Se quedó quieto, como paralizado por su iluminación. Después volvió a entrar en el banco. Esperó hasta que los turistas cambiaron su dinero.
Mostró su placa de identificación policial a la cajera.
—Britta—Lena Bodén —dijo sonriendo—. ¿Está de vacaciones?
—Probablemente esté con sus padres en Simrishamn —dijo la cajera—. Le quedan otras dos semanas.
—Bodén, ¿sus padres se llaman así? —preguntó.
—El padre es el encargado de una gasolinera en Simrishamn. Creo que ahora se llama Statoil.
—Gracias —dijo Kurt Wallander—. Sólo quiero hacerle unas preguntas rutinarias.
—Te reconozco —afirmó la cajera—. ¡Y pensar que aún no habéis resuelto esa historia tan tremenda!
—Sí —confirmó Kurt Wallander—. Es bastante tremendo.
Volvió a la comisaría casi corriendo, se sentó en el coche y se marchó a Simrishamn. El padre de Britta—Lena Bodén le contó que estaba pasando el día en la playa de Sandhammaren, junto con unos amigos. Tuvo que buscarla un buen rato antes de encontrarla, bien escondida detrás de una duna de arena. Jugaba al Backgammon con unos amigos, y todos miraron a Kurt Wallander con asombro mientras se acercaba arrastrando los pies en la arena.
—No vendría a molestarte si no fuese importante —se excusó.
Britta—Lena Bodén pareció entender la gravedad del asunto y se levantó. Llevaba un bikini mínimo y Kurt Wallander bajó la vista. Se sentaron un poco apartados de los demás para poder hablar a solas.
—Aquel día de enero —dijo Kurt Wallander—. Quisiera hablar de ello otra vez. Me gustaría que volvieses a pensar en aquel día una vez más. Y lo que quiero es que intentes recordar si había alguien más en el banco cuando Johannes Lövgren retiró su gran suma de dinero.
Su memoria seguía siendo buena.
—No —dijo—. Estaba solo.
Él sabía que decía la verdad.
—Sigue pensando —continuó—. Johannes Lövgren salió por la puerta. Se cerró. Y luego, ¿qué?
Su respuesta llegó rápida y decidida.
—La puerta no se cerró.
—¿Entró un nuevo cliente?
—Dos.
—¿Los conocías?
—No.
La siguiente pregunta era la decisiva.
—¿Porque eran extranjeros?
Ella lo miró con asombro.
—¡Sí! ¿Cómo lo sabías?
—No lo he sabido hasta ahora. Sigue pensando.
—Eran dos hombres. Bastante jóvenes.
—¿Qué querían?
—Querían cambiar dinero.
—¿Te acuerdas de qué divisa?
—Dólares.
—¿Hablaron en inglés? ¿Eran estadounidenses?
Ella negó con la cabeza.
—Inglés no. No sé en qué idioma hablaban.
—¿Qué pasó luego? Intenta imaginarlo como si ocurriera de nuevo delante de ti.
—Se acercaron hasta el mostrador.
—¿Los dos?
Pensó mucho antes de contestar. El cálido viento le despeinaba el cabello.
—Uno se acercó y puso el dinero en el mostrador. Creo que eran cien dólares. Le pregunté si quería cambiarlos. Él afirmó con la cabeza.
—¿Qué hizo el otro hombre?
Volvió a pensar.
—Se le cayó algo al suelo y se agachó para recogerlo. Un guante, creo.
Retrocedió en sus preguntas.
—Johannes Lövgren acababa de marcharse —dijo—. Se llevaba una gran suma de dinero metida en su cartera. ¿Le habías dado algo más?
—Le di un recibo de la transacción.
—¿Y lo guardó en la cartera?
Por vez primera dudaba.
—Creo que sí.
—Si no guardó el recibo en la cartera, ¿qué pasó entonces?
Ella volvió a pensar.
—No quedaba nada en el mostrador. De eso estoy segura, pues yo lo habría retirado.
—¿Podría haber caído al suelo?
—Tal vez.
—Y el hombre que se agachó para recoger el guante, ¿podría haberlo recogido?
—Tal vez.
—¿Qué ponía en el recibo?
—La suma. Su nombre. Su dirección.
Kurt Wallander aguantaba la respiración.
—¿Lo ponía todo? ¿Estás segura?
—Había rellenado el resguardo de reintegro con letra irregular. Sé que había puesto la dirección aunque no hacía falta.
Kurt Wallander retrocedió de nuevo.
—Lövgren ha recibido el dinero y se va. En la puerta se encuentra con dos hombres desconocidos. Uno de ellos se agacha y recoge del suelo un guante y quizá también el recibo. En él pone que Johannes Lövgren acaba de sacar veintisiete mil coronas. ¿Es correcto?
De repente comprendió.
—¿Son ellos los que lo hicieron?
—No lo sé. Vuelve a retroceder en el tiempo.
—Cambié el dinero. Se lo metió en el bolsillo. Se marcharon.
—¿Cuánto tiempo tardaste?
—Tres, cuatro minutos. No más.
—Su transacción de cambio debe de estar en el banco, ¿verdad?
Ella asintió con la cabeza.
—Yo he cambiado hoy dinero en el banco. Tuve que decir mi nombre. ¿Te dieron alguna dirección?
—Quizá. No me acuerdo.
Kurt Wallander asintió. En aquel momento algo empezaba a arder bajo sus pies.
—Tu memoria es fenomenal —dijo—. ¿Has vuelto a ver a esos hombres?
—No, nunca.
—¿Los reconocerías?
—Creo que sí. Tal vez.
Kurt Wallander pensó un momento.
—Quizá tengas que interrumpir tus vacaciones unos días —dijo.
—¡Nos vamos a Öland mañana!
Kurt Wallander se decidió enseguida.
—Imposible —atajó—. Tal vez pasado mañana. Pero mañana no.
Se levantó y se sacudió la arena.
—Diles a tus padres dónde se te puede localizar —dijo.
Ella se levantó y se preparó para reunirse con sus amigos.
—¿Puedo contarlo? —preguntó.
—Invéntate cualquier otra cosa —contestó—. Ya se te ocurrirá algo.
Un poco después de las cuatro de la tarde encontraron el recibo de la transacción de cambio en los archivos del banco Föreningsbanken.
La firma era ilegible. No había ninguna dirección.
Kurt Wallander se sorprendió de que eso no lo desilusionara. Pensó que se debía a que, a pesar de todo, ya sabía cómo podía haber ocurrido todo.
Desde el banco se fue directamente a casa de Rydberg, que estaba convaleciente.
Se hallaba sentado en su balcón cuando Kurt Wallander llamó a la puerta. Había adelgazado y estaba muy pálido. Juntos se sentaron en el balcón y Kurt Wallander le contó su descubrimiento.
Rydberg asintió pensativamente con la cabeza.
—Me parece que tienes razón —dijo cuando Kurt Wallander terminó—. Seguro que ocurrió de ese modo.
—La cuestión es cómo vamos a encontrarlos —planteó Kurt Wallander. Unos turistas de visita casual en Suecia hace más de medio año.
—Quizá se hayan quedado —dijo Rydberg—. Como refugiados, en busca de asilo, inmigrantes.
—¿Por dónde vamos a empezar? —preguntó Kurt Wallander.
—No lo sé —contestó Rydberg—. Pero ya se te ocurrirá algo.
Estuvieron un par de horas sentados en el balcón de Rydberg.
Un poco antes de las siete, Kurt Wallander volvió a su coche.
Las piedras bajo sus pies ya no estaban tan frías.
Kurt Wallander siempre pensaría en los días posteriores como «el tiempo en que se confeccionó el mapa». Lo que Britta—Lena Bodén recordaba y una firma ilegible eran sus puntos de partida. Por fin había un libreto verosímil, y por fin encajaba la última palabra que Maria Lövgren pronunció. Además, tenía que incorporar el curioso nudo corredizo a su resumen. Luego dibujó el mapa. El mismo día que habló con Britta—Lena Bodén entre las cálidas dunas de Sandhammaren se fue a casa de Björk, lo hizo levantarse de la mesa y obtuvo una promesa inmediata de contar con Hanson y Martinson a jornada completa para participar en la investigación, que de nuevo tendría prioridad.
El miércoles 11 de julio se hizo una reconstrucción de los hechos en la sucursal del banco antes de que abriera por la mañana. Britta—Lena Bodén se sentó tras el mostrador, Hanson hizo el papel de Johannes Lövgren, y Martinson y Björk representaron el papel de los dos hombres que entraron a cambiar dólares. Kurt Wallander insistía con tozudez en que todo fuese exactamente como aquella vez, medio año antes. El preocupado director del banco accedió al final a que Britta—Lena Bodén entregase veintisiete mil coronas en billetes de diferentes valores a Hanson, que llevaba una vieja cartera que Ebba le había prestado.
Kurt Wallander se mantuvo aparte, observando la escena. Dos veces pidió que se repitiese después de que Britta—Lena Bodén recordase algún detalle que no encajaba del todo.
Kurt Wallander quiso proceder a la reconstrucción para despertar su memoria. Albergaba la esperanza de que algo nuevo asomara a la superficie en aquella memoria prodigiosa.
Después negó con la cabeza. Había dicho todo lo que recordaba. No tenía nada que añadir. Kurt Wallander le pidió que aplazase el viaje a Öland unos días más y la dejó a solas en una habitación, donde tuvo que mirar fotos de criminales extranjeros que por una u otra razón habían caído en las redes de la policía sueca.
Como esto tampoco dio resultado, la enviaron en avión a Norrköping para que observara el enorme archivo del Departamