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Authors: Henning Makell

Tags: #Policiaca

Asesinos sin rostro (19 page)

BOOK: Asesinos sin rostro
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Ella lo miró con sorpresa.

—¿Johannes Lövgren? No. ¿Quién es?

—¿Está usted segura?

—¡Claro que estoy segura!

—Fue asesinado junto con su esposa en un pueblo que se llama Lenarp hace unos días. ¿No lo ha visto en los periódicos?

Su asombro parecía genuino.

—Ahora no entiendo nada —dijo—. Recuerdo haber visto algo en los periódicos. Pero ¿qué tiene que ver conmigo?

«No», pensó Kurt Wallander mirando a Göran Boman, que parecía de la misma opinión. «¿Qué tiene que ver ella con Johannes Lövgren?»

—En 1951 usted tuvo un hijo en Kristianstad —dijo Göran Boman—. En todos los documentos usted ha dado la información de padre desconocido. ¿No será por casualidad un hombre llamado Johannes Lövgren ese padre desconocido?

Los miró un buen rato antes de contestar.

—No entiendo por qué lo preguntan —contestó—. Y tampoco entiendo la relación que existe con el granjero asesinado. Pero si les es de alguna ayuda, les diré que el padre de Stefan se llamaba Rune Stierna. Estaba casado con otra. Yo sabía dónde me metía, y elegí darle las gracias por el niño manteniendo su identidad en secreto. Murió hace doce años. Y Stefan tuvo una buena relación con su padre durante toda su juventud.

—Comprendo que las preguntas puedan parecer extrañas —dijo Kurt Wallander—. Pero a veces tenemos que hacerlas.

Preguntaron unas cuantas cosas más al tiempo que tomaban nota. Después acabaron.

—Espero que nos disculpe por haberla molestado —se excusó Kurt Wallander al levantarse de la silla.

—¿Cree usted que digo la verdad? —preguntó de pronto.

—Sí —contestó Kurt Wallander—. Creemos que dice la verdad. Pero si no lo ha hecho, tarde o temprano lo sabremos.

Ella rió.

—Digo la verdad —replicó—. Me cuesta mucho mentir. Pero vuelvan ustedes si tienen más preguntas extrañas.

Dejaron el chalet y regresaron al coche.

—Una cosa aclarada —dijo Göran Boman.

—Ella no era —contestó Kurt Wallander.

—¿Qué hacemos con el hijo de hus?

—Lo dejamos. Al menos por el momento.

Fueron a buscar el coche de Kurt Wallander y se marcharon directamente a Kristianstad.

Cuando estaban cerca de las colinas de Brösarp, la lluvia cesó y los nubarrones empezaron a dispersarse. Delante de la comisaría de Kristianstad volvieron a cambiar de coche y continuaron con uno de los coches de la policía.

—Margareta Velander —dijo Göran Boman—. Cuarenta y nueve años, tiene una peluquería llamada Die Welle en la calle Krokarpsgatan. Tres hijos, divorciada, casada de nuevo, divorciada otra vez. Vive en una casa adosada hacia Blekinge. Tuvo un hijo en diciembre del cincuenta y ocho. El hijo se llama Nils. Un tipo bastante aventurero, por lo visto. Ha viajado por los mercadillos vendiendo fruslerías. Es dueño de una agencia de ropa interior sexy. Mira que hay sitios, pero ha acabado estableciéndose en Sölvesborg. ¿Quién demonios compra ropa interior sexy que se vende por correo desde allí?

—Mucha gente —afirmó Kurt Wallander.

—Estuvo una vez en la cárcel por malos tratos —continuó Göran Boman—. No he visto el informe. Pero le dieron un año. Eso significa que fueron lesiones graves.

—Quiero ver ese informe —dijo Kurt Wallander—. ¿Dónde ocurrió?

—Fue condenado por el Tribunal de Kalmar. Están buscando la sentencia.

—¿Cuándo pasó?

—En el ochenta y uno, creo.

Kurt Wallander estuvo pensando mientras Göran Boman conducía a través de la ciudad.

—Ella tendría sólo diecisiete años cuando nació el niño. Y si nos imaginamos a Johannes Lövgren como el padre, hay una considerable diferencia de edad.

—Ya lo he pensado. Pero eso puede significar muchas cosas.

La peluquería estaba en el sótano de un bloque de pisos normal y corriente, en las afueras de Kristianstad.

—Podríamos aprovechar y cortarnos el pelo —dijo Göran Boman—. ¿Quién te lo corta, por cierto?

Kurt Wallander estuvo a punto de contestar que era su mujer Mona la que se cuidaba de ello.

—Depende —respondió evasivamente.

En la peluquería había tres sillas. Todas estaban ocupadas cuando entraron.

Dos mujeres estaban sentadas debajo de unos secadores, mientras que a la tercera le lavaban el pelo.

La mujer que le daba masajes en la cabeza los miró con asombro.

—Sólo corto a quienes tienen hora —dijo—. Hoy lo tengo completo. Mañana también. Si es que vais a pedir hora para vuestras mujeres.

—¿Margareta Velander? —preguntó Göran Boman. Y enseñó su placa—. Quisiéramos hablar con usted.

Kurt Wallander vio que se asustaba.

—No puedo dejar el trabajo ahora —dijo.

—Esperaremos —dijo Göran Boman.

—Allí, en la habitación de detrás —indicó Margareta Velander—. No tardaré.

La habitación era muy pequeña. Una mesa con un mantel de hule y unas sillas llenaban casi todo el espacio. En una estantería había unas revistas entre unas tazas de café y una cafetera sucia. Kurt Wallander se fijó en una fotografía en blanco y negro clavada en la pared. Era una foto difusa y descolorida de un hombre joven en uniforme de marino. Kurt Wallander vio que ponía HALLAND en la gorra.

—«Halland» —dijo—. ¿Era un crucero o un caza?

—Caza. Desguazado hace mucho tiempo.

Margareta Velander entró en la habitación secándose las manos con una toalla.

—Ahora tengo unos minutos. ¿De qué se trata?

—Queremos saber si usted conoce a un hombre que se llama Johannes Lövgren —empezó Kurt Wallander.

—Háblame de tú —dijo mientras se sentaba—. ¿Queréis café?

Los dos rehusaron y Kurt Wallander se irritó porque se había vuelto de espaldas cuando le hizo la pregunta.

—Johannes Lövgren —repitió otra vez—. Un granjero de un pequeño pueblo a las afueras de Ystad. ¿Le conocías?

—¿El que mataron? —preguntó mirándolo a los ojos.

—Sí —contestó—. El hombre al que mataron. Ese mismo.

—No —contestó sirviéndose café en un vaso de plástico—. ¿Por qué habría de conocerlo?

Los policías intercambiaron una mirada rápida. Había algo en su voz que denotaba que se sentía presionada.

—En diciembre del cincuenta y ocho tuviste un hijo al que llamaste Nils —dijo Wallander—. Registraste al padre como desconocido.

En el momento de pronunciar el nombre del hijo, rompió a llorar.

El vaso de plástico se volcó y el café empezó a caer goteando al suelo.

—¿Qué ha hecho? —preguntó—. ¿Qué ha hecho ahora?

Esperaron a que se calmara antes de seguir con las preguntas.

—No estamos aquí para comunicarle algo —intervino Kurt Wallander—. Pero quisiéramos saber si el padre de Nils podría haber sido Johannes Lövgren.

—No.

Su respuesta no parecía muy convincente.

—Entonces ¿cómo se llamaba?

—¿Por qué lo queréis saber?

—Es importante para la investigación.

—Ya os he dicho que no conozco a nadie que se llame Lövgren.

