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Authors: Henning Makell

Tags: #Policiaca

Asesinos sin rostro (24 page)

BOOK: Asesinos sin rostro
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A las ocho y media, dos hombres empezaron una pelea en un bloque de pisos a las afueras de Ystad. Peters y Norén rápidamente lograron separar a los pendencieros. Eran dos hermanos conocidos por la policía. Se peleaban unas tres veces al año.

Un galgo fue registrado como desaparecido en Marsvinsholm. Como lo habían visto correr hacia el oeste, envió la denuncia a los compañeros en Skurup.

A las diez dejó la comisaría. Hacía frío y el viento llegaba a ráfagas. El cielo estrellado estaba límpido. Aún no nevaba. Se fue a casa, se abrigó con ropa interior de invierno y se puso un gorro de lana. Distraídamente regó las marchitas plantas de la ventana de la cocina. Luego se fue a Malmö.

Norén estaba de guardia durante la noche. Kurt Wallander prometió llamarlo varias veces. Pero Norén probablemente estaría ocupado con Björk, que regresaría y se enteraría de que sus vacaciones habían llegado a su fin.

Kurt Wallander se paró en un motel en Svedala. Dudó un rato antes de decidirse a cenar tan sólo una ensalada. No estaba seguro de que fuera la ocasión apropiada para cambiar sus costumbres alimenticias. Más bien sabía que correría el riesgo de dormirse si comía demasiado ante una noche en vela.

Tomó varias tazas de café bien cargado después de comer. Una señora mayor se acercó a venderle la revista Atalaya. Compró un ejemplar pensando que sería una lectura suficientemente aburrida para durarle toda la noche.

Poco después de las once, entró de nuevo en la E 14 y continuó los últimos kilómetros hasta Malmö. De repente empezó a dudar del sentido de la misión que le había asignado a Rydberg y que él mismo había asumido. ¿Cuánto crédito tenía derecho a dar a su intuición? ¿No deberían bastar las objeciones de Hanson y Rydberg para desistir de aquella vigilancia nocturna?

Se sentía inseguro, indeciso.

Y la ensalada no era suficiente comida para él.

Eran las once y media pasadas cuando entró en la calle que cruzaba la de la casa adosada amarilla donde vivía Rune Bergman. Al salir se bajó el gorro para taparse las orejas en aquella noche fría. Las casas a su alrededor estaban a oscuras. En la distancia se oía el chirrido de las ruedas de un coche. Se mantuvo en la sombra y entró en la calle que se llamaba Rosenallén.

Casi enseguida descubrió a Rydberg, que estaba al lado de un castaño alto. El tronco era tan grueso que daba sombra a todo el hombre. Wallander lo descubrió sólo gracias a que era el único escondrijo posible desde donde se podía controlar toda la casa amarilla.

Kurt Wallander se deslizó en la sombra del gran tronco. Rydberg tenía frío. Se frotaba las manos y golpeaba el suelo con los pies.

—¿Ha pasado algo? —preguntó Kurt Wallander.

—No mucho en doce horas —contestó Rydberg—. A las cuatro se fue a una tienda a comprar. Dos horas más tarde salió a cerrar la verja, que se había abierto por el viento. Pero está alerta. Me pregunto si, a fin de cuentas, no tendrás razón.

Rydberg señaló una casa junto a la de Rune Bergman.

—Está vacía —dijo—. Desde dentro del jardín se domina la calle y la puerta de atrás. Por si se le ocurriera salir por allí. Hay un banco donde sentarse. Si llevas ropa de abrigo.

Kurt Wallander había visto una cabina de teléfonos camino de la casa de Bergman. Le dijo a Rydberg que llamara a Norén. Si no había pasado nada importante podía irse en su coche a casa.

—Vendré sobre las siete. No te mueras de frío.

Desapareció sin hacer ruido. Kurt Wallander estuvo un rato observando la casa amarilla. Había luz en dos ventanas, una en el piso inferior y una en el superior. Las cortinas estaban corridas. Miró el reloj. Tres minutos pasada la medianoche. Rydberg no había vuelto. Por tanto, todo estaba tranquilo en la comisaría de Ystad.

Cruzó la calle deprisa y abrió la verja del jardín de la casa vacía. Anduvo a tientas en la oscuridad hasta encontrar el banco que Rydberg había mencionado. Desde allí podía verlo todo bien. Para mantener el calor, empezó a caminar, cinco pasos en una dirección, cinco pasos en la otra.

Cuando volvió a mirar el reloj era la una menos diez. La noche sería larga. Ya tenía frío. Intentó dejar pasar el tiempo observando las estrellas del cielo. Si le dolía la nuca, volvía a caminar de arriba abajo.

A la una y media se apagó la luz del piso de abajo. A Kurt Wallander le pareció oír una radio desde el piso de arriba.

«Rune Bergman tiene costumbres nocturnas», pensó.

«Tal vez las tienen los que reciben la jubilación anticipada.»

A las dos menos cinco pasó un coche por la calle. Poco después otro más. Luego se hizo el silencio de nuevo.

