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Authors: Henning Makell

Tags: #Policiaca

Asesinos sin rostro (22 page)

BOOK: Asesinos sin rostro
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Kurt Wallander apagó el motor pero dejó los faros encendidos.

Luego salió al campo.

—¡Papá! —gritó—. ¿Qué coño estás haciendo?

El padre no contestó, sino que siguió caminando. Kurt Wallander lo persiguió. Tropezó, cayó y se mojó medio cuerpo.

—¡Papá! —gritó de nuevo—. ¡Para! ¿Adónde vas?

Ninguna reacción. El padre parecía ir más rápido. Pronto estarían en la carretera principal. Kurt Wallander corrió y tropezó al alcanzarlo y agarrarlo por el brazo. Pero el padre dio un tirón, se liberó y siguió.

Entonces Kurt Wallander se enfureció.

—Policía —rugió—. ¡Alto o disparo!

El padre se paró de golpe y se dio la vuelta. Kurt Wallander le vio abrir y cerrar los ojos a la luz de los faros.

—¿Qué te dije? —gritó—. ¡Me quieres matar!

Después lanzó la maleta hacia Kurt Wallander. La tapa se abrió y mostró su contenido: ropa interior sucia, tubos de colores y pinceles.

Kurt Wallander notó que una gran pena lo invadía. Su padre había salido trastornado por la noche, imaginándose que iba camino de Italia.

—Cálmate, papá —dijo—. Sólo te quería llevar a la estación. Para que no tuvieras que ir a pie.

El padre lo miró con incredulidad.

—No me lo creo —dijo.

—Cómo no iba a llevar a mi propio padre a la estación cuando se va de viaje.

Kurt Wallander recogió la maleta, cerró la tapa y empezó a caminar hacia el coche. Metió la maleta en el portaequipajes y se puso a esperar. Su padre tenía el aspecto de un animal atrapado por la luz de los faros allí, en el campo. Un animal que había sido acosado hasta el fin, esperando el disparo mortal.

Luego empezó a caminar hacia el coche. Kurt Wallander no supo si lo que veía era una expresión de dignidad o de humillación. Abrió la puerta de atrás y el padre entró. Tapó los hombros de su padre con una manta que había en el portaequipajes.

De repente vio salir a un hombre de entre las sombras y se sobresaltó. Un anciano, vestido con un mono sucio.

—Yo fui el que llamó —dijo el hombre—. ¿Cómo va?

—Va bien —contestó Wallander—. Gracias por llamar.

—Fue una pura casualidad que lo viera.

—Entiendo. Gracias otra vez.

Se sentó al volante. Cuando se volvió, vio que su padre tiritaba de frío bajo la manta.

—Ahora te llevo a la estación, papá —dijo—. No tardaremos mucho.

Fue directamente a la entrada de urgencias del hospital. Tuvo la suerte de encontrarse con el joven médico que había conocido en el lecho de muerte de Maria Lövgren. Le explicó lo sucedido.

—Nos lo quedamos en observación durante la noche —dijo el médico—. Puede haber pasado mucho frío. Mañana el asistente social tendrá que intentar encontrarle un sitio.

—Gracias —dijo Kurt Wallander—. Me quedaré con él un rato.

A su padre lo habían secado y acostado en una camilla.

—Coche—cama a Italia —dijo—. Por fin iré allí.

Kurt Wallander estaba sentado en una silla al lado de la camilla.

—Claro —dijo—. Ahora irás a Italia.

Eran más de las dos cuando dejó el hospital. Recorrió en coche el corto trayecto que había hasta la comisaría. Todos excepto Hanson se habían marchado a casa. Estaba mirando la cinta del debate grabado en el que había participado el director general de la jefatura Nacional de Policía.

—¿Ha pasado algo? —preguntó Wallander.

—Nada —contestó Hanson—. Unos soplos, claro. Pero nada decisivo. Me tomé la libertad de enviar a la gente a casa a dormir unas horas.

—Muy bien. Es raro que nadie llame a informar sobre el coche.

—Estaba pensando en ello. Tal vez sólo condujo un rato por la E 14 y luego se metió otra vez en uno de los caminos vecinales. He mirado los mapas. Hay un embrollo de caminitos por allí. Además de una gran zona para excursionistas donde nadie se mete durante el invierno. Las patrullas que controlan los campos peinan esos caminos esta noche.

Wallander asintió con la cabeza.

—Enviaremos un helicóptero en cuanto se haga de día —dijo—. El coche puede estar escondido en alguna parte por aquella zona.

Se sirvió una taza de café.

—Svedberg me explicó lo de tu padre —dijo Hanson—. ¿Cómo fue?

—Bien. Tiene demencia senil. Está en el hospital. Pero fue bien.

—Ve a casa a dormir unas horas. Pareces cansado.

—Tengo que escribir unas cosas.

Hanson apagó el vídeo.

—Me acuesto un ratito en el sofá —dijo.

