Asesinos sin rostro (29 page)

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Authors: Henning Makell

Tags: #Policiaca

BOOK: Asesinos sin rostro
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Kurt Wallander y sus colaboradores del grupo de investigación que intentaba resolver el doble homicidio de Lenarp se apartaron de todo aquello. Sólo muy de vez en cuando comentaban asuntos que no tenían que ver directamente con la estancada investigación. Pero Kurt Wallander se daba cuenta de que no era el único que se sentía inseguro y confuso ante la nueva sociedad que estaba surgiendo.

«Vivimos como si sintiésemos nostalgia de un paraíso perdido», pensó. «Como si echásemos de menos a los ladrones de coches y los reventadores de cajas fuertes de antaño, que se quitaban cortésmente la gorra cuando les arrestábamos. Pero aquel tiempo ya pasó de forma irremediable y la cuestión es si realmente era tan idílico como nos gusta recordar.»

El viernes 19 de enero todo ocurrió de golpe.

El día empezó mal para Kurt Wallander. A las siete y media fue a la revisión anual de su Peugeot y a duras penas la pasó. Al repasar el protocolo de la inspección comprendió que tenía que hacer reparaciones por varios miles de coronas.

Volvió a la comisaría con el ánimo por los suelos.

Mientras se quitaba el abrigo, Martinson entró corriendo.

—Por fin, coño —dijo—. Ahora sé cómo fue Johannes Lövgren a Ystad y cómo volvió.

Kurt Wallander olvidó los problemas de su coche y notó que la excitación crecía de nuevo en él.

—No fue ninguna alfombra mágica —continuó Martinson—. Fue el deshollinador quien lo llevó.

Kurt Wallander se dejó caer en la silla.

—¿Qué deshollinador?

—El maestro deshollinador Artur Lundin de Slimminge. De pronto Hanna Nyström recordó que el deshollinador pasó aquel viernes cinco de enero. Limpió las chimeneas de las dos viviendas y luego se marchó. Cuando la mujer dijo que había limpiado las de los Lövgren al final y que se marchó sobre las diez y media, empezaron a sonar campanas en mi cabeza. Acabo de hablar con él. Lo encontré trabajando en el centro de atención primaria en Rydsgård. Resulta que nunca escucha la radio ni ve la televisión y ni siquiera lee los periódicos. Él deshollina las chimeneas y dedica el resto de su tiempo a beber aguardiente y a cuidar de unos cuantos conejos. No se había enterado para nada de que hubiesen asesinado a los Lövgren. Pero me ha contado que Johannes Lövgren fue con él a Ystad. Como tiene una furgoneta y Johannes Lövgren iba en el asiento trasero, que no tiene ventanas, no fue tan raro que nadie lo viera.

—Los Nyström tendrían que haberle visto volver.

—No —repuso Martinson en tono triunfante—. Eso es precisamente. Lövgren le pidió a Lundin que parase en la carretera de Veberöd. Después se puede ir por un camino cerca del pantano hasta llegar a la parte posterior de la casa de los Lövgren. Es más o menos un kilómetro. Si Nyström lo hubiera visto desde la ventana, habría parecido que Lövgren volvía de la cuadra.

Kurt Wallander frunció el entrecejo.

—Aun así suena raro.

—Lundin es una persona muy directa; me contó que Johannes Lövgren le prometió una botellita de vodka si lo volvía a llevar a casa. Lövgren se bajó en Ystad y él siguió hasta unas casas del norte de la ciudad. Luego recogió a Lövgren a la hora convenida y lo dejó en la carretera de Veberöd, por lo que recibió su botellita de vodka.

—Bien —dijo Kurt Wallander—. ¿Coinciden las horas?

—Coinciden exactamente.

—¿Le preguntaste sobre la cartera?

—Lundin dice que recuerda algo sobre una cartera.

—¿Llevaba algo más?

—Lundin cree que no.

—¿Vio si Lövgren se encontró con alguien en Ystad?

—No.

—¿Dijo algo de lo que iba a hacer en la ciudad?

