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Authors: Henning Makell

Tags: #Policiaca

Asesinos sin rostro (8 page)

BOOK: Asesinos sin rostro
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Norén se despidió y se fue.

Kurt Wallander se quedó pensando en lo que acababa de oír.

La intuición que lo había rondado mostraba ser verdadera. Con aquel caballo pasaba algo.

El teléfono interrumpió sus pensamientos.

Era otro periodista que quería hablar con él.

A la una menos cuarto dejó la comisaría. Iba a visitar a un viejo amigo al que no había visto en muchos, muchos años.

5

Kurt Wallander dejó la E 14 a la salida de las ruinas del castillo de Stjärnsund. Se bajó del coche y se puso a orinar. A través del viento pudo oír el rugido de los motores de los aviones del aeropuerto de Sturup. Antes de volver a sentarse en el coche, se limpió el barro que se le había incrustado en la suela de los zapatos. El cambio de temperatura había sido muy brusco. El termómetro del coche señalaba una temperatura exterior de cinco grados sobre cero. Jirones de nubes se desplazaban por el cielo cuando continuó el viaje.

Más allá de las ruinas del castillo, el camino de grava se dividía y él tomó el de la izquierda. Nunca había conducido por allí, pero aun así sabía que era el camino correcto. A pesar de que casi habían pasado diez años desde que le describieran el camino, lo recordaba con todo detalle. Su cerebro parecía programado para paisajes y carreteras.

Después de un kilómetro, aproximadamente, la carretera empeoró. Iba muy despacio y se preguntaba cómo los vehículos de gran tonelaje podían pasar por allí.

De repente el camino se inclinó fuertemente hacia abajo y una granja grande con establos se extendió delante de él. Entró en el patio ancho y paró el coche. Una bandada de cuervos graznaba sobre su cabeza cuando salió del coche.

La granja tenía un aspecto extraño y abandonado. El viento golpeaba una puerta de la cuadra. Por un momento creyó que, a pesar de todo, se había equivocado.

«La desolación», pensó.

El invierno escaniano con sus estridentes bandadas de pájaros negros.

El barro que se pega a la suela de los zapatos.

Una joven rubia salió de repente por una de las puertas de la cuadra. Por un momento pensó que le recordaba a Linda. Tenía el mismo cabello, el mismo cuerpo delgado, los mismos movimientos agitados al andar. La miró con atención. La chica empezó a tirar de una escalera que llevaba al pajar de la cuadra.

Al verle dejó la escalera y se limpió las manos en los pantalones grises de montar.

—Hola —dijo Wallander—. Busco a Sten Widén. ¿Estoy en el lugar correcto?

—¿Eres policía? —preguntó la chica.

—Sí —contestó Kurt Wallander con asombro—. ¿Cómo lo has adivinado?

—Se te nota en la voz —dijo la chica y empezó de nuevo a tirar de la escalera, que parecía haberse encallado.

—¿Está en casa? —insistió Kurt Wallander.

—Ayúdame con la escalera —pidió la chica.

Vio que uno de los travesaños de la escalera se había enganchado en los revestimientos de la pared. Agarró la escalera y le dio la vuelta hasta que el travesaño se soltó.

—Gracias —dijo la chica—. Sten debe de estar en el despacho.

Señaló un edificio de ladrillo rojo situado más allá de la cuadra.

—¿Trabajas aquí? —preguntó Kurt Wallander.

—Sí —contestó la chica y subió la escalera con rapidez—. ¡Quítate de en medio!

Con unos brazos asombrosamente fuertes empezó a sacar las balas de heno por la trampilla del granero. Kurt Wallander se dirigió hacia la casa roja. En el momento en que iba a llamar a la recia puerta, un hombre apareció doblando la esquina.

Durante diez años no había visto a Sten Widén. Aun así no parecía haber cambiado. El mismo pelo alborotado, la misma cara delgada, el mismo eczema rojo cerca del labio inferior..

—Vaya sorpresa —dijo el hombre con una risa nerviosa—. Pensaba que era el herrador y resulta que eres tú. Hace mucho que no nos vemos.

—Once años —contestó Kurt Wallander—. Desde el verano del setenta y nueve.

—El verano en que todos los sueños se desplomaron —dijo Sten Widén—. ¿Quieres un café?

Entraron en el edificio de ladrillo rojo. Kurt Wallander sentía el olor a aceite de las paredes. Una segadora oxidada se vislumbraba en la penumbra. Sten Widén abrió otra puerta, un gato apareció de un salto y Kurt Wallander entró en una habitación que parecía una combinación de despacho y vivienda. Había una cama deshecha junto a una pared, un televisor y un vídeo, y un horno microondas sobre una mesa. En un viejo sillón se amontonaba una pila de ropa. El resto de la habitación lo ocupaba un gran escritorio. Sten Widén sirvió café de un termo que estaba al lado de un telefax en una de las anchas repisas de la ventana.

Kurt Wallander pensó en el sueño perdido de Sten Widén, que quería ser cantante de ópera. En cómo ambos habían imaginado un futuro que ninguno de los dos lograría.

Kurt Wallander sería el empresario, y la voz de tenor de Sten Widén se oiría en los escenarios de ópera de todo el mundo. Ya era policía en aquel entonces. Todavía lo era. Cuando Sten Widén comprendió que su voz no llegaba, se hizo cargo de la vieja y medio abandonada hípica de su padre para entrenar caballos de carreras. La amistad que los había unido no pudo aguantar la desilusión que compartían. De verse diariamente habían pasado a un alejamiento de once años. A pesar de vivir a sólo cincuenta kilómetros el uno del otro.

—Has engordado —dijo Sten Widén y quitó un montón de periódicos de una silla de madera.

—Pero tú no —replicó Kurt Wallander y notó su propio malestar.

—Los entrenadores de caballos de carreras raras veces engordan —dijo Sten Widén riendo nerviosamente de nuevo—. Cuerpos flacos y carteras flacas. Excepto los grandes entrenadores, claro. Khan o Strasser. Ésos sí que se lo pueden costear.

—¿Cómo te va? —preguntó Kurt Wallander sentándose en la silla.

—Ni bien ni mal —contestó Sten Widén—. No tengo éxitos ni fracasos. Siempre hay algún caballo que se porta bien. Me entran caballos nuevos y jóvenes y voy tirando. Pero en realidad…

Dejó de hablar sin acabar la frase.

Alargó el brazo y abrió un cajón del escritorio, sacó una botella de whisky medio llena.

—¿Quieres? —preguntó.

Kurt Wallander negó con la cabeza.

—No sería bueno que a un policía lo detuvieran por conducir borracho —contestó—. Aunque ocurre de vez en cuando.

—Salud, de todos modos —dijo Sten Widén y bebió directamente de la botella.

Sacó un cigarrillo de un paquete arrugado y buscó un encendedor entre los papeles y los programas de las carreras.

—¿Cómo está Mona? —preguntó—. ¿Y Linda? ¿Y tu viejo? ¿Y cómo se llamaba tu hermana? ¿Kerstin?

—Kristina.

—Eso es. Kristina. Siempre he tenido mala memoria, ya lo sabes.

—Las partituras nunca las olvidabas.

—Ah, ¿no?

Bebió otro sorbo de la botella y Wallander notó que algo lo mortificaba. Tal vez no debiera haber ido a verlo. Tal vez no quería que le recordasen lo que una vez hubo en su vida.

—Mona y yo nos hemos separado —dijo—. Y Linda se ha independizado. Mi padre es como es. Sigue pintando su cuadro. Pero creo que empieza a estar senil. No sé lo que haré con él.

—¿Sabías que me casé? —preguntó Sten Widén.

Wallander tuvo la sensación de que Sten no había oído nada de lo que le había dicho.

—No lo sabía.

—Me hice cargo de esta jodida cuadra. Cuando el viejo por fin comprendió que era demasiado viejo para cuidar de los caballos, empezó a beber en serio. Antes había controlado más o menos lo que se metía. Vi que no podía con él y sus amiguetes de juerga. Me casé con una de las chicas que trabajaban aquí. La razón principal seguramente fue que tenía buena mano con el viejo. Le trataba como a un viejo caballo. No se metía en sus costumbres, pero ponía límites. Agarraba la manguera y le limpiaba cuando estaba demasiado sucio. Pero al morir el viejo era como si ella hubiera empezado a oler como él. Así que me divorcié.

Volvió a beber de la botella y Kurt Wallander notó que estaba emborrachándose.

—Cada día pienso en vender este lugar —dijo—. Lo que me pertenece es la casa. Seguramente me darían un millón de coronas por todo. Después de pagar las deudas me quedarían tal vez unas cuatrocientas mil coronas. Entonces me compraría una caravana y me marcharía.

—¿Adónde?

—Ése es el problema. No lo sé. No hay ningún sitio al que quiera ir.

A Kurt Wallander le produjo malestar lo que oía. Aunque por fuera era el mismo que hacía diez años, su interior parecía haber experimentado grandes cambios. Era una voz fantasma la que le hablaba, rota y desesperada. Diez años antes Sten Widén era un hombre satisfecho y alegre, el primero en invitar a una fiesta. Pero toda su alegría de vivir parecía haber desaparecido.

La chica que había preguntado si Kurt Wallander era policía pasó por delante de la ventana montada en un caballo.

—¿Quién es? —preguntó Kurt Wallander—. Se ha dado cuenta de que soy policía.

—Se llama Louise —contestó Sten Widén—. Seguramente puede oler que eres policía. Ha entrado y salido de diferentes correccionales desde que tenía doce años. Yo soy su supervisor. Tiene buena mano con los caballos. Pero odia a los policías. Dice que un poli la violó una vez.

Bebió otro sorbo de la botella e hizo un gesto hacia la cama deshecha.

—A veces se acuesta conmigo —dijo—. Por lo menos así es como lo veo. Que es ella la que se acuesta conmigo y no al revés. ¿Será un delito?

—¿Por qué iba a serlo? ¿No será menor de edad?

—Tiene diecinueve años. Pero los supervisores tal vez no tengan permiso para acostarse con los supervisados.

A Kurt Wallander le parecía intuir que Sten Widén empezaba a ponerse agresivo.

De repente se arrepentía de haber ido.

Aunque tuviera una razón técnica a causa de la investigación para visitarle, en aquel momento se preguntaba si no era una excusa. ¿Había ido a ver a Sten Widén para hablar de Mona? ¿En busca de consuelo?

Ya no lo sabía.

—He venido para hablar contigo sobre caballos —dijo—. ¿No has leído en los periódicos que hubo un doble asesinato en Lenarp la otra noche?

—No leo los periódicos —contestó Sten Widén—. Leo programas de carreras y listas de participantes. Eso es todo. Lo que ocurre en el mundo no me importa.

—Mataron a un par de viejos —continuó Kurt Wallander—. Y tenían un caballo.

—¿También lo mataron?

—No. Pero creo que los asesinos le dieron heno antes de marcharse. Y eso es lo que te quería comentar. El tiempo que necesita un caballo para tragarse una brazada de heno.

Sten Widén vació la botella y encendió otro cigarro.

—Estarás bromeando, ¿no? —preguntó—. ¿Has venido hasta aquí para preguntarme cuánto tarda un caballo en comerse una brazada de heno?

—En realidad había pensado pedirte que fueras a ver al caballo —dijo Kurt Wallander tras decidirse deprisa.

Notó que se estaba enfadando.

—No tengo tiempo —respondió Sten Widén—. El herrero viene hoy. Tengo dieciséis caballos que necesitan una inyección de vitaminas.

—¿Mañana?

Sten Widén lo miró con ojos brillantes.

—¿Hay remuneración? —preguntó.

—Se te pagará.

Sten Widén escribió su número de teléfono en un papel sucio.

—Quizás —dijo—. Llámame mañana por la mañana.

Cuando salieron al patio, Kurt Wallander notó que el viento había arreciado.

La chica se acercaba montando a caballo.

—Bonito caballo —comentó.

—Masquerade Queen —explicó Sten Widén—. No ganará una carrera en toda su vida. Es de la viuda rica de un constructor de Trelleborg. De hecho he sido honrado y le he aconsejado vender el caballo a alguna escuela de equitación. Pero ella cree que ganará. Y a mí me da el dinero para entrenarlo. Pero no ganará una mierda.

Se separaron junto al coche.

—¿Sabes cómo se murió mi viejo? —preguntó Sten Widén de repente.

—No.

—Fue tambaleándose hasta las ruinas del castillo una noche de otoño. Solía sentarse allí arriba a beber. Después tropezó, cayó en el foso y se ahogó. Hay tantas algas allí que no se puede ver nada. Pero su gorra salió a flote. En la visera ponía VIVA LA VIDA. Era propaganda de una agencia que vendía viajes de sexo a Bangkok.

—Me he alegrado de verte —dijo Kurt Wallander—. Te llamo mañana.

—Haz lo que quieras —repuso Sten Widén y se fue hacia la cuadra.

Kurt Wallander se marchó. Por el retrovisor pudo ver a Sten Widén hablando con la chica que montaba a caballo. «¿Por qué he venido?», pensó de nuevo.

«Una vez, hace mucho tiempo, éramos amigos. Compartíamos un sueño imposible. Cuando el sueño reventó como un globo, ya no quedaba nada. Posiblemente era verdad que los dos amábamos la ópera. Pero ¿no serían también imaginaciones nuestras?»

Condujo rápidamente, como si dejara que su irritación pisara el pedal del acelerador.

En el momento en que frenaba delante de la señal de stop junto a la carretera principal, oyó el teléfono móvil. La conexión era tan mala que casi no pudo distinguir la voz de Hanson.

—Es mejor que vengas —gritó Hanson—. ¿Me oyes?

—¿Qué ha pasado? —gritó Wallander a su vez.

—Aquí hay un campesino de Hagestad diciendo que sabe quién los mató —chilló Hanson.

Kurt Wallander notó que se le aceleraba el corazón.

—¿Quién? —interrogó—. ¿Quién?

La comunicación se cortó de golpe. En el auricular sólo se oían silbidos y pitidos.

—Coño —dijo en voz alta.

Volvió a Ystad. «Demasiado rápido», pensó. «Si hoy Norén y Peters tuvieran control de velocidad, me habrían pillado bien.»

En la bajada que llevaba al centro de la ciudad el motor empezó a protestar.

Se había quedado sin gasolina.

El piloto obviamente había dejado de funcionar y no le había avisado.

Llegó justo a la gasolinera de enfrente del hospital antes de que el motor se ahogara del todo. Cuando fue a meter el dinero en la máquina automática, descubrió que no llevaba. Entró en la empresa de cerraduras que tenía su taller en el mismo edificio de la gasolinera y pidió prestadas veinte coronas al propietario, que lo reconoció por una investigación relacionada con un robo unos años antes.

Ya en su plaza de aparcamiento puso el freno de mano y entró deprisa en la comisaría. Ebba intentó decirle algo, pero la rechazó agitando la mano.

La puerta del despacho de Hanson estaba abierta y entró sin llamar.

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