—¿Cómo se llamaba el padre de Nils?

—No lo diré.

—La respuesta quedará entre nosotros.

Tardó bastante en contestar.

—No sé quién es el padre de Nils.

—Una mujer suele saber estas cosas.

—Estuve con varios hombres durante aquellos años. No lo sé. Por eso declaré el padre como desconocido.

Se levantó bruscamente de la silla.

—Debo trabajar —dijo—. Las señoras se cocerán en los secadores.

—Entonces esperaremos.

—¡Pero no tengo nada más que decir!

Parecía cada vez más exaltada.

—Tenemos más preguntas.

Después de diez minutos volvió. Llevaba unos billetes en la mano y los metió en su bolso, que colgaba de una silla. Esta vez parecía serena y con ganas de guerra.

—No conozco a nadie que se llame Lövgren —dijo.

—¿E insistes en no saber quién es el padre del hijo que tuviste en mil novecientos cincuenta y ocho?

—Sí.

—¿Eres consciente de que posiblemente tengas que contestar estas preguntas bajo juramento?

—Yo no miento.

—¿Dónde podemos encontrar a tu hijo Nils?

—Viaja mucho.

—Según nuestros informes está empadronado en Sölvesborg.

—¡Pues id allí entonces!

—Lo haremos.

—No tengo nada más que decir.

Kurt Wallander dudó un momento. Luego señaló la difusa y descolorida foto que estaba clavada en la pared con una aguja.

—¿Es ése el padre de Nils?

Ella acababa de encender un cigarrillo. Al echar el humo dejó escapar como un chisporroteo.

—No conozco a ningún Lövgren. No sé de qué estáis hablando.

—Pues bueno —dijo Göran Boman acabando la conversación—. Nos vamos. Pero tal vez volvamos.

—No tengo nada más que decir. ¿Por qué no me dejáis en paz?

—Nadie puede estar en paz mientras la policía esté buscando a un asesino —dijo Göran Boman—. Es así.

Cuando salieron a la calle, el sol brillaba. Se pararon junto al coche.

—¿Tú qué crees? —preguntó Goran Boman.

—No lo sé. Pero algo hay.

—¿Intentamos dar con el hijo antes de seguir con la tercera?

—Creo que sí.

Se fueron a Sölvesborg y, después de mucho buscar, encontraron la dirección correcta. Una casa de madera casi en ruinas, rodeada de coches desguazados y recambios de máquinas. Un pastor alemán furioso tiraba de una cadena de hierro. La casa parecía abandonada. Göran Boman se agachó para mirar un letrero mal escrito, fijado a la puerta con clavos.

—Nils Velander —dijo—. Es aquí.

Llamó varias veces a la puerta. Pero nadie contestó. Dieron la vuelta a la casa.

—¡Vaya ratonera! —exclamó Göran Boman.

Al volver al punto de partida Kurt Wallander tocó el pomo de la puerta exterior.

La casa estaba sin cerrar.

Kurt Wallander miró inquisitivamente a Göran Boman, que se encogió de hombros.

—Si está abierto —dijo—, entramos.

Entraron en un recibidor que olía a moho y escucharon. Todo estaba en calma, hasta que los dos se sobresaltaron cuando un gato dio un salto resoplando desde un rincón oscuro y desapareció por la escalera que llevaba hasta el piso superior. La habitación que quedaba a la izquierda parecía una especie de despacho. Allí había dos archivadores abollados y un escritorio lleno de cosas, con un teléfono y un contestador automático. Wallander levantó la tapa de una caja que estaba sobre la mesa. Había un juego de ropa interior de cuero negro y una etiqueta con un nombre.

—Fredrik berg de la calle Dragongatan de Alingsås ha pedido esto —dijo al tiempo que hacía una mueca—. Remitente discreto, probablemente.

Siguieron hasta la siguiente habitación, que era un almacén donde Nils Velander guardaba la ropa interior sexy. También había unos cuantos látigos y correas para perros. Todo parecía tirado dentro del almacén sin ningún orden. La siguiente habitación era la cocina, que tenía platos sucios en el fregadero. Había un pollo a medio comer en el suelo. Olía a orín de gato por todas partes.

Kurt Wallander abrió la puerta de la despensa.

Allí había un aparato para destilar alcohol y dos grandes garrafas.

Göran Boman sonrió sarcásticamente mientras sacudía la cabeza.

Subieron al piso superior. Miraron en el dormitorio con sábanas sucias y montones de ropa por en medio. Las cortinas estaban echadas y contaron hasta siete los gatos que se escaparon al acercarse.

—¡Qué ratonera! —exclamó Göran Boman otra vez—. ¿Cómo se puede vivir de esta manera?

La casa tenía el aspecto de haber sido abandonada con mucha prisa.

—Vale más que nos vayamos —dijo Kurt Wallander—. Necesitaremos una orden de registro antes de meternos aquí en serio.

Bajaron la escalera de nuevo. Göran Boman entró en el despacho y conectó el contestador.

Nils Velander, si era él, informaba de que el despacho de Raff—Sets no podía atenderles, pero que podían dejar su pedido en el contestador automático.

El pastor alemán tiraba de la cadena cuando salieron al patio.

Al lado de la pared izquierda, Kurt Wallander descubrió una puerta que conducía a un sótano, casi totalmente escondida detrás de los restos de una vieja calandria.

Abrió la puerta, que no estaba cerrada con llave, y entró en el oscuro recinto. A tientas llegó hasta un interruptor. Había un viejo calefactor de gasoil en un rincón. El resto del sótano estaba lleno de jaulas para pájaros vacías. Llamó a Göran Boman y éste bajó al sótano.

—Calzoncillos de cuero y jaulas vacías —dijo Kurt Wallander—. ¿En qué ocupará su tiempo este hombre en realidad?

—Creo que debemos investigarlo —contestó Göran Boman.

Cuando se iban a marchar, Kurt Wallander descubrió un pequeño armario de acero detrás del calefactor de gasoil. Se agachó y dio la vuelta al manubrio. Estaba sin cerrar con llave, como todo lo demás en aquella casa. Metió la mano y encontró una bolsa de plástico. La sacó y la abrió.

—Mira esto —dijo.

En la bolsa de plástico había un montón de billetes de mil coronas.

Kurt Wallander contó hasta 23.

—Creo que tenemos una charla pendiente con este chico —dijo Göran Boman.

Volvieron a meter el dinero y salieron. El pastor alemán ladraba.

—Deberemos contactar con los compañeros de Sölvesborg —dijo Göran Boman—. Tendrán que encontrarnos a este chico.

En la comisaría de Sölvesborg hablaron con un policía que conocía muy bien a Nils Velander.

—Seguramente se ocupa de muchas actividades ilegales —dijo el policía—. Pero lo único que tenemos son sospechas de importación ilegal de pajaritos de Tailandia. Y fabricación ilegal de alcohol.

—Una vez fue condenado por malos tratos —dijo Göran Boman.

—No suele meterse en peleas —añadió el policía—. Pero intentaré encontrarlo para vosotros. ¿Creéis de verdad que ha matado a gente?

—No lo sabemos —respondió Kurt Wallander—. Pero queremos encontrarlo.

Regresaron a Kristianstad. Había vuelto a llover. Ambos se llevaron una buena impresión de la policía de Sölvesborg y calculaban que pronto encontrarían a Nils Velander.

Pero Kurt Wallander dudaba.

—No sabemos nada —dijo—. Unos billetes de mil coronas en una bolsa de plástico no prueban ni una cosa ni otra.

—Pero algo hay —dijo Göran Boman.

Kurt Wallander asintió con la cabeza. Había algo con la peluquera y su hijo.

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