portugal, Francia, Japón, Rumania, delegaciones de la totalidad de países con más de cinco comunistas en el censo. Además los secretarios generales de los partidos socialistas de Italia, Francia, Portugal, Grecia y representaciones del Frente Sandinista y el PRI. Tras ellos, una morrena lenta de glaciar rojo. Banderas rojas contra el cielo difícilmente azul de aquella mañana de noviembre, pañuelos rojos en los bolsillos de las chaquetas, en las manos. Parecían rojos también los puños que se alzaban y bajaban con voluntad de martillos, con precisión de émbolos.

Arriba, parias de la tierra,

en pie, famélica legión,

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