—Nada.

—¿Podría ser que este deshollinador supiera que Lövgren tenía veintisiete mil coronas en la cartera?

—No lo creo. En absoluto parece un atracador. Creo que es un deshollinador solitario que vive contento con sus conejos y su aguardiente. Nada más.

Kurt Wallander pensó un rato.

—¿Puede ser que Lövgren hubiera quedado en verse con alguien en aquella carretera del pantano? La cartera ha desaparecido, ¿no?

—Tal vez. Iré con una jauría de perros y rastrearé el camino.

—Hazlo enseguida —dijo Kurt Wallander—. Quizás así lleguemos a alguna parte.

Martinson dejó la habitación. Estuvo a punto a chocar en la puerta con Hanson, que entraba.

—¿Tienes tiempo? —preguntó.

Kurt Wallander asintió con la cabeza.

—¿Cómo te va con Bergman?

—Está callado. Pero está vinculado al crimen. Esa tal Brolin le detiene hoy.

Kurt Wallander no quiso comentar la actitud de desprecio que Hanson mostraba hacia Anette Brolin.

—¿Qué querías? —inquirió sólo.

Hanson se sentó en la silla de madera al lado de la ventana con cara avergonzada.

—Quizá sepas que juego un poco a los caballos —empezó—. Por cierto, aquel caballo que me aconsejaste se puso a galopar. ¿Quién te había dado el soplo?

Kurt Wallander recordaba vagamente un comentario que había hecho una vez en el despacho de Hanson.

—Era una broma. Continúa.

—Supe que os interesa un tal Erik Magnuson que trabaja en el almacén central del Consejo General de Malmö. Pues hay un hombre que se llama Erik Magnuson que a menudo me encuentro en Jägersro. Apuesta alto, pierde mucho, y me he enterado de que trabaja en el Consejo General. Kurt Wallander se interesó de inmediato.

—¿Cuántos años tiene? ¿Qué aspecto tiene?

Hanson se lo describió. Kurt Wallander supo enseguida que era el mismo hombre con quien se había entrevistado en dos ocasiones diferentes.

—Hay rumores de que se ha endeudado —dijo Hanson—. Y las deudas de juego pueden ser peligrosas.

—Bien —dijo Kurt Wallander—. Era justamente la información que necesitábamos.

Hanson se levantó.

—Nunca se sabe —dijo—. Juego y drogas pueden funcionar de la misma manera. A no ser que se juegue como yo hago, sólo por diversión.

Kurt Wallander pensó en algo que había dicho Rydberg sobre personas que a causa de la drogodependencia estaban dispuestas a cometer brutalidades sin límite.

—Bien —dijo a Hanson—. Muy bien.

Hanson salió de la habitación. Kurt Wallander pensó un momento antes de llamar a Göran Boman a Kristianstad. Estaba de suerte y lo encontró enseguida.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó cuando Kurt Wallander terminó la narración de Hanson.

—Pasarle el aspirador —replicó Kurt Wallander—. No quitarle el ojo de encima.

Göran Boman prometió poner a Ellen Magnuson bajo vigilancia.

Kurt Wallander se encontró a Hanson cuando estaba a punto de salir de la comisaría.

—Las deudas de juego —dijo—. ¿A quién o a quiénes debe dinero?

Hanson tenía la respuesta.

—Hay un ferretero en Tågarp que presta dinero —respondió—. Si Erik Magnuson le debe dinero a alguien, será a él. Es el usurero de gran parte de los que apuestan alto en Jägersro. Y, por lo que sé, tiene unos tipos muy desagradables a su servicio a los que envía para que se acuerden quienes no están al día en los pagos.

—¿Dónde se le puede encontrar?

—Es el dueño de la ferretería de Tågarp. Un tío bajo y gordo de unos sesenta años.

—¿Cómo se llama?

—Larson. Le llaman Nicken.

Kurt Wallander volvió a su despacho. Intentó encontrar a Rydberg sin lograrlo. Ebba tenía la información. Rydberg no volvería hasta las diez, ya que estaba en el hospital.

—¿Está enfermo? —preguntó Kurt Wallander.

—Será el reuma —respondió Ebba—. ¿No has visto cómo cojea este invierno?

Kurt Wallander decidió no esperar a Rydberg. Se puso el abrigo, salió al coche y se fue a Tågarp.

La ferretería estaba en medio del pueblo.

Había una oferta de carretillas a precio rebajado.

El hombre que salió de una habitación al sonar el timbre de la puerta era, en efecto, bajo y gordo. Kurt Wallander estaba solo en la tienda y había decidido no andarse por las ramas. Sacó su placa de policía y la mostró. El hombre al que llamaban Nicken la miró con atención, pero parecía totalmente impertérrito.

—Ystad —dijo—. ¿Qué querrá de mí la policía de allí?

—¿Conoces a un hombre llamado Erik Magnuson?

El hombre de detrás del mostrador tenía demasiada experiencia para mentir.

—Podría ser. ¿Por qué?

—¿Cuándo lo conociste?

«Pregunta equivocada», pensó Kurt Wallander. «Le da posibilidades de retirarse.»

—No me acuerdo.

—Pero ¿lo conoces?

—Tenemos algunos intereses en común.

—¿Como por ejemplo el deporte de trotones y juegos de totalizadores?

—Tal vez.

A Kurt Wallander le irritaba su afrentosa arrogancia.

—Ahora me vas a escuchar —dijo—. Sé que prestas dinero a gente que no sabe manejar bien sus apuestas. De momento no me importa qué tipo de interés les cobras. No me importa en absoluto que te dediques a actividades ilegales como la usura. Yo quiero saber otra cosa distinta. —El hombre llamado Nicken le miró con curiosidad—. Quiero saber si Erik Magnuson te debe dinero. Y quiero saber cuánto.

—Nada —contestó el hombre.

—¿Nada?

—Ni un duro.

«Mal», pensó Kurt Wallander. «La pista de Hanson nos ha llevado a mal sitio.»

Un segundo más tarde comprendió que era al revés. Por fin habían llegado al sitio correcto.

—Pero si lo quieres saber, ha tenido deudas conmigo —dijo el hombre.

—¿Cuánto?

—Bastante. Pero ha pagado veinticinco mil coronas.

—¿Cuándo?

El hombre pensó un momento.

—Hace poco más de una semana. El jueves pasado.

«El jueves 11 de enero», pensó Kurt Wallander.

«Tres días después del asesinato de Lenarp.»

—¿Cómo lo pagó?

—Vino aquí.

—¿En qué tipo de moneda?

—Billetes de mil. Billetes de quinientas.

—¿Dónde llevaba el dinero?

—¿Cómo que dónde llevaba el dinero?

—¿En una bolsa? ¿En una cartera?

—En una bolsa de plástico. De ICA, creo.

—¿Pagaba con retraso?

—Algo.

—¿Qué habría pasado si no hubiese pagado?

—Me habría visto forzado a recordárselo.

—¿Sabes de dónde sacó el dinero?

El hombre llamado Nicken se encogió de hombros. Al mismo tiempo entró un cliente en la tienda.

—No es mi problema —dijo—. ¿Algo más?

—No, gracias, de momento no. Pero tal vez nos veamos otra vez.

Kurt Wallander salió y fue hacia su coche. «Ahora», pensó. «Ya le tenemos.»

¿Quién podría sospechar que saliese algo bueno del vicio de juego de Hanson?

Kurt Wallander volvió a Ystad y se sintió como si le hubiese tocado el gordo de la lotería.

Empezaba a olfatear la solución.

«Erik Magnuson», pensó.

«Ahora vamos.»

14

Después de un concienzudo trabajo que se alargó hasta muy avanzada la noche del viernes 19 de enero, Kurt Wallander y sus colaboradores estaban preparados para la batalla. Björk los había acompañado durante la larga reunión de investigación y, cuando Kurt Wallander se lo pidió, permitió que Hanson dejase el trabajo del crimen de Hageholm para poder unirse al grupo de Lenarp, que era el nuevo nombre del equipo de trabajo. Näslund seguía enfermo, pero había llamado para decir que se incorporaría al día siguiente.

Aunque era fin de semana, trabajarían con la misma intensidad. Martinson había vuelto con la jauría de perros después de haber rastreado el camino del pantano, que iba desde la carretera de Veberödsvägen hasta la parte posterior de la cuadra de los Lövgren. Había hecho un trabajo minucioso a lo largo de los casi dos kilómetros del camino, que atravesaba un par de bosquecillos, servía de límite entre dos propiedades y luego transcurría paralelo a un arroyo casi seco. No había encontrado nada importante, aunque volvió a la comisaría con un saco de plástico lleno de objetos. Entre otras cosas había una rueda oxidada de un cochecito de muñecas, una lona manchada de petróleo y una cajetilla de cigarrillos de una marca extranjera. Los objetos serían examinados, pero Kurt Wallander no creía que fueran a aportar algo nuevo a la investigación.

La decisión más importante que se tomó durante la reunión fue poner a Erik Magnuson bajo vigilancia continua. Vivía en un bloque de pisos en el barrio de Rosengård. Como Hanson informó de que habría carreras de caballos en Jägersro el domingo, le tocó la vigilancia durante las carreras.

—Pero no daré el visto bueno a ningún boleto de juego —dijo Björk en un dudoso intento de bromear.

—Propongo que entreguemos un boleto de juego común —contestó Hanson—. Tenemos la posibilidad única de que esta investigación sea rentable.

Pero la seriedad reinaba entre el grupo en el despacho de Björk. Tenían la sensación de estar acercándose a un momento decisivo.

La cuestión que causaba la discusión más larga era si iban a informar a Erik Magnuson de que el asunto estaba candente, que las piedras empezaban a arder bajo sus pies. Tanto Rydberg como Björk dudaban. Pero Kurt Wallander era de la opinión de que no podían perder nada con el hecho de que Erik Magnuson supiese que la policía le tenía en su punto de mira. La vigilancia se haría discretamente, por supuesto. Pero aparte de esto no se tomarían otras medidas para ocultar que la policía estaba movilizada.

—Deja que se ponga nervioso —dijo Kurt Wallander—. Si tiene algo de qué preocuparse, espero que lo descubramos.

Tardaron tres horas en repasar todo el material para intentar encontrar pistas que indirectamente pudiesen relacionar con Erik Magnuson. No encontraron nada, pero tampoco nada que demostrara que no podría haber sido Erik Magnuson quien estaba en Lenarp aquella noche, pese a la coartada de su novia. De vez en cuando, Kurt Wallander tenía la sensación de que se adentraban en un nuevo callejón sin salida.

Ante todo era Rydberg quien mostraba señales de duda. Una y otra vez se preguntaba si una sola persona podría haber cometido el doble asesinato.

—En aquella carnicería había algo que indicaba que no era trabajo de una sola persona. No me lo puedo quitar de la cabeza.

—Nada impide que tuviese un cómplice —dijo Kurt Wallander—. Iremos paso a paso.

—Si cometió el crimen para pagar una deuda de juego no le hacía falta un cómplice —objetó Rydberg.

—Lo sé —dijo Kurt Wallander—. Pero tenemos que continuar.

Después de una rápida actuación de Martinson, disponían de una fotografía de Erik Magnuson, que encontraron en el archivo del Consejo General. Era de un folleto en el que el Consejo General presentaba su amplia actividad para unos habitantes que se suponía que eran ignorantes. Björk, que era de la opinión de que todas las instituciones estatales y municipales necesitaban sus propios departamentos de defensa para que en caso de necesidad pudiesen informar a la gente ignorante sobre la colosal importancia de aquella institución, encontraba el folleto estupendo. Sea como fuere, Erik Magnuson estaba al lado de su carretilla elevadora amarilla, vestido con un mono blanquísimo. Sonreía.

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