La luz permanecía encendida en el piso de arriba. Kurt Wallander tenía frío.

A las tres menos cinco minutos se apagó la luz. Kurt Wallander intentó oír la radio. Pero todo estaba en silencio. Se abrazaba a golpes para conservar el calor.

Canturreaba mentalmente un vals de Strauss.

El sonido fue tan sordo que apenas lo oyó.

El clic de una cerradura. Eso fue todo. Kurt Wallander se interrumpió en uno de sus gestos para mantener el calor y escuchó.

Luego percibió la sombra.

El hombre debía moverse de forma muy silenciosa. Pero Kurt Wallander vislumbró a Rune Bergman cuando desapareció sin prisa en el jardín trasero. Kurt Wallander esperó unos segundos. Luego saltó la cerca con cuidado. Era difícil orientarse en la oscuridad, pero vio un pasaje estrecho entre el anejo y el jardín simétrico al de la casa de Bergman. Se movía rápidamente. Demasiado rápido para alguien que no veía casi nada.

Luego salió a la calle paralela a Rosenallén.

Si hubiera llegado un solo segundo más tarde, no habría visto a Rune Bergman desaparecer por una calle transversal hacia la derecha.

Dudó un momento. Su coche estaba aparcado a sólo cincuenta metros. Si no se subía a él en ese mismo instante y Rune Bergman tenía un coche aparcado cerca, no tendría ninguna posibilidad de seguirlo.

Corrió hacia su coche como un poseso. Las articulaciones, rígidas por el frío, crujían y se quedó sin aliento ya en los primeros pasos. Abrió la puerta del coche de un tirón, manipuló con torpeza las llaves y decidió cortarle el camino a Rune Bergman.

Giró por la calle que creyó que era la correcta. Demasiado tarde se dio cuenta de que era un callejón sin salida. Soltó unas palabrotas y dio marcha atrás. Rune Bergman tenía probablemente muchas calles entre las cuales elegir. Además, había un parque al lado.

«Decídete», pensó con rabia. «Decídete rápido, joder.»

Condujo deprisa hacia el gran aparcamiento que quedaba entre el hipódromo de Jägersro y los grandes almacenes. Estaba a punto de perder la esperanza cuando vio a Rune Bergman en una cabina telefónica al lado de un hotel recién construido a la entrada de las caballerizas del hipódromo.

Kurt Wallander frenó y apagó el motor y los faros.

El hombre de la cabina telefónica no lo había descubierto.

Unos minutos más tarde paró un taxi delante del hotel. Rune Bergman se metió en el asiento trasero y Kurt Wallander puso el coche en marcha.

El taxi se metió por la autopista hacia Göteborg. Kurt Wallander dejó pasar un camión antes de empezar la persecución. Miró la aguja de la gasolina. No podría seguir al taxi hasta más allá de Halmstad.

De repente vio que el taxista puso el intermitente hacia la derecha. Tomaría la salida de Lund. Wallander lo siguió.

El taxi paró en la estación de ferrocarril. Cuando Wallander pasó por delante, vio que Rune Bergman estaba pagando. Se metió en una calle transversal y aparcó descuidadamente sobre un paso de cebra.

Rune Bergman caminaba deprisa. Wallander lo seguía entre las sombras.

Rydberg tenía razón. El hombre estaba alerta.

De pronto se paró y se volvió.

Kurt Wallander se tiró de cabeza en un portal. Se dio un golpe en la frente con un escalón y sintió que se le abría el chichón de encima del ojo. La sangre le caía por la cara. Se secó con el guante, contó hasta diez y continuó la persecución. El párpado se le pegaba debido a la sangre.

Rune Bergman se paró delante de una fachada tapada con tela de saco y andamios. De nuevo se volvió y Kurt Wallander se agachó detrás de un coche aparcado.

Luego desapareció.

Kurt Wallander esperó hasta que oyó cómo se cerraba la puerta. Un poco más tarde se encendió la luz de una habitación en el segundo piso.

Cruzó la calle corriendo y se metió detrás de la tela de saco. Sin pensárselo se subió al primer rellano de los andamios.

Todo chirriaba y crujía cuando movía los pies. Ininterrumpidamente iba quitándose la sangre que le cerraba el ojo. Luego se subió al segundo rellano. Las ventanas iluminadas estaban a sólo un metro por encima de su cabeza. Se quitó la bufanda y se la enrolló en la cabeza como si fuera un vendaje provisional.

Con cuidado se subió al siguiente rellano. Los esfuerzos le habían dejado tan cansado y sin aliento que permaneció tumbado durante más de un minuto antes de poder seguir. Con cautela se arrastró a gatas por las maderas heladas llenas del material de revoque. No se atrevía a pensar a cuántos metros de altura se encontraba. Le habría dado vértigo.

Lentamente miró por encima de la repisa ante la ventana iluminada. A través de las cortinas entrevió a una mujer durmiendo en una cama de matrimonio. A su lado la manta estaba apartada como si alguien se hubiera levantado muy deprisa.

Siguió arrastrándose.

Al mirar por la siguiente ventana, vio a Rune Bergman hablando con un hombre que llevaba un albornoz marrón.

