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Authors: Henning Makell

Tags: #Policiaca

Asesinos sin rostro (4 page)

BOOK: Asesinos sin rostro
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Había algo que no encajaba en aquel crimen.

En aquel momento se trataba de no perder la esperanza. Varios grupos de policías habían hablado con los habitantes de Lenarp. ¿Podrían haber visto algo? A menudo, antes de asaltar casas aisladas en las que vivían ancianos, los malhechores practicaban un reconocimiento del lugar. Y Rydberg a lo mejor encontraría alguna pista en el lugar del crimen. Kurt Wallander miró el reloj.

¿Cuánto hacía que no llamaba al hospital? ¿Cuarenta y cinco minutos? ¿Una hora?

Decidió esperar hasta que tuviera escrita la nota de prensa. Se colocó los auriculares del pequeño radiocasete y puso una cinta de Jussi Björling. La chirriante grabación de los años treinta no podía hacer sombra a la espléndida música de Rigoletto.

La nota de prensa era de ocho líneas. Kurt Wallander le pidió a una de las empleadas que la pasara a máquina y luego sacara copias. Mientras tanto, él leería el formulario de preguntas que se enviaría a todos los que vivían en los alrededores de Lenarp. ¿Han visto algo fuera de lo normal? ¿Algo que tuviera relación con el brutal crimen? Estaba convencido de que el formulario no daría más que molestias. Sabía que el teléfono sonaría sin cesar y que dos policías tendrían que escuchar informaciones inútiles.

«De todos modos hay que hacerlo», pensó. «Al menos confirmaremos que nadie ha visto nada.»

Volvió a su despacho y llamó de nuevo al hospital. Pero nada había cambiado. La anciana aún luchaba por su vida. Cuando colgó, Näslund entró en su despacho.

—Tenía razón —dijo.

—¿Razón?

—El abogado de Månson se puso furioso.

Kurt Wallander se encogió de hombros.

—Tendremos que resignarnos a vivir con eso.

Näslund se rascó la frente y preguntó cómo iban las cosas.

—De momento, nada. Hemos empezado. Eso es todo.

—He visto que llegaba el informe preliminar del médico forense.

Kurt Wallander frunció el entrecejo.

—¿Por qué no me lo han dado a mí?

—Está en el despacho de Hanson.

—¿Qué coño hace allí?

Kurt Wallander se levantó y salió al pasillo. «Siempre lo mismo», pensó. «Los papeles no llegan adonde deben.» Aunque el trabajo de la policía se registraba cada vez con mayor frecuencia en los ordenadores, los papeles importantes aún tendían a extraviarse.

Hanson estaba hablando por teléfono cuando Kurt Wallander llamó a su puerta y entró. Vio que la mesa de Hanson estaba cubierta de boletos de juego y programas de diferentes hipódromos del país. En la comisaría todo el mundo sabía que Hanson se pasaba la mayor parte de su jornada laboral llamando a diversos entrenadores de caballos para pedir soplos. Dedicaba las noches a idear sistemas de apuestas que le garantizaran las mayores ganancias. Corrían rumores de que una vez le había tocado un gran premio. Pero nadie lo sabía con certeza. Y no se podía decir que nadara en la abundancia.

Cuando Kurt Wallander entró, Hanson tapó el auricular con la mano.

—El protocolo del informe del forense —dijo Kurt Wallander—. ¿Lo tienes tú?

Hanson apartó un programa de las carreras de Jägersro.

—Ahora mismo te lo iba a llevar.

—El número cuatro de la carrera número siete es un ganador seguro —dijo Kurt Wallander y tomó la carpeta de plástico de la mesa.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Quiero decir que es un ganador seguro.

Kurt Wallander se fue y dejó a Hanson boquiabierto. Vio en el reloj del pasillo que aún faltaba media hora para la rueda de prensa. Volvió a su despacho y leyó el informe médico con mucha atención.

