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Authors: Henning Makell

Tags: #Policiaca

Asesinos sin rostro (9 page)

BOOK: Asesinos sin rostro
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No había nadie.

En el pasillo chocó con Martinson, que se acercaba con un montón de hojas de papel continuo de ordenador en la mano.

—A ti te quería ver —dijo Martinson—. He sacado un poco de material que tal vez sea interesante. A ver si serán fineses los que lo han hecho.

—Cuando no sabemos algo solemos decir que son fineses —contestó Kurt Wallander—. No tengo tiempo ahora. ¿Sabes dónde está Hanson?

—Él no sale nunca de su despacho, ¿verdad?

—Entonces tenemos que dar una orden de búsqueda. Ahora mismo no está allí.

Miró en el comedor, pero sólo había un administrativo preparándose una tortilla.

«¿Dónde coño está Hanson?», pensó y abrió la puerta de su propio despacho con fuerza.

Vacío también. Llamó a Ebba a la recepción.

—¿Dónde está Hanson? —preguntó.

—Si no hubieras tenido tanta prisa, te lo habría dicho al llegar —contestó Ebba—. Mandó decir que iba al banco Föreningsbanken.

—¿Qué ha ido a hacer allí? ¿Iba con alguien?

—Sí, pero no sé quién era.

Kurt Wallander colgó bruscamente.

¿En qué estaba metido Hanson?

Levantó el auricular de nuevo.

—¿Me puedes buscar a Hanson? —dijo a Ebba.

—¿En el Föreningsbanken?

—Si está allí, búscalo allí.

Era muy raro que le pidiera a Ebba que le ayudara a buscar a alguien. No se había acostumbrado a la sensación de tener una secretaria. Si quería que se hiciese algo, lo hacía él mismo. Desde pequeño pensaba que era una mala costumbre. Sólo los ricos y superiores enviaban a otros a hacer el trabajo de a pie. No poder buscar en el listín telefónico y marcar el número tú mismo era de una pereza injustificable…

El teléfono interrumpió sus pensamientos. Era Hanson, que llamaba desde el Föreningsbanken.

—Pensaba que estaría de vuelta antes que tú —dijo Hanson—. Te preguntarás qué hago yo aquí.

—¡Pues, sí!

—Íbamos a echar un vistazo a las cuentas del banco de los Lövgren.

—¿Quiénes?

—Se llama Herdin. Pero es mejor que hables tú con él. Estaremos de vuelta en media hora.

Sin embargo, Wallander tardó casi una hora y cuarto en conocer al hombre que se llamaba Herdin. Era de unos dos metros de estatura, descarnado y delgado, y cuando Kurt Wallander lo saludó fue como darle la mano a un gigante.

—Hemos tardado un poco —dijo Hanson—. Pero ha valido la pena. Escucha lo que Herdin tiene que contar. Y lo que hemos descubierto en el banco.

Herdin se había sentado en una silla de madera y permanecía erguido y callado.

Kurt Wallander tuvo la sensación de que el hombre se había puesto sus mejores galas para la visita a la policía. Aunque eso significara un traje viejo y una camisa de cuello gastado.

—Tal vez sea mejor empezar por el principio —dijo Kurt Wallander tomando un bloc de notas.

Herdin miró a Hanson con asombro.

—¿Tengo que volver a explicarlo todo?

—Será lo mejor —dijo Hanson.

—Es una historia larga —empezó Herdin con indecisión.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Kurt Wallander—. Creo que es mejor que empecemos por ahí.

—Lars Herdin. Tengo una granja de veinte hectáreas al lado de Hagestad. Intento ganarme la vida con reses de matadero. Pero me da para lo justo.

—Tengo sus datos de nacimiento —intervino Hanson, y Kurt Wallander imaginaba que tendría prisa por volver a sus programas de carreras.

—Si lo he entendido bien, has venido aquí porque consideras que tienes información relacionada con el asesinato del matrimonio Lövgren —dijo Kurt Wallander, y deseó haberse expresado con más sencillez.

—Claro que era por el dinero —dijo Lars Herdin.

—¿Qué dinero?

—¡Todo el dinero que tenían!

—¿Puedes expresarte con más claridad?

—El dinero alemán.

Kurt Wallander miró a Hanson, el cual se encogió de hombros discretamente. Kurt Wallander lo interpretó como si hubiera que tener paciencia.

—Deberemos entrar en más detalles —dijo—. ¿No crees que podrías explicarte con más detenimiento?

—Lövgren y su padre ganaron dinero durante la guerra —explicó Lars Herdin—. Criaban a escondidas animales de matadero en unos pastos que hay allá arriba en Småland. Y compraron caballos viejos y jubilados. Luego los vendieron en el mercado negro a Alemania. Ganaron grandes sumas de dinero con la carne. Nunca los descubrieron. Y Lövgren era avaro y astuto. Invertía el dinero y se multiplicó con los años.

—¿Te refieres al padre de Lövgren?

—Ése murió justo después de la guerra. Quiero decir Lövgren.

—¿O sea que los Lövgren eran adinerados?

—No la familia. Sólo Lövgren. Ella no sabía nada del dinero.

—¿Ocultaba lo del dinero a su mujer?

Lars Herdin asintió con la cabeza.

—A nadie le han tomado tanto el pelo como a mi hermana —dijo.

Kurt Wallander levantó las cejas asombrado.

—María Lövgren era mi hermana. La mataron porque él había escondido una fortuna.

Kurt Wallander notaba su amargura poco disimulada. «Quizá sí que fue por odio», pensó.

—¿Y este dinero lo guardaban en casa?

—Sólo a veces —contestó Lars Herdin.

—¿A veces?

—Cuando sacaba sus grandes sumas de dinero.

—¿Podrías intentar explicarte con más detalle?

De repente fue como si algo explotara dentro del hombre del traje gastado.

—Johannes Lövgren era una bestia —dijo—. Es mejor ahora que ya no está. Pero que María tuviera que morir, eso no se lo perdonaré nunca…

El arrebato de Lars Herdin llegó tan de repente que ni Hanson ni Kurt Wallander tuvieron tiempo de reaccionar. Lars Herdin tomó un cenicero de cristal grueso de la mesa que tenía a su lado y lo lanzó con toda su fuerza contra la pared, justo al lado de la cabeza de Kurt Wallander. Trozos de cristal volaron y Kurt Wallander sintió que una esquirla de cristal le había dado en el labio superior.

Después del estallido la calma era abrumadora.

Hanson se levantó de la silla y parecía preparado para echarse encima de Lars Herdin. Pero Kurt Wallander alzó la mano para pararle y Hanson se sentó otra vez.

—Pido disculpas —dijo Lars Herdin—. Si hay una escoba y un recogedor quitaré los cristales. Lo pagaré.

—De esto se harán cargo las señoras de la limpieza —dijo Kurt Wallander—. Es mejor que sigamos hablando tú y yo.

Lars Herdin parecía totalmente tranquilo de nuevo.

—Johannes Lövgren era una bestia —repitió otra vez—. Hacía ver que era como los demás. Pero sólo pensaba en el dinero que él y su padre habían conseguido con engaños durante la guerra. Podía quejarse de lo caro que estaba todo y de que los campesinos eran tan pobres. Pero tenía su dinero que crecía y crecía.

—¿Y ese dinero lo tenía en el banco?

Lars Herdin se encogió de hombros.

—En el banco, en acciones, bonos, qué sé yo.

—¿Por qué a veces guardaba el dinero en casa?

—Johannes Lövgren tenía una amante —dijo Lars Herdin—. Una mujer en Kristianstad con la que tuvo un hijo en los años cincuenta. Eso tampoco lo sabía Maria. Ni lo de la mujer ni lo del niño. El dinero que le daba a ella cada año era más que lo que María habría gastado en toda su vida.

—¿De cuánto dinero se trataba?

—Veinticinco, treinta mil coronas. Dos o tres veces al año. Sacaba el dinero en efectivo. Luego buscaba una excusa adecuada y se iba a Kristianstad.

Kurt Wallander se quedó pensando en lo que acababa de oír.

Intentó decidir qué cuestiones eran las más importantes. Tardarían horas en desenredar todos los detalles.

—¿Qué dijeron en el banco? —preguntó a Hanson.

—Si no tienes todos los documentos en regla, el banco no suele decir nada —explicó Hanson—. No me dejaron ver sus saldos. Pero a una cosa sí me contestaron. Si había estado en el banco últimamente.

—¿Y qué?

Hanson afirmó con la cabeza.

—El jueves pasado. Tres días antes de que alguien lo sacrificara.

—¿Seguro?

—Una de las cajeras conocía su aspecto.

—¿Y había sacado una gran suma de dinero?

—No quisieron contestar de inmediato. Pero la cajera asintió con la cabeza cuando el director del banco nos dio la espalda.

—Tendremos que hablar con la fiscal cuando hayamos puesto este testimonio por escrito —dijo Kurt Wallander—. Para poder entrar en sus saldos y tener una visión global de la situación.

—Dinero ensangrentado —dijo Lars Herdin.

Kurt Wallander se preguntaba si volvería a tirar algo cerca de donde él estaba.

—Quedan muchas preguntas —dijo—. Pero en este momento hay una más importante que todas las demás. ¿Cómo sabes tú todo esto? Eso que afirmas que Johannes Lövgren mantenía oculto a su propia mujer. ¿Cómo lo sabes?

Lars Herdin no contestó a la pregunta. Bajó la vista en silencio al suelo.

Kurt Wallander miró a Hanson, que negaba con la cabeza.

—Tendrás que contestar a la pregunta —dijo Kurt Wallander.

—No tengo por qué contestarla —arguyó Lars Herdin—. Yo no los maté. ¿Mataría a mi propia hermana?

Kurt Wallander intentó acercarse a la pregunta desde otro ángulo.

—¿Cuánta gente sabe lo que acabas de contar? —preguntó.

Lars Herdin no contestó.

—Lo que digas se quedará entre estas paredes —continuó Kurt Wallander.

Lars Herdin miraba al suelo.

Instintivamente, Kurt Wallander sintió que debía esperar.

—Ve a buscarnos un poquito de café —dijo a Hanson—. A ver si hay algo de bollería dulce también.

Hanson desapareció por la puerta.

Lars Herdin continuaba con la vista fija en el suelo y Kurt Wallander esperaba.

Hanson volvió con el café y Lars Herdin se comió un bollo seco.

Kurt Wallander pensaba que ya era hora de volver a hacer la pregunta.

—Tarde o temprano tendrás que contestarla —dijo.

Lars Herdin levantó la cabeza y le miró directamente a los ojos.

—Ya cuando se casaron intuí que Johannes Lövgren era otra persona tras esa fachada amable y poco locuaz. Me parecía que allí había algo falso. Maria era mi hermana pequeña. Yo quería que estuviera bien. Sospechaba de Johannes Lövgren desde la primera vez que empezó a cortejarla en casa de mis padres. Tardé treinta años en averiguarlo. Cómo lo hice, es algo de mi incumbencia.

—¿Le contaste a tu hermana lo que habías averiguado?

—Nunca. Ni una palabra.

—¿Se lo dijiste a otra persona? ¿A tu propia mujer?

—Estoy soltero.

Kurt Wallander observó al hombre que tenía delante. Había algo duro y obstinado en él. Era como si le hubieran criado alimentándolo con piedras.

—Una última pregunta, de momento —dijo Kurt Wallander—. Ya sabemos que Johannes Lövgren tenía dinero en abundancia. Tal vez también guardaba una gran cantidad de dinero en casa cuando lo mataron. Lo averiguaremos. Pero ¿quién pudo saberlo aparte de ti?

Lars Herdin lo miró. Kurt Wallander descubrió un destello de miedo en sus ojos.

—Yo no lo sabía —dijo Lars Herdin.

Kurt Wallander asintió con la cabeza.

—Pararemos aquí —dijo apartando el bloc en el cual había estado tomando notas todo el tiempo—. Aunque necesitaremos tu ayuda más adelante.

—¿Puedo irme? —preguntó Lars Herdin mientras se levantaba.

—Puedes irte —contestó Kurt Wallander—. Pero no te vayas de viaje sin hablar con nosotros antes. Y si se te ocurre algo más que puedas contarnos, llámanos.

Lars Herdin se paró ante la puerta, como si quisiera decir algo más.

Luego empujó la puerta y desapareció.

—Dile a Martinson que le controle —dijo Kurt Wallander—. Probablemente no encontraremos nada. Pero es mejor que nos aseguremos.

—¿Qué piensas de lo que ha dicho? —preguntó Hanson.

Kurt Wallander se lo pensó antes de contestar.

—Había algo convincente en él. No creo que estuviera mintiendo o que fuese una fantasía. Creo que descubrió que Johannes Lövgren tenía una doble vida y que amparaba a su hermana.

—¿Crees que puede estar implicado?

Kurt Wallander estaba seguro de su respuesta.

—Lars Herdin no los mató. Tampoco creo que sepa quién lo ha hecho. Creo que llegó a nosotros por dos razones. Quiere ayudarnos a encontrar a la persona o personas a las que igualmente pueda dar las gracias y escupir a la cara. Los que mataron a Johannes y que, según él, le hicieron un favor. Y los que mataron a Maria, a los que se les debería cortar la cabeza en público.

Hanson se levantó.

—Avisaré a Martinson. ¿Algo más por ahora?

Kurt Wallander miró su reloj de pulsera.

—Nos reunimos en mi despacho dentro de una hora. A ver si localizas a Rydberg. Iba a Malmö a hablar con alguien que remendaba velas.

Hanson le miró con incredulidad.

—El nudo corredizo —dijo Kurt Wallander—. El nudo. Ya lo entenderás.

Hanson se fue y Kurt Wallander se quedó solo.

«Una brecha», pensó. «En todas las investigaciones de los crímenes que se solucionan hay un punto en que atravesamos la pared. No sabemos exactamente lo que vamos a ver. Pero en algún lugar estará la solución.»

Se acercó a la ventana mirando al crepúsculo. Una corriente de aire frío se colaba por las rendijas de la ventana; una farola que se bamboleaba le indicó que el viento había arreciado.

Pensaba en Nyström y su señora.

Toda la vida cerca de una persona que en absoluto era lo que aparentaba.

¿Cómo reaccionarían cuando se revelara la verdad?

¿Con rechazo? ¿Amargura? ¿Sorpresa?

Volvió al escritorio y se sentó. La primera sensación de alivio cuando se abría una brecha en la investigación de un crimen solía enfriarse muy deprisa. Ya tenían un móvil, el más común de todos. Dinero. Pero aún no había un dedo invisible señalando en una dirección concreta.

No había asesino.

Kurt Wallander echó otra mirada al reloj. Si se daba prisa tendría tiempo de bajar al puesto de perritos calientes y comer algo antes de empezar la reunión. También aquel día pasaría sin que hubiera cambiado sus costumbres alimenticias.

Estaba a punto de ponerse la chaqueta cuando sonó el teléfono.

Al mismo tiempo llamaron a la puerta.

La chaqueta se le cayó al suelo cuando tomó el auricular y gritó «adelante».

Rydberg apareció por la puerta. Llevaba una gran bolsa en una mano.

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