Asesinos sin rostro (3 page)

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Authors: Henning Makell

Tags: #Policiaca

BOOK: Asesinos sin rostro
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Wallander atravesó Lenarp un par de veces de punta a punta. Había luz en las ventanas, pero no había nadie en las calles.

«¿Qué dirán cuando lo sepan?», pensó.

Estaba desanimado. La visión de la anciana con la cuerda alrededor del cuello no lo dejaba en paz. La crueldad era incomprensible. ¿Quién podía hacer algo semejante? ¿Por qué no darle un hachazo en la cabeza para acabar con ella en el acto? ¿Por qué torturarla?

Intentó analizar la situación mientras atravesaba el pequeño pueblo a poca velocidad. En el cruce con la carretera que iba hacia Blentarp se detuvo, encendió la calefacción porque tenía frío y luego se quedó inmóvil mirando al horizonte.

Era él quien llevaría la investigación, lo sabía. No podía ser ningún otro. Después de Rydberg era el policía con más experiencia en Ystad, a pesar de que sólo tenía cuarenta y dos años.

Gran parte del trabajo de la investigación sería pura rutina. Examinar el lugar del crimen, hacer preguntas en Lenarp y a lo largo del posible camino de huida de los atracadores. ¿Habían visto algo sospechoso? ¿Un incidente fuera de lo normal? Las preguntas le retumbaban en la cabeza.

Pero Kurt Wallander sabía por experiencia que los robos en las zonas rurales muchas veces resultaban difíciles de resolver.

Su esperanza residía en que la anciana sobreviviese.

Ella había visto algo. Ella sabía algo.

Pero si moría, el doble asesinato sería difícil de resolver.

Se sintió intranquilo.

En circunstancias normales, la ansiedad estimulaba su energía y determinación, condiciones imprescindibles en cualquier trabajo policial; y él pensaba que era un buen policía. Pero en ese momento se sentía inseguro y cansado.

Se obligó a poner la primera. El coche se movió unos metros. Luego se volvió a parar.

Era como si hasta ese momento no hubiera entendido lo que había vivido aquella gélida mañana de invierno.

La crueldad y ensañamiento del asalto a la pareja de indefensos ancianos le atemorizó.

Aquello no debería haber ocurrido jamás.

Miró a través de las ventanillas del coche. El viento silbaba y rugía por entre las puertas del coche.

«Ahora tengo que empezar», pensó.

«Es lo que dijo Rydberg.»

«Tenemos que atrapar a los que lo han hecho.»

Se fue directamente al hospital de Ystad y subió en ascensor hasta la planta de cuidados intensivos. En el pasillo descubrió enseguida a Martinson, el joven aspirante a policía, sentado en una silla delante de una puerta.

Kurt Wallander se dio cuenta de que estaba irritado. ¿Es posible que no hubiese más que un joven e inexperto aspirante a policía para hacer guardia en el hospital? ¿Y por qué estaba sentado fuera de la habitación? ¿Por qué no estaba sentado al lado de la cama, dispuesto a registrar el menor susurro de la mujer maltratada?

—Hola —dijo Kurt Wallander—. ¿Cómo va todo?

—Está inconsciente —contestó Martinson—. Parece que los médicos no tienen demasiadas esperanzas.

—¿Qué haces aquí sentado? ¿Por qué no estás dentro?

—Me avisarán si pasa algo.

Kurt Wallander notó que Martinson se ponía nervioso.

«Hablo como un viejo maestro gruñón», pensó.

Con mucho cuidado empujó la puerta y miró hacia dentro. Había varias máquinas aspirando y bombeando en la antesala de la muerte. Los tubos serpenteaban como gusanos transparentes a lo largo de las paredes. Una enfermera repasaba un diagrama cuando él abrió la puerta.

—Aquí no puede entrar —dijo en tono brusco.

—Soy policía —replicó Wallander tímidamente—. Sólo quiero saber cómo está.

—Se le ha dicho que espere fuera —añadió la enfermera.

Antes de que a Kurt Wallander le diera tiempo de contestar entró un médico con mucha prisa en la habitación. Le pareció muy joven.

—Preferimos no tener extraños aquí dentro —dijo el joven médico al ver a Kurt Wallander.

—Me iré. Pero quiero saber cómo se encuentra. Me llamo Wallander y soy policía. Policía criminalista —explicó sin saber si eso cambiaba las cosas—. Soy el que lleva la investigación y debo buscar a quienes lo han hecho. ¿Cómo está?

—Es increíble que todavía viva —contestó el médico, señalándole con la cabeza que le siguiera hasta la cama—. Todavía no sabemos qué está roto y dañado dentro de ella. Primero tenemos que saber si va a sobrevivir. Pero la tráquea está muy deformada. Como si alguien hubiera intentado estrangularla.

—Eso fue precisamente lo que pasó —dijo Kurt Wallander mirando la cara delgada que se dejaba ver entre las sábanas y los tubos.

—Debería estar muerta —continuó el médico.

—Espero que sobreviva —dijo Kurt Wallander—. Es el único testigo que tenemos.

—Nosotros esperamos que todos nuestros pacientes sobrevivan —contestó el médico secamente, estudiando una pantalla donde las líneas verdes hacían movimientos oscilatorios sin cesar.

Kurt Wallander dejó la habitación después de que el médico dijera que no podía aclarar nada. El desenlace era imprevisible. Maria Lövgren podía fallecer sin recuperar la conciencia. Era imposible saber lo que ocurriría.

—¿Sabes leer los labios? —le preguntó a Martinson.

—No —contestó el muchacho, sorprendido.

—Lástima —dijo Wallander y salió.

Desde el hospital se dirigió en coche directamente al edificio pardo de la comisaría que estaba en la salida este de la ciudad.

Se sentó ante su escritorio y miró por la ventana hacia el viejo depósito rojo de agua.

«Quizás haga falta otro tipo de policías», pensó. «¿Policías que no se impresionen cuando en una madrugada de enero estén obligados a entrar en un matadero humano en la campiña sureña de Suecia? ¿Policías que no sufran mi inseguridad y angustia?»

El teléfono interrumpió sus pensamientos.

«El hospital», pensó rápidamente.

«Ahora llaman para comunicarme que Maria Lövgren ha muerto.

»Pero ¿tuvo tiempo de despertar? ¿Dijo algo?» Se quedó mirando el teléfono mientras sonaba.

«Mierda», pensó.

«Mierda. Lo que sea, pero eso no.»

Pero cuando levantó el auricular descubrió que era su hija. Se sobresaltó tanto que casi tira el teléfono al suelo.

—Papá —dijo, y él oyó caer las monedas.

—Hola —contestó él—. ¿Desde dónde llamas?

«Que no sea desde Lima», pensó. «O Katmandú. O Kinshasa.»

—Estoy en Ystad.

Entonces se alegró. Eso significaba que la vería.

—He venido a verte —dijo—. Pero he cambiado de opinión. Estoy en la estación. Me voy ahora. Sólo quería decirte que por lo menos había pensado en venir a verte.

Luego la llamada se cortó. Wallander se quedó sentado con el auricular en la mano.

Era como si tuviese algo muerto, algo suelto en la mano.

«Maldita cría», pensó. «¿Por qué me hace esto?»

Su hija Linda tenía diecinueve años. Hasta los quince habían mantenido una buena relación. Cuando tenía problemas se dirigía a él y no a su madre, o cuando quería hacer algo pero no se atrevía. Había visto cómo se había transformado de niña rechoncha en una mujer joven de belleza provocativa. Hasta cumplir los quince años no dejó traslucir los demonios secretos que un día la llevarían a un terreno inseguro y enigmático.

Un día de primavera, después de cumplir quince años, de repente y sin aviso, intentó suicidarse. Fue un sábado por la tarde. Kurt Wallander estaba reparando una de las sillas del jardín mientras su esposa limpiaba los cristales. Él dejó el martillo y entró en la casa, empujado por una ansiedad repentina. Linda estaba en la cama, se había cortado las muñecas y el cuello con una hoja de afeitar. Más tarde, cuando todo había pasado, el médico le explicó que habría muerto si él no hubiera entrado en aquel momento o si no le hubiera puesto un vendaje a presión con la serenidad con que lo hizo.

Nunca superó el susto. La relación entre él y Linda se rompió. Ella se apartaba y él no lograba entender qué la había llevado al intento de suicidio. Dejó el colegio, aceptaba diferentes trabajos temporales y de pronto desaparecía durante largos periodos. En dos ocasiones su esposa le había obligado a denunciar su desaparición. Los demás policías habían visto su dolor cuando Linda era el objeto de su investigación. Pero ella volvía a aparecer y por sus bolsillos y pasaporte descubrían sus viajes.

«Coño», pensó. «¿Por qué no te quedas? ¿Por qué cambias de idea?»

El teléfono sonó otra vez, cogió el auricular compulsivamente.

—Es papá —dijo sin pensar.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó su padre al otro lado de la línea—. ¿Qué quieres decir contestando «es papá»? Pensaba que eras policía.

—No tengo tiempo de hablar contigo ahora. ¿Puedo llamarte más tarde?

—No, no puedes. ¿Qué es eso tan importante?

—Ha ocurrido algo grave esta mañana. Te llamo luego.

—¿Qué ha pasado?

Su anciano padre lo llamaba casi cada día. En varias ocasiones había dado órdenes a la telefonista de no pasar sus llamadas. Pero su truco fue descubierto y empezó a dar otros nombres y a cambiar la voz para tomarles el pelo a las telefonistas.

Kurt Wallander sólo vio una posible escapatoria.

—Iré a verte esta tarde —dijo—. Entonces podremos hablar.

Su padre se dejó convencer a regañadientes.

—Ven a las siete. Tendré tiempo para recibirte.

—Iré a las siete. Hasta luego.

Colgó y bloqueó el teléfono para no recibir llamadas. Rápidamente pensó en tomar el coche y bajar hasta la estación a buscar a su hija. Hablar con ella, intentar resucitar la relación que tan enigmáticamente se había perdido. Pero sabía que no lo haría. No quería arriesgarse a que su hija se fuera corriendo para siempre.

