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Authors: Henning Makell

Tags: #Policiaca

Asesinos sin rostro (26 page)

BOOK: Asesinos sin rostro
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—Estamos esperando la identificación de la rumana —explicó Björk—. Que nadie hable con la prensa y los medios excepto yo.

—Muchas gracias —dijo Wallander.

Junto con Rydberg fueron a su despacho y cerraron la puerta.

—¿Te has visto la cara? —preguntó Rydberg.

—No, gracias, prefiero no hacerlo.

—Tu hermana llamó. Le pedí a Martinson que fuera a buscarla al aeropuerto. Supuse que lo habías olvidado. Él se cuidará de ella hasta que tengas tiempo.

Wallander asintió con la cabeza agradecido. Unos minutos más tarde, Björk entró corriendo.

—La identificación ya está hecha —anunció—. Tenemos a nuestro ansiado asesino.

—¿Le reconoció?

—Sin dudar. Era el mismo hombre que estaba comiendo manzanas en el campo.

—¿Quién era? —preguntó Rydberg.

—Se identificaba como empresario —contestó Björk—. Cuarenta y siete años. Pero el Servicio de Inteligencia no ha necesitado mucho tiempo para contestar a nuestra solicitud. Valfrid Ström estaba relacionado con movimientos nacionalistas desde los años sesenta. Primero algo que se llamaba Alianza Democrática, luego fracciones más radicales. Pero la forma en que llegó a ser un asesino a sangre fría es algo que quizá pueda explicarnos Rune Bergman, o su mujer.

Wallander se levantó.

—Vamos a por Bergman.

Los tres entraron en la habitación donde Rune Bergman esperaba fumando.

Wallander conducía el interrogatorio.

Atacó inmediatamente.

—¿Sabes lo que hice anoche? —preguntó.

Rune Bergman lo miró con desprecio.

—¿Cómo lo voy a saber?

—Te seguí hasta Lund.

A Wallander le pareció ver un rápido cambio en la expresión de la cara del hombre.

—Te seguí hasta Lund —repitió Wallander—. Y me subí a los andamios de la casa donde vivía Valfrid Ström. Te vi cambiar tu escopeta por otra. Ahora Valfrid Ström está muerto. Pero un testigo lo ha señalado como el asesino de Hageholm. ¿Qué tienes que decir a todo esto?

Rune Bergman no dijo nada en absoluto.

Encendió otro cigarrillo y miró al vacío.

—Vamos a empezar desde el principio otra vez —dijo Wallander—. Sabemos cómo ha ocurrido todo. Lo único que no sabemos son dos cosas. La primera es dónde has escondido tu coche. La segunda: ¿por qué matasteis a aquel somalí?

Rune Bergman seguía callado.

Poco después de las tres de la tarde le dictaron auto de detención y le asignaron un abogado defensor. Los cargos eran asesinato o complicidad en un asesinato.

A las cuatro Wallander le hizo un breve interrogatorio a la esposa de Valfrid Ström. Todavía estaba conmocionada, pero contestó a todas sus preguntas. Le informó de que Valfrid Ström trabajaba importando coches de lujo.

Además, explicó que odiaba la política sueca en cuanto al tema de los refugiados.

Sólo llevaban casados poco más de un año.

Wallander tuvo la certera impresión de que no tardaría en sobreponerse a la pérdida.

Después del interrogatorio habló con Rydberg y Björk. Un poco más tarde dejaron a la mujer libre sin cargos, con la prohibición de viajar, y la acompañaron a Lund.

Seguidamente, Wallander y Rydberg trataron de conseguir que Rune Bergman hablara. El abogado defensor, que era joven y ambicioso, opinaba que no había ni asomo de pruebas, y consideraba la detención como un atropello a la justicia.

Entonces Rydberg tuvo una idea.

—¿Hacia dónde intentó huir Valfrid Ström? —preguntó.

Lo señaló en un mapa.

—El viaje se acabó en Staffanstorp. ¿Tendría algún almacén por allí? No está tan lejos de Hageholm, si se conocen todos los caminos vecinales.

Una llamada a la mujer de Valfrid Ström pudo confirmar la teoría de Rydberg. Tenía un almacén entre Staffanstorp y Veberöd. Rydberg se fue con el coche policía y pronto llamó a Wallander.

—Bingo —anunció—. Aquí hay un Citroën azul y blanco.

—Quizá deberíamos enseñar a nuestros hijos a identificar diferentes sonidos de coches —dijo Wallander.

Acosó a Rune Bergman de nuevo. Pero el hombre callaba.

Rydberg volvió a Ystad después de un registro preliminar del coche. En la guantera encontró una caja con perdigones. Mientras tanto la policía de Malmö y Lund habían registrado las viviendas de Bergman y de Ström.

—Estos dos señores parecen haber sido miembros de una especie de Ku Klux Klan sueco —dijo Björk—. Sospecho que tendremos que desenredar un buen lío. Quizás haya más gente implicada.