Kurt Wallander pensó que era como si hubiera visto a aquel hombre antes.

Tan precisa era la descripción que la joven rumana había hecho del hombre que estaba en el campo comiendo una manzana.

Sintió los latidos de su corazón.

O sea que tenía razón. No podía ser otro.

Los dos hombres hablaban en voz baja. Kurt Wallander no podía entender lo que decían. De repente el hombre del albornoz desapareció por una puerta. En aquel momento Rune Bergman fijó la vista directamente en el lugar en que estaba Kurt Wallander.

«Me han descubierto», pensó al apartar la cabeza.

«Esos cabrones no dudarán en matarme de un tiro.»

Se quedó paralizado de terror.

«Moriré», pensó desesperadamente. «Me volarán la cabeza.»

Pero nadie fue a volarle la cabeza. Al final se atrevió a volver a mirar.

El hombre del albornoz estaba comiéndose una manzana.

Rune Bergman llevaba dos escopetas de perdigones en las manos. Puso una sobre la mesa. La otra la metió debajo de su abrigo. Kurt Wallander comprendió que había visto más que suficiente. Se dio la vuelta y se fue sigilosamente.

Lo que pasó después, no lo sabría nunca.

Pero se equivocó en la oscuridad. Al intentar agarrarse al andamio, su mano palpaba a ciegas en el vacío.

Después se cayó.

Ocurrió tan deprisa que casi no tuvo tiempo de pensar que iba a morir.

Justo encima del suelo su pierna quedó atrapada en una abertura que había entre dos maderas. El dolor fue terrible cuando sintió el tirón. Estaba colgando con la cabeza hacia abajo a menos de un metro del asfalto.

Intentó sacar el pie con movimientos giratorios, pero se le había enganchado. Colgaba en el aire sin poder hacer nada. La sangre le golpeaba las sienes.

El dolor era tan violento que se le saltaban las lágrimas. En aquel momento oyó que se cerraba la puerta del portal. Rune Bergman había dejado el piso.

Se mordió los nudillos para no gritar. A través de la tela de saco observó que el hombre se detenía de pronto. Exactamente delante de él.

Vio una ráfaga de luz.

«El disparo» pensó. «Ahora moriré.»

Luego entendió que Rune Bergman había encendido un cigarrillo.

Los pasos se alejaron.

Estaba perdiendo el conocimiento a causa de la presión de la sangre en su cabeza. Tuvo una momentánea visión de Linda.

Con un enorme esfuerzo logró agarrar uno de los postes que aguantaban los andamios. Se ayudó con un brazo hasta poder asirse alrededor del andamio donde estaba encallado el pie. Reunió todas sus fuerzas para un último intento y dio un tirón. El pie se soltó y cayó de espaldas sobre un montón de grava. Se quedó quieto, comprobando que no tenía nada roto.

Luego se levantó y tuvo que sujetarse contra la pared para no desplomarse a causa del mareo.

Tardó casi veinte minutos en volver al coche. En el reloj de la estación vio que las manecillas señalaban las cuatro y media.

Se dejó caer en el asiento del conductor y cerró los ojos.

Después se marchó a casa a Ystad.

«Necesito dormir», pensó. «Mañana será otro día. Entonces haré lo que haga falta.»

Gimió al ver su cara en el espejo del baño. Se lavó las heridas con agua caliente.

Eran casi las seis cuando se metió entre las sábanas. Puso el despertador a las siete menos cuarto. No se atrevía a dormir más que eso.

Intentó encontrar la posición en que le doliese menos el cuerpo.

En el momento de dormirse se sobresaltó por un golpe en el buzón de la puerta.

El periódico de la mañana.

Se volvió a estirar.

En sus sueños se le acercaba Anette Brolin.

En alguna parte relinchaba un caballo.

Era el domingo 14 de enero.

El día despertaba con vientos del noreste en aumento.

Kurt Wallander dormía.

12

Pensó que llevaba durmiendo un largo rato. Pero al despertar y mirar el reloj de la mesita de noche se dio cuenta de que sólo había dormido siete minutos. Le despertó el teléfono. Rydberg estaba llamando desde una cabina de teléfonos en Malmö.

—Vuelve aquí —dijo Kurt Wallander—. No hace falta que te quedes allí pasando frío. Ven aquí, a mi casa.

—¿Qué es lo que ha pasado?

—Es él.

—¿Seguro?

—Totalmente seguro.

—Allá voy.

Kurt Wallander se levantó con dificultad de la cama. Le dolía todo el cuerpo y le latían las sienes. Mientras hacía café se sentó en la mesa de la cocina con un espejo de bolsillo y un algodón. Con mucho esfuerzo logró fijar una compresa sobre el chichón abierto. Pensó que toda su cara era de color azul morado.

Cuarenta y tres minutos más tarde, Rydberg llamaba a su puerta.

Mientras tomaban café, Kurt Wallander le explicó su historia.

—Bien —dijo Rydberg al finalizar—. Un trabajo de a pie muy bonito. Ahora iremos a por esos cabrones. ¿Cómo se llamaba el de Lund?

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