La puerta se abrió y asomó la cabeza de Näslund.

—Hola —dijo—. ¿Lo hago pasar?

—¿Pasar a quién?

Näslund miró su reloj.

—Son las nueve —contestó—. Ayer dijiste que querías a Klas Månson sobre esta hora para interrogarle.

—¿Qué Klas Månson?

Näslund lo miró con curiosidad.

—El que atracó la tienda en la autovía Österleden. ¿Te has olvidado de él?

De pronto se dio cuenta de que Näslund, obviamente, no sabía nada del asesinato cometido durante la noche.

—Debes ocuparte de Månson —dijo—. Anoche hubo un asesinato en Lenarp. Es posible que sea un doble asesinato. Un matrimonio de ancianos. Debes ocuparte de Månson. Mejor pospón la entrevista. Tenemos que organizar la investigación de Lenarp antes que nada.

—El abogado de Månson ya ha llegado —dijo Näslund—. Si le envío a casa montará un número de cojones.

—Haz un interrogatorio preliminar —ordenó Kurt Wallander—. Si a pesar de todo el abogado empieza a gritar, no podremos hacer nada. Avisa que hay reunión en mi despacho a las diez. Tienen que venir todos.

De pronto estaba en marcha. Volvía a ser policía. La angustia que sentía por su hija y su esposa tendría que esperar. En aquel momento empezaba la laboriosa tarea de cazar al asesino.

Se deshizo de un montón de papeles del escritorio, rompió una quiniela que nunca tendría tiempo de rellenar, fue al comedor y se sirvió una taza de café.

A las diez estaban todos reunidos en su despacho. Rydberg había ido desde el lugar del crimen y estaba sentado en una silla de madera cerca de la ventana. Siete policías, unos de pie otros sentados, llenaban la habitación. Wallander llamó al hospital y se enteró de que la situación de la anciana era crítica, sin novedades.

Luego se puso a dar detalles sobre lo que había pasado.

—Fue peor de lo que podéis imaginaros —empezó—. ¿O qué dices tú, Rydberg?

—Exacto —contestó Rydberg—. Como en una película americana. Hasta olía a sangre. No suele ocurrir.

—Tenemos que capturar a los que lo han hecho —siguió Kurt Wallander—. No podemos dejar sueltos a desquiciados de esa calaña.

Se hizo el silencio en la habitación. Rydberg tamborileaba con los dedos en el respaldo de la silla. Se oyó reír a una mujer en el pasillo.

Kurt Wallander los miró. Eran sus compañeros. Ninguno era un amigo del alma. Pero estaban unidos.

—Bueno —dijo—. ¿Qué hacemos? Tenemos que empezar.

Eran las once menos veinte.

3

A las cuatro menos cuarto de la tarde, Kurt Wallander sintió hambre. No había tenido tiempo de comer en todo el día. Después de la reunión había dedicado la mañana a organizar la caza de los asesinos de Lenarp. No dudaba en emplear el plural. Le costaba imaginar que una sola persona pudiera haber cometido aquel baño de sangre.

Fuera estaba oscuro cuando se dejó caer en la silla de detrás de su escritorio con la intención de redactar una nota de prensa. Encontró montones de mensajes telefónicos que le había dejado una de las telefonistas. Buscó en vano el nombre de su hija y luego los amontonó en la bandeja de correo entrante. Para eludir la desagradable experiencia de ponerse ante las cámaras de televisión de Noticias del Sur y decir que de momento no tenían ninguna pista de quiénes habían cometido el brutal asesinato de los ancianos, le había rogado a Rydberg que lo hiciera. A cambio escribiría la nota de prensa. Sacó una hoja de un cajón de la mesa. Pero ¿qué iba a escribir? El trabajo de aquel día sólo había consistido en acumular una gran cantidad de interrogantes.

Un día de espera. En la unidad de cuidados intensivos, la anciana que había sobrevivido al estrangulamiento de la cuerda luchaba por su vida.

¿Llegarían a saber algún día lo que la mujer había visto aquella terrible noche en la casa solitaria? ¿O se moriría sin poder contarles nada?

Kurt Wallander miró por la ventana, hacia la oscuridad.

En lugar de la nota de prensa empezó a escribir un resumen de lo que se había hecho durante el día y de lo que tenían como punto de partida.

«Nada», pensó al acabar. «Atacan y torturan brutalmente a dos viejos que no tienen enemigos ni dinero escondido. Los vecinos no oyen nada. Hasta que los autores del crimen se han ido, no notan que una ventana está rota ni oyen los gritos de socorro de la anciana. Rydberg todavía no ha encontrado ninguna pista. Eso es todo.

»Los viejos que viven en casas aisladas siempre han estado expuestos a atracos. Los atan, los golpean e incluso los matan.

»Pero esto es otra cosa», pensó Kurt Wallander. «La fina cuerda al cuello trasluce una lúgubre historia de resentimiento y odio, quizá también de venganza.»

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