Kurt Wallander entró en su despacho y se sentó ante la máquina de escribir. Los ojos le escocían de cansancio. Aun así, el cansancio comportaba una lucidez inesperada. «Se comete un doble asesinato», pensó. «La caza del asesino acciona otro asesinato. Cosa que debemos solucionar pronto, para no tener otro asesinato más.

»Y todo esto en el transcurso de cinco días.»

Después escribió su informe para Björk. Decidió hacer que alguien se lo diera en mano ya en el aeropuerto.

Bostezó. Eran las cuatro menos cuarto. Estaba demasiado cansado para pensar en su padre. Sólo temía que el asistente social del hospital no encontrara una buena solución.

La nota con el nombre de su hermana todavía estaba en el teléfono. Al cabo de unas horas, cuando fuera de día, tendría que llamarla.

Bostezó de nuevo y se olió las axilas. Apestaban. En aquel momento, Hanson entró por la puerta entreabierta.

Wallander enseguida se dio cuenta de que algo había ocurrido.

—Ya tenemos algo —dijo Hanson.

—¿Qué?

—Ha llamado un tío desde Malmö, diciendo que le han robado su coche.

—¿Un Citroën?

Hanson asintió con la cabeza.

—¿Cómo es que lo descubre a las cuatro de la mañana?

—Dijo que iba a una feria a Göteborg.

—¿Lo ha denunciado a los compañeros en Malmö?

Hanson asintió de nuevo con la cabeza. Kurt Wallander alcanzó el teléfono.

—Pues nos pondremos en marcha —dijo.

La policía de Malmö prometió apresurarse a interrogar al hombre. La matrícula del coche robado, el modelo y el color ya estaba distribuyéndose por todo el país.

—BBM 160 —dijo Hanson—. Color azul grisáceo con techo blanco. ¿Cuántos puede haber en este país? ¿Cien?

—Si no han enterrado el coche, lo encontraremos —dijo Wallander—. ¿Cuándo sale el sol?

—Dentro de cuatro o cinco horas —contestó Hanson.

—En cuanto se haga de día enviaremos un helicóptero sobre la zona excursionista. Encárgate tú.

Hanson asintió. Estaba a punto de dejar la habitación cuando se acordó de que había olvidado decir algo a causa del cansancio.

—¡Es verdad, coño! Otra cosa.

—¿Sí?

—El tipo que llamó y dijo que habían robado su coche era policía.

Kurt Wallander miró a Hanson con asombro.

—¿Policía? ¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que era policía. Como tú y como yo.

11

Kurt Wallander se metió en una de las celdas para los detenidos y se echó a dormir. Después de mucho trabajo logró poner el mecanismo de alarma en su reloj de pulsera. Se daba dos horas de descanso. Cuando lo despertó la alarma, le dolía mucho la cabeza. Lo primero en lo que pensó fue en su padre. Tomó unas aspirinas del cajón de medicinas que había en un armario y se las tragó con la ayuda de una taza de café tibio. Luego se quedó un rato indeciso dudando entre ducharse primero o llamar a su hermana a Estocolmo. Al final bajó a los vestuarios de los policías y se metió bajo la ducha. Lentamente se le aliviaba el dolor de cabeza. Pero el cansancio aún le pesaba cuando se sentó en la silla, detrás del escritorio. Eran las siete y cuarto. Sabía que su hermana siempre se levantaba temprano. Como era de esperar, contestó casi a la primera señal. Con la máxima delicadeza le explicó lo que había pasado.

—¿Por qué no me has llamado antes? —preguntó con rabia—. Tendrías que haberte dado cuenta de lo que estaba ocurriendo.

—Supongo que me di cuenta tarde —contestó Wallander en tono evasivo.

Quedaron en que ella esperaría a que él hablara con el asistente social del hospital, antes de decidir cuándo bajaría a Escania.

—¿Cómo están Mona y Linda? —preguntó cuando se acababa la conversación telefónica.

Comprendió que no sabía que se habían separado.

—Bien —dijo—. Te llamaré más tarde.

Después fue en coche hasta el hospital. De nuevo la temperatura estaba bajo cero. Un viento helado entraba en la ciudad desde el sudoeste.

Su padre había dormido mal durante la noche, le dijo una enfermera que acababa de recibir el informe del personal nocturno. Pero, por lo que se veía, no había sufrido ningún daño físico tras su paseo nocturno por los campos.

Kurt Wallander decidió posponer el encuentro con su padre hasta después de hablar con el asistente social.

Kurt Wallander desconfiaba de ellos. Demasiadas veces le había dado la impresión de que los diferentes trabajadores sociales a los que había llamado al arrestar a jóvenes delincuentes tenían opiniones equivocadas. Eran blandos y esquivos, cuando en su opinión deberían imponer determinadas exigencias. Más de una vez se había irritado con las autoridades sociales, que con su laxitud, según le parecía, incitaban a los jóvenes delincuentes a continuar con sus actividades.

«Pero los asistentes de los hospitales quizá sean diferentes», pensó.

Después de esperar un rato, habló con una mujer de unos cincuenta años. Kurt Wallander le describió el decaimiento repentino. Dijo que había llegado inesperadamente y que se sentía desamparado.

—Tal vez sea una cosa transitoria —dijo la asistente—. A veces las personas mayores sufren una confusión temporal. Si se le pasa, bastará con que tenga una ayuda regular en casa. Si resulta ser senilidad crónica, tendremos que buscar otra solución.

Decidieron que el padre se quedaría durante el fin de semana. Después hablaría con los médicos para saber cómo proceder.

Kurt Wallander se levantó. La mujer que estaba delante de él obviamente sabía de qué hablaba.

—Es difícil estar seguro de lo que se debe hacer —dijo Wallander.

Ella asintió con la cabeza.

—No hay nada tan duro como estar obligados a ser padres de nuestros padres —reconoció—. Yo lo se. Mi propia madre se volvió tan difícil que no pude dejarla en casa.

Kurt Wallander entró a ver a su padre en una sala en la que había cuatro camas. Todas estaban ocupadas. Había un hombre escayolado, otro yacía encogido como si tuviera fuertes dolores de barriga. El padre de Kurt Wallander miraba al techo.

—¿Qué hay, papá? —preguntó.

El padre tardó en contestar.

—Déjame en paz.

Respondió en voz baja. No quedaba rastro de su malhumorada irritabilidad. Kurt Wallander tuvo la sensación de que la voz de su padre estaba llena de amargura.

Se sentó un rato en el borde de la cama. Luego se marchó.

—Volveré, papá. Y recuerdos de Kristina.

Salió rápidamente del hospital, invadido por la impotencia. El viento helado le cortaba la cara. No tenía ganas de volver a la comisaría, así que llamó a Hanson desde el ruidoso teléfono del coche.

—Me voy a Malmö —dijo—. ¿Ha salido el helicóptero?

—Ya lleva observando media hora —contestó Hanson—. Todavía nada. También hay dos patrullas con perros. Si el dichoso coche está en la zona excursionista, lo encontraremos.

Kurt Wallander se fue a Malmö. El tráfico de aquella mañana era agobiante y duro.

Continuamente lo empujaban hacia la cuneta los conductores que le adelantaban con poco margen.

«Debería haber usado un coche de policía», pensó. «Pero hoy en día tal vez no importe.»

Eran las nueve y cuarto cuando entró en la sala de la comisaría de Malmö donde le esperaba el hombre al que le habían robado el coche. Antes de ver al hombre habló con el policía que había registrado la denuncia del robo.

—¿Es verdad que es policía? —preguntó Kurt Wallander.

—Lo ha sido —le contestó el policía—. Pero le dieron la jubilación anticipada.

—¿Por qué?

El policía se encogió de hombros.

—Problemas de nervios. No sé exactamente.

—¿Lo conoces?

—Era un solitario. Aunque trabajamos juntos durante diez años, no puedo decir que lo conozca. Francamente, no creo que nadie lo haga.

—Alguien tiene que conocerlo, ¿no?

El policía se encogió de hombros de nuevo.

—Lo investigaré —dijo—. Pero todo el mundo puede estar expuesto a que le roben el coche, ¿no?

Kurt Wallander entró en la sala y saludó al hombre, que se llamaba Rune Bergman. Tenía cincuenta y tres años y se había jubilado cuatro años antes. Era delgado, sus ojos mostraban inquietud, preocupación. A lo largo de la nariz tenía una cicatriz como si fuera de un corte con un cuchillo.

A Kurt Wallander enseguida le dio la impresión de que el hombre estaba a la defensiva. El porqué no lo sabía. Pero la sensación estaba ahí y fue incrementando durante la charla.

—Cuéntame —dijo—. A las cuatro descubres que tu coche ha desaparecido.

—Iba a ir a Göteborg. Me gusta salir de madrugada cuando tengo que ir lejos. Al salir, el coche no estaba.

—¿En un garaje o en un aparcamiento?

—En la calle, delante de mi casa. Tengo garaje. Pero hay tanta porquería que no me cabe el coche.

—¿Dónde vives?

—En una urbanización de casas adosadas cerca de Jägersro.

—¿Es posible que tus vecinos hayan visto algo?

—Ya se lo he preguntado. Pero nadie ha visto ni oído nada.

—¿Cuándo fue la última vez que viste el coche?

—No salí en todo el día. Pero la noche anterior estaba en su sitio.

—¿Cerrado con llave?

—Claro que estaba cerrado con llave.

—¿Tenía bloqueo de volante?

—Por desgracia no. Se había roto.

Respondía con desenvoltura. Pero Kurt Wallander no se quitaba de encima la sensación de que el hombre estaba a la defensiva.

—¿Qué tipo de feria ibas a visitar? —preguntó.

El hombre le miró con sorpresa.

—¿Qué tiene que ver con esto?

—Nada. Sólo me lo preguntaba.

—Una feria de aviación, si es que quieres saberlo.

—¿Una feria de aviación?

—Me interesan los aviones viejos. Yo mismo construyo algunas maquetas.

—Si lo he entendido bien, tienes la jubilación anticipada.

—¿Qué cojones tiene eso que ver con mi coche robado?

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