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Authors: Henning Makell

Tags: #Policiaca

Asesinos sin rostro (6 page)

BOOK: Asesinos sin rostro
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—Eso significa que tenemos que empezar a buscar a uno o más extranjeros —dijo—. Preferiría que hubiera dicho otra cosa.

—Es de veras desagradable.

Se quedaron en silencio un rato, cada uno sumido en sus pensamientos.

Ya no se oía al borracho en el pasillo.

Eran las nueve menos diecinueve minutos.

—Imagínate —dijo Kurt Wallander—. La única pista que tiene la policía del doble homicidio de Lenarp es que probablemente son extranjeros.

—Puedo pensar en algo mucho peor —contestó Rydberg.

Kurt Wallander entendía lo que quería decir.

A veinte kilómetros de Lenarp, un gran campo de refugiados había sido objeto de ataques racistas en varias ocasiones. Algunas noches habían quemado cruces en el patio y habían arrojado piedras a través de las ventanas; en la fachada de la casa había pintadas racistas. El campo de refugiados en el viejo castillo de Hageholm había sido instalado en medio de violentas protestas por parte de los pueblos de los alrededores. Y las protestas habían seguido.

La hostilidad contra los refugiados crecía.

Además Kurt Wallander y Rydberg sabían algo que el público en general no conocía.

A algunos de los solicitantes de asilo político los habían pillado in fraganti robando en una empresa que alquilaba maquinaria agrícola. Por suerte, el dueño no era de los opositores más radicales a recibir refugiados y por eso el asunto pudo ser acallado. Los dos hombres que habían cometido el robo ya no se encontraban en el país porque les habían negado el asilo.

Pero Kurt Wallander y Rydberg habían comentado en varias ocasiones lo que habría ocurrido si el asunto hubiera llegado a conocerse públicamente.

—Me cuesta creer —dijo Kurt Wallander—que unos refugiados en busca de asilo político cometieran un asesinato.

Rydberg le dirigió una mirada recelosa.

—¿Te acuerdas que te dije algo sobre el nudo corredizo? —preguntó.

—¿Algo sobre el nudo?

—No lo reconocía y yo sé bastante sobre nudos porque cuando era joven me pasaba los veranos navegando.

Kurt Wallander miró a Rydberg con atención.

—¿Adónde quieres llegar?

—Quiero llegar a que parece poco probable que el nudo sea obra de alguien que haya formado parte de los boy scout suecos.

—¿Qué cojones quieres decir?

—Que el nudo lo ha hecho una persona extranjera.

Antes de que Kurt Wallander tuviera tiempo de contestar, Ebba entró en el comedor en busca de café.

—Id a casa a descansar para poder seguir —dijo—. No paran de llamar periodistas para que les contéis algo.

—¿Sobre qué? —preguntó Wallander—. ¿Sobre el tiempo?

—Parece que han averiguado que la mujer ha muerto.

Kurt Wallander miró a Rydberg, que negaba con la cabeza.

—Esta noche no diremos nada —les advirtió—. Esperaremos hasta mañana.

Kurt Wallander se levantó y fue hasta la ventana. El viento arreciaba, pero el cielo seguía despejado. Tendrían otra noche fría.

—No podemos dejar de comunicarles la verdad —explicó—. Que ella tuvo tiempo de hablar antes de morir. Y si decimos eso tenemos que transmitirles lo que dijo. Y entonces habrá problemas.

—Podríamos intentar que no saliera de aquí —dijo Rydberg al tiempo que se levantaba y se ponía el sombrero—. Por razones técnicas de la investigación.

Kurt Wallander lo miró con sorpresa.

—¿Y arriesgarnos a que luego salga a la luz que hemos privado a la prensa de información importante? ¿Que les hemos guardado las espaldas a unos criminales extranjeros?

—Afectará a muchos inocentes —dijo Rydberg—. ¿Qué crees que pasará en el campo de refugiados cuando se sepa que la policía está buscando a unos extranjeros?

Kurt Wallander sabía que Rydberg tenía razón. De repente se sintió inseguro.

—Lo dejamos hasta mañana —dijo—. Nos vemos, solos tú y yo, mañana a las ocho. Entonces decidiremos.

Rydberg asintió con la cabeza y se fue cojeando hacia la puerta. Allí se paró y se volvió hacia Wallander de nuevo.

—Hay una posibilidad que no podemos descartar —añadió—. Que realmente sean unos refugiados en busca de asilo político los que lo han hecho.

Kurt Wallander fregó su taza de café y la colocó en el escurreplatos.

«En el fondo lo deseo», pensó. «En el fondo deseo que los asesinos se encuentren en ese campo de refugiados. Entonces quizás haya un cambio en la actitud arbitraria y poco severa que permite que cualquiera y por cualquier motivo pueda cruzar la frontera sueca.»

Pero eso no se lo diría a Rydberg, por supuesto. Era una opinión que mantendría para sí.

Luchó contra el viento para llegar hasta su coche. A pesar del cansancio no tenía ganas de ir a casa. Cada noche la soledad le acechaba.

Puso el contacto y cambió la cinta de casete. La obertura de Fidelio llenaba el interior oscuro del coche.

El hecho de que su mujer lo abandonara tan de repente le llegó con total sorpresa. Pero en su interior se daba cuenta de que, aunque todavía le costaba aceptarlo, tendría que haberlo intuido mucho antes. Que estaba viviendo un matrimonio que se quebrantaba poco a poco por su propia tristeza. Se habían casado muy jóvenes y se dieron cuenta demasiado tarde de que se desarrollaban en direcciones diferentes. ¿No habría sido Linda la que había reaccionado frente al vacío que los rodeaba?

Cuando Mona, aquella noche de octubre, le dijo que se quería divorciar, él pensó que en realidad ya se lo esperaba. Pero como ese pensamiento comportaba una amenaza, lo había rechazado y siempre había creído que todo se debía al exceso de trabajo. Se dio cuenta demasiado tarde de que ella había preparado su partida con todo detalle. Un viernes le había dicho que quería divorciarse y el domingo siguiente le había dejado y se había ido al piso que ya había alquilado en Malmö. El haber sido abandonado le había llenado de vergüenza y rabia. Inmerso en un infierno de desesperación, donde todo su mundo sentimental se había paralizado, la abofeteó.

Después sólo hubo silencio. Ella fue a buscar sus enseres durante el día, cuando él no estaba en casa. Sin embargo dejó la mayoría de las cosas, y Wallander se sentía profundamente herido porque ella parecía estar preparada para cambiar todo su pasado por una vida en la cual él no existiría ni como recuerdo.

La llamó. Por las noches sus voces se encontraron. Deshecho por los celos, intentó averiguar si lo había dejado por otro hombre.

—Una nueva vida —le contestó ella—. Una nueva vida antes de que sea demasiado tarde.

Le suplicó. Intentó mostrarse indiferente. Le pidió perdón por toda la poca atención que le había prestado. Pero nada podía cambiar su decisión.

Dos días antes de Nochebuena le llegaron por correo los documentos del divorcio.

Al abrir el sobre y darse cuenta de que todo había terminado, algo estalló dentro de él. En un intento de huida pidió la baja durante los días de Navidad y emprendió un viaje que lo llevó a Dinamarca. En el norte de Seeland una repentina tormenta lo dejó aislado, y pasó la Navidad en la gélida habitación de una pensión, al lado de Gilleleje. Allí escribió largas cartas que luego rompió esparciéndolas por el mar como un gesto simbólico de que, a pesar de todo, empezaba a aceptar todo lo que le había pasado.

Dos días antes de Nochevieja volvió a Ystad y entró de nuevo en servicio. Durante la Nochevieja se ocupó de investigar un caso serio de maltrato a una mujer en Svarte, y tuvo la escalofriante revelación de que podía haber sido él mismo quien maltratara a Mona…

La música de Fidelio se paró con un sonido estridente. La cinta se había enganchado.

Automáticamente se encendió la radio y oyó la retransmisión de un partido de hockey sobre hielo.

Salió del aparcamiento y decidió irse a casa, a la calle Mariagatan.

A pesar de eso se fue en la dirección contraria, tomó la carretera de la costa que le llevaba hacia Trelleborg y Skanör. Al pasar por delante de la vieja cárcel apretó el acelerador. Conducir siempre le había distraído de sus pensamientos…

De repente se da cuenta de que ha llegado a Trelleborg. Un transbordador grande hace su entrada en el puerto y, siguiendo una intuición repentina, decide parar allí.

Sabe que algunos policías que antes estaban en Ystad trabajan en el control de pasaportes de los transbordadores de Trelleborg. Piensa que quizás uno de ellos se halle de servicio esta noche.

Cruza la zona portuaria, que está bañada por una pálida luz amarillenta. Un camión enorme se acerca rugiendo como un animal fantasmagórico de la prehistoria.

Pero al entrar por la puerta en la que pone que está prohibida la entrada a personas ajenas, no reconoce a ninguno de los dos policías…

Kurt Wallander saludó con la cabeza al tiempo que se presentaba. El mayor de los dos policías tenía barba blanca y una cicatriz en la frente.

—Os ha tocado una historia muy desagradable —dijo—. ¿Los habéis atrapado?

—Todavía no —contestó Kurt Wallander.

La conversación se interrumpió pues los pasajeros del transbordador se acercaban al control de pasaportes. La mayoría eran suecos que volvían de celebrar el fin de año en Berlín. Pero también había alemanes del este que aprovechaban su reciente libertad para viajar a Suecia.

Después de veinte minutos sólo quedaban nueve pasajeros. Todos intentaban explicar a su manera que solicitaban asilo político en Suecia.

—Esta noche es tranquila —dijo el más joven de los policías—. Imagínate que a veces llegan hasta cien personas en el mismo transbordador, todos solicitando asilo político.

Cinco de los solicitantes pertenecían a una misma familia etíope. Sólo uno de ellos tenía pasaporte, y Kurt Wallander se preguntaba cómo habían podido hacer un viaje tan largo y cruzar todas las fronteras con un único pasaporte. Aparte de la familia etíope esperaban dos libaneses y dos iraníes.

Kurt Wallander no podía saber con certeza si los refugiados tenían cara de esperanza o de miedo.

—¿Qué les pasa ahora? —preguntó.

—Los de Malmö vienen a buscarlos —contestó el policía mayor—. Están de guardia esta noche. Nos avisan por radio si los transbordadores traen mucha gente sin pasaporte. A veces tenemos que pedir refuerzos.

—¿Qué les pasa en Malmö? —preguntó Wallander.

—Los llevan a uno de los barcos que están atracados en el puerto petrolero. Allí se quedan hasta que los envían a otro sitio. Es decir, si los dejan quedarse en el país.

—¿Qué crees que les pasará a éstos?

El policía se encogió de hombros.

—Sin duda les permitirán quedarse —contestó—. ¿Quieres café? El próximo transbordador tardará un rato.

Kurt Wallander negó con la cabeza.

—Otro día. Tengo que irme.

—Espero que los atrapéis.

—Sí —dijo Kurt Wallander—. Yo también.

En el camino de vuelta a Ystad atropelló a una liebre. Al ver el animal a la luz de los faros pisó el freno, pero la liebre se golpeó ligeramente contra la rueda delantera izquierda. No se paró para ver si todavía estaba viva.

«¿Qué me está pasando?», pensó.

Por la noche durmió intranquilo. Poco después de las cinco se despertó bruscamente. Tenía la boca seca y había soñado que alguien intentaba estrangularlo. Al ver que no podría conciliar el sueño otra vez, se levantó y preparó café. El termómetro exterior de la ventana de la cocina señalaba seis grados bajo cero. La farola se mecía con el viento. Se sentó a la mesa de la cocina y pensó en la conversación que había tenido con Rydberg la noche anterior. Lo que temía se había confirmado. La mujer no había dicho nada que pudiera dar una dirección a su investigación. Sus palabras sobre algo extranjero eran demasiado vagas. Comprendió que no tenían ninguna pista.

A las seis y media se vistió y buscó un rato antes de encontrar el jersey grueso que quería.

Salió a la calle, sintió la fuerza del viento, y luego condujo hacia Österleden y giró por la carretera principal hacia Malmö. Antes de volver a ver a Rydberg, haría otra visita a los vecinos del viejo matrimonio asesinado. No le abandonaba la idea de que había algo que no encajaba. Los asaltos a personas ancianas y solitarias raras veces eran mera coincidencia. Previamente solían circular rumores sobre dinero escondido. Y aunque los asaltos pudieran ser brutales, no se producían con esa maldad metódica de la que había sido testigo en el lugar del crimen.

«La gente del campo se levanta temprano», pensó al girar por el estrecho camino que llevaba a la casa de los Nyström. «¿Habrán tenido tiempo de pensar en algo nuevo?»

Paró y apagó el motor. En aquel mismo instante se apagaron las luces de la cocina.

«Tienen miedo», pensó. «A lo mejor se imaginan que los asesinos han vuelto.»

Dejó encendidos los faros al salir del coche y cruzó por la gravilla hacia la escalera exterior.

Más que verlo, intuyó el fogonazo de la escopeta que salió de una arboleda al lado de la casa. El ruido ensordecedor le hizo lanzarse de cabeza al suelo. Una piedra le cortó.a mejilla y durante un instante pensó que le habían dado.

—Policía —gritó—. ¡No disparen! ¡Coño, no disparen!

La luz de una linterna le iluminaba la cara. La mano que aguantaba la linterna temblaba y el haz de luz se movía de un lado para otro. Era Nyström el que estaba delante de él con una vieja escopeta de perdigones en la mano.

—¿Es usted? —preguntó.

Wallander se levantó sacudiéndose la gravilla.

—¿A qué apuntabas? —le preguntó.

—Disparé al aire —contestó Nyström.

—¿Tienes licencia de armas? —preguntó Wallander—. Si no, puedes tener problemas.

—He hecho guardia esta noche —dijo Nyström. Kurt Wallander notó que el hombre estaba muy asustado.

—Voy a apagar los faros —dijo Wallander—. Luego hablaremos tú y yo.

Dentro, en la cocina, vio dos cajas con perdigones encima de la mesa. En el sofá de la cocina había una barra de hierro y un gran mazo. El gato negro estaba tumbado junto a la ventana y lo miró de forma arisca cuando entró. La esposa preparaba un café.

—No podía saber que era la policía quien venía —se disculpó Nyström con voz de arrepentimiento—. Tan temprano.

Kurt Wallander empujó el mazo a un lado y se sentó.

—La mujer murió anoche. Quería venir personalmente a decírselo.

Cada vez que Kurt Wallander se veía obligado a comunicar una muerte, tenía la misma sensación de irrealidad. Explicar a unos desconocidos que un hijo o un familiar de repente había fallecido, y hacerlo de una manera honrosa, era imposible. Las muertes que la policía debía comunicar siempre eran inesperadas, muchas veces violentas y crueles. Alguien se sube al coche para ir a comprar algo y muere. Un niño que va en bicicleta es atropellado saliendo del parque. Maltratan o asaltan a alguien; otro se suicida o se ahoga. Cuando la policía está en la puerta, la gente se niega a recibir el mensaje.

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