Rune Bergman seguía callado. Kurt Wallander sentía un gran alivio de que Björk hubiera vuelto y pudiera encargarse de todos los contactos con la prensa y los medios de comunicación. Le escocía y ardía la cara y estaba muy cansado. A las seis por fin pudo llamar a Martinson y hablar con su hermana. Luego fue a buscarla en su coche. Ella se asustó al verle la cara.

—Quizá sea mejor que papá no me vea —dijo—. Te espero en el coche.

Ella ya había visitado al padre. Aún estaba cansado. Pero se alegró de ver a su hija.

—Creo que no se acuerda mucho de lo que pasó aquella noche —dijo ella cuando se acercaban al hospital—. Tal vez sea una suerte.

Kurt Wallander se quedó esperando en el coche mientras ella iba a verlo de nuevo. Cerró los ojos y escuchó una ópera de Rossini. Cuando ella abrió la puerta del coche, se sobresaltó. Se había dormido.

Juntos fueron a la casa de Löderup.

Kurt Wallander podía notar que su hermana estaba disgustada por aquella dejadez. Entre los dos tiraron la basura maloliente y quitaron la ropa sucia de en medio.

—¿Cómo ha podido cambiar así? —preguntó, y Kurt Wallander sentía como si le acusara a él.

A lo mejor ella tenía razón. A lo mejor él podría haber hecho más. Al menos detectar el decaimiento de su padre a tiempo.

Volvieron a la calle Mariagatan después de comprar un poco de comida. Durante la cena hablaron de lo que pasaría con el padre.

—En un geriátrico se muere —dijo.

—¿Qué alternativas tenemos? —se cuestionó Kurt Wallander—. Aquí no puede vivir. Ni en tu casa. En Löderup tampoco puede ser. ¿Qué es lo que queda?

Acordaron que, a pesar de todo, sería mejor que el padre se quedara en su casa, con la ayuda regular de un asistente social.

—Nunca me ha querido —dijo Kurt Wallander cuando tomaron café.

—Claro que sí.

—No desde que decidí ser policía.

—A lo mejor se había imaginado otra cosa.

—Pero ¿qué? Nunca dice nada.

Kurt Wallander le preparó la cama a su hermana en el sofá.

Cuando ya no tenían más que decir sobre el padre, Wallander le contó todo lo que había sucedido. De repente notó que la vieja confianza que los unía cuando eran niños había desaparecido.

«Nos hemos visto poco», pensó. «Ni siquiera se atreve a preguntarme por qué Mona y yo nos hemos separado.»

Sacó una botella de coñac medio vacía. Ella negó con la cabeza y Wallander sólo llenó su copa.

Las noticias de la noche se centraron en la historia de Valfrid Ström. No delataron la identidad de Rune Bergman. Kurt Wallander sabía que se debía a su pasado como policía. La jefatura nacional tendía cortinas de humo para que la identidad de Rune Bergman permaneciera secreta durante el máximo tiempo posible.

Pero tarde o temprano saldría a la luz, naturalmente.

Justo cuando las noticias terminaron sonó el teléfono.

Kurt Wallander pidió a su hermana que contestara.

—Averigua quién es y di que verás si puedo ponerme —le rogó.

—Es alguien que se llama Brolin —dijo ella al volver del recibidor.

Se levantó con esfuerzo y contestó.

—Espero no haberte despertado —dijo Anette Brolin.

—En absoluto. Tengo a mi hermana aquí de visita.

—Sólo quería llamar para decir que me parece que habéis hecho un trabajo fantástico.

—Más bien hemos tenido suerte, supongo.

«¿Por qué me llama?», pensó. Se decidió rápidamente.

—¿Una copa? —sugirió.

—Con mucho gusto. ¿Dónde?

Oyó que estaba sorprendida.

—Mi hermana se va a la cama. ¿En tu casa?

—De acuerdo.

Colgó el teléfono y volvió al salón.

—No me voy a la cama en absoluto —dijo su hermana.

—Saldré un rato. No me esperes levantada. No sé cuánto tiempo estaré fuera.

El aire fresco de la noche le facilitaba la respiración. Entró en la calle Regementsgatan y de pronto sintió un alivio en su interior. Habían resuelto el brutal asesinato de Hageholm en el transcurso de cuarenta y ocho horas. Ya se podían concentrar en el doble asesinato de Lenarp.

Sabía que había hecho un buen trabajo.

Había confiado en su intuición, actuando sin dudar y había dado buen resultado.

Pensar en la persecución con la furgoneta de animales le dio escalofríos. Pero aun así el alivio existía.

Llamó al interfono de la calle y Anette Brolin contestó. Vivía en el segundo piso de una casa de principios de siglo. El piso era grande pero apenas estaba amueblado. Al lado de una pared había unos cuadros sin colgar.

—¿Gin tonic? —preguntó—. Me temo que no tengo mucho entre lo que puedas elegir.

—Con mucho gusto —contestó—. Ahora me tomaría cualquier cosa, siempre y cuando sea fuerte.

Se sentó en el sofá sobre sus pantorrillas, enfrente de él. Wallander pensó que estaba muy guapa.

—¿Te has fijado en el aspecto que tienes? —preguntó sonriendo.

—Todo el mundo me lo pregunta —contestó él.

Luego se acordó de Klas Månson. El ladrón de tiendas que Anette Brolin no había querido arrestar. Pensó que en realidad no quería hablar del trabajo. Pero no pudo resistirse.

—Klas Månson —dijo—. ¿Te acuerdas de su nombre?

Ella asintió con la cabeza.

—Hanson dice que pensaste que nuestra investigación estaba mal hecha. Que no pensabas permitir un arresto prolongado si no se profundizaba en la investigación.

—El informe de la investigación era malo. Escrito de cualquier manera. Pruebas insuficientes. Testigos difusos. Cometería una falta si pidiera un arresto prolongado basándome en un material de ese tipo.

—La investigación no es peor que muchas otras. Además, olvidas un factor importante.

—¿Cuál?

—El hecho de que Klas Månson es culpable. Ha robado tiendas anteriormente.

—Entonces tendréis que exponerlo mejor.

—Yo no creo que el informe esté tan mal. Si soltamos al cabrón de Månson, delinquirá de nuevo.

—No se puede arrestar a la gente de cualquier manera.

Kurt Wallander se encogió de hombros.

—¿Dejarás de soltarlo si te proporciono un testimonio más extenso? —preguntó.

—Depende de lo que diga el testigo.

—¿Por qué eres tan terca? Klas Månson es culpable. Si podemos retenerlo un poco, confesará. Pero si tiene la menor esperanza de librarse, no dirá esta boca es mía.

—Los fiscales deben ser tercos. ¿Qué crees que pasaría con la seguridad de la justicia en este país si no fuera así?

Kurt Wallander notó que el alcohol le envalentonaba.

—Esta pregunta también puede hacerla un insignificante policía de la provincia —repuso—. Una vez creí que la profesión de policía significaba participar y cuidar de las pertenencias de las personas y de su seguridad. Supongo que todavía lo creo. Pero he visto que la seguridad de la justicia se convierte en una idea huera. He visto que a los jóvenes delincuentes más o menos se los anima a seguir. Nadie interviene. Nadie se preocupa por las víctimas de la creciente violencia. Es cada vez peor.

—Ahora hablas como mi padre —dijo—. Es un juez retirado. Un viejo funcionario reaccionario.

—Quizá sí. Tal vez sea conservador. Pero es mi opinión. Entiendo que la gente a veces se tome la justicia por su mano.

—Sin duda también entenderás que algunos cerebros confusos maten a tiros a un inocente que solicita asilo político.

—Sí y no. La inseguridad en este país es grande. La gente tiene miedo. Especialmente en las regiones de granjeros como éstas. Pronto sabrás que hay un gran héroe en esta parte del país en estos momentos. Un hombre al que aplauden calladamente detrás de las cortinas. El hombre que consiguió un referéndum municipal que contestó que no a la recepción de refugiados.

—¿Qué pasa si nos oponemos a las decisiones del parlamento? En este país tenemos una política de refugiados que hay que seguir.

—Incorrecto. Es la falta de política de refugiados la que está creando el caos. Ahora mismo vivimos en un país donde quien sea, por los motivos que sean, puede entrar como sea, cuando sea y por donde sea. Los controles de las fronteras han dejado de existir. La administración de la aduana está paralizada. Hay infinidad de pequeños aeropuertos sin vigilancia adonde llegan la droga y los inmigrantes ilegales cada noche.

Notó que se estaba enfadando. El asesinato del somalí era un crimen con mucho trasfondo.

—Rune Bergman naturalmente debe ser encerrado con el castigo más severo posible. Pero el Departamento de Inmigración y el gobierno tendrán que aceptar su parte de culpa.

—Eso son tonterías.

—Ah, ¿sí? Ahora empiezan a aparecer personas que han pertenecido al servicio secreto fascista de Rumania. Buscan asilo político. ¿Se lo vamos a permitir?

—El principio tiene que estar vigente.

—¿Realmente debe ser así? ¿Siempre? ¿Aun cuando esté equivocado?

Ella se levantó del sofá y llenó de nuevo las copas.

Kurt Wallander empezó a sentirse de mal humor. «Somos demasiado diferentes», pensó.

«Después de diez minutos de conversación se abre un abismo.»

El alcohol lo volvía agresivo. La miró y notó que se excitaba.

¿Cuánto tiempo hacía que él y Mona habían hecho el amor por última vez?

Casi un año. Un año sin vida sexual.

Gimió al pensarlo.

—¿Te duele? —preguntó.

Él afirmó con la cabeza. No era verdad en absoluto. Pero dejó salir su oscura necesidad de compasión.

—Tal vez sea mejor que te vayas a casa —propuso ella.

Era lo último que quería. Pensó que no tenía un hogar desde que Mona se marchó.

Se acabó la copa y estiró la mano para que se la volviera a llenar. Estaba tan borracho que empezaba a perder sus inhibiciones.

—Una más —dijo—. La merezco.

—Después has de marcharte —repuso ella.

El tono de su voz era más frío. Pero no tenía ganas de preocuparse por eso. Cuando le acercó la copa, la tomó del brazo y la hizo sentarse en la silla.

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