La brutalidad del asesinato le parecía en aquel momento aún más notoria, si cabía, que cuando había llegado a Lenarp por la mañana.

En el examen preliminar del cuerpo, el médico no había podido determinar la causa de la muerte.

Había demasiadas causas para elegir.

El cuerpo tenía ocho heridas o cortes profundos producidos por un objeto afilado y serrado. El médico sugería una sierra de podar. Además, el fémur derecho estaba roto, al igual que el brazo izquierdo y la muñeca. En la piel aparecían señales de quemaduras, hinchazón en los testículos y el hueso frontal estaba hundido. Aún no se podía constatar la verdadera causa de la muerte.

El médico había acompañado el informe oficial con una nota aparte:

«El acto de unos locos», escribía. «La violencia a que fue expuesto este hombre habría sido suficiente para matar a cuatro o cinco personas.»

Kurt Wallander apartó el informe.

Se sentía cada vez peor.

Había algo que no encajaba.

Los atracadores de ancianos no solían descargar su odio. Buscaban dinero.

¿Por qué aquella violencia enfermiza?

Cuando comprendió que no podía dar una respuesta satisfactoria a la pregunta, volvió a leer el resumen que él mismo había escrito. ¿Había olvidado algo? ¿Había descuidado algún detalle que más tarde sería importante? Aunque la mayor parte del trabajo policial consistía en buscar con mucha paciencia hechos posiblemente relacionados entre sí, también había aprendido por experiencia que la primera impresión del lugar de un crimen era fundamental. Sobre todo cuando los policías se contaban entre los primeros en llegar.

En el resumen había algo que le hacía pensar. Pese a todo, ¿había olvidado algún detalle?

Se quedó sentado durante un buen rato sin descubrir de qué se trataba.

La chica abrió la puerta y dejó la nota de prensa mecanografiada y las copias. Camino de la sala de conferencias, Wallander entró en el lavabo y se miró al espejo. Empezaba a necesitar un corte de pelo. El cabello castaño le salía por detrás de las orejas. Y debería perder algunos kilos. Durante los tres meses transcurridos desde que su mujer le abandonara, había engordado siete kilos. En su solitaria dejadez se había alimentado de comidas rápidas y pizzas, hamburguesas grasientas y bollería.

—Gordinflón —se dijo en voz alta—. ¿Quieres estar como un viejo acabado?

Decidió cambiar sus hábitos alimenticios de inmediato. Si fuera necesario, reconsideraría el volver a fumar.

Se preguntó cuál sería la causa de que casi la mitad de los policías estuvieran divorciados. ¿Por qué las esposas abandonaban a los maridos? En alguna ocasión había leído una novela policíaca y suspirando había constatado que en ella la situación era igual de mala.

Los policías estaban divorciados y punto…

La sala donde tendría lugar la rueda de prensa estaba llena. Conocía a la mayoría de los periodistas. Pero también había caras nuevas, y una joven llena de marcas de acné lo miraba mientras preparaba su grabadora.

Kurt Wallander repartió la escueta nota de prensa y se sentó en la tarima que había al fondo de la sala. En realidad debería haber asistido el jefe de la policía de Ystad, pero estaba de vacaciones de invierno en España. Rydberg había prometido acudir si acababa pronto con la televisión. Si no lo hacía, Kurt Wallander estaría solo.

—Habéis recibido la nota —empezó—. En realidad, no tengo nada más que decir por ahora.

—¿Se puede preguntar? —dijo un periodista a quien Kurt Wallander reconocía como el corresponsal local del periódico Arbetet.

—Estoy aquí para eso —contestó Kurt Wallander.

—Desde mi punto de vista, es una nota francamente mala —dijo el periodista—. Deberíais explicar algo más.

—No tenemos ninguna pista sobre los autores —informó Kurt Wallander.

—¿O sea que había más de uno?

—Probablemente.

—¿Por qué creéis eso?

—Lo creemos, pero no lo sabemos.

El periodista hizo una mueca y Kurt Wallander le dio la palabra a otro periodista que conocía.

—¿Cómo lo mataron?

—Violencia externa.

—¡Eso puede significar un montón de cosas diferentes!

—No lo sabemos todavía. Los forenses no han acabado su trabajo. Tardarán unos días.

El periodista tenía más preguntas, pero fue interrumpido por la chica del acné y la grabadora. Kurt Wallander pudo leer en la parte superior del aparato que era de la radio local.

—¿Qué se llevaron los asaltantes?

—No lo sabemos todavía —respondió Kurt Wallander—. No sabemos siquiera si es un robo.

—¿Qué sería si no?

—No lo sabemos.

—¿Hay algo que indique que no sea un robo?

—No.

Wallander notaba que sudaba ante una sala desbordada de periodistas. Recordaba que cuando era un policía joven soñaba con encargarse de las ruedas de prensa. Pero en sus sueños no estaban llenas de aire viciado y sudor.

—Le he hecho una pregunta —oyó decir a uno de los periodistas que estaba al final de la sala.

—No le he entendido —dijo Kurt Wallander.

—Para la policía, ¿se trata de un crimen importante? —preguntó el periodista.

A Wallander le sorprendió la pregunta.

—Claro que es muy importante resolver este asesinato —dijo—. ¿Por qué no iba a serlo?

—¿Pediréis refuerzos?

—Es demasiado pronto para contestar a eso. Por supuesto que esperamos una pronta solución. Creo que todavía no entiendo tu pregunta.

El periodista, que era muy joven y llevaba unas gafas de cristales gruesos, se abrió paso a través de la sala. Kurt Wallander no lo había visto antes.

—Sólo quiero decir: hoy en Suecia ya nadie se preocupa por las personas mayores.

—Nosotros sí —contestó Kurt Wallander—. Haremos todo lo que podamos para atrapar a los autores. En Escania viven muchas personas mayores en granjas solitarias. Pueden estar seguros de que haremos todo lo que esté en nuestras manos. —Se levantó—. Les informaremos cuando tengamos más que contar —dijo—. Gracias por venir.

La chica de la radio local bloqueó su camino cuando iba a salir de la sala.

—No tengo nada más que decir —protestó.

—Conozco a tu hija Linda —dijo la chica.

Kurt Wallander se quedó parado.

—¿Ah sí? —preguntó—. ¿Cómo es eso?

—Nos hemos visto algunas veces. Aquí y allá.

Kurt Wallander intentó pensar si la reconocía. ¿Habían sido compañeras de clase?

Ella negaba con la cabeza como si hubiera leído sus pensamientos.

—Tú y yo no nos hemos visto nunca —dijo—. No me conoces. Linda y yo nos conocimos en Malmö.

—Ajá —dijo Wallander—. Qué bien.

—Me gusta mucho. ¿Puedo hacerte más preguntas?

Kurt Wallander repitió lo que había dicho por el micrófono. Lo que le habría gustado era hablar sobre Linda, pero no tenía ocasión.

—Dale recuerdos —se despidió la chica al recoger su grabadora—. Dale recuerdos de Cathrin. O Cattis.

—Lo haré —dijo Kurt Wallander—. Lo prometo.

Al volver a su despacho sintió un dolor en el estómago. Pero ¿era de hambre o de angustia?

«Tengo que parar», pensó. «Tengo que asumir que mi mujer me ha dejado. Tengo que admitir que no puedo hacer mucho salvo esperar a que Linda me venga a ver por iniciativa propia. Tengo que aceptar que la vida es como es…»

Un poco antes de las seis los policías se reunieron otra vez. Nada nuevo en el hospital. Kurt Wallander organizó rápidamente unos turnos para la noche.

—¿Es necesario? —preguntó Hanson—. Deja una grabadora y cualquier enfermera la podrá poner en marcha si la vieja despierta.

—Es necesario —replicó Kurt Wallander—. Me haré cargo desde medianoche hasta las seis. ¿Hay algún voluntario hasta entonces?

Rydberg asintió con la cabeza.

—Yo puedo estar sentado en el hospital igual que en cualquier otro sitio —contestó.

Kurt Wallander miró a su alrededor. Todos parecían ojerosos a la luz de los fluorescentes del techo.

—¿Hemos llegado a alguna parte? —preguntó.

—Hemos terminado lo de Lenarp —contestó Peters, que había dirigido el trabajo de llamar puerta por puerta—. Parece que nadie ha visto nada. Pero es posible que dentro de unos días se les ocurra algo. Por lo demás, la gente por allí tiene miedo. Es desagradable de cojones. Casi sólo hay viejos. Y una familia polaca asustada que es probable que esté aquí ilegalmente. Pero los dejé estar. Tenemos que continuar mañana.

Kurt Wallander miró a Rydberg.

—Está lleno de huellas digitales —dijo—. Quizá descubramos algo. Aunque lo dudo. Pero hay un nudo que me interesa.

Kurt Wallander le dirigió una mirada inquisitiva.

—¿Un nudo?

—El nudo corredizo.

—¿Qué le pasa?

—Es poco común. Nunca había visto un nudo como ése.

—¿Habías visto un nudo estrangulador antes? —preguntó Hanson desde la puerta, impaciente por irse.

—Sí —dijo Rydberg—. Lo he visto. Veremos qué puede aportarnos ese nudo.

Kurt Wallander sabía que Rydberg no quería decir nada más. Pero si el nudo le interesaba era porque podía tener su importancia.

—Mañana por la mañana iré a ver a los vecinos otra vez —informó Wallander—. Y a propósito, ¿han encontrado a los hijos de los Lövgren?

—Martinson se encargaba de ello —contestó Hanson.

—¿Martinson no estaba en el hospital? —preguntó Kurt Wallander con asombro.

—Cambió con Svedberg.

—¿Dónde coño está ahora, pues?

Nadie sabía dónde se encontraba Martinson. Kurt Wallander llamó a las telefonistas y le informaron de que Martinson había salido una hora antes.

—Llámale a casa —ordenó Kurt Wallander.

Luego miró su reloj.

—Nos volveremos a reunir mañana a las diez —dijo—. Gracias por hoy, hasta entonces.

Acababa de quedarse solo cuando la telefonista le pasó una llamada de Martinson.

—Lo siento —se excusó Martinson—. Pero se me olvidó que teníamos que vernos.

—¿Qué hay de los hijos?

—Me parece que Richard tiene la varicela.

—Quiero decir los hijos de los Lövgren. Las dos hijas.

Martinson sonaba sorprendido.

—¿No recibiste mi mensaje?

—Yo no he recibido nada.

—Se lo di a una de las telefonistas.

—Voy a ver. Pero explícamelo primero.

—Una de las hijas, la que tiene cincuenta años, vive en Canadá. En Winnipeg, que no sé por dónde cae. Olvidé que allí era medianoche cuando llamé. Primero se negaba a creer lo que le decía. Hasta que su marido se puso al teléfono no llegaron a entender lo que había pasado. El es policía, de la montada de Canadá. Hablaremos mañana otra vez. Pero ella viene en avión, naturalmente. A la otra hija ha costado más encontrarla a pesar de que está en Suecia. Tiene cuarenta y siete años y trabaja como jefa de comedor en el Hotel Rubinen de Göteborg. Parece que es entrenadora de un equipo de balonmano en Skien, Noruega. Prometieron avisarle. Puse una lista de los demás familiares de los Lövgren en la recepción. Son muchos. La mayoría de ellos vive en Escania. Quizá llamen otros cuando lean mañana los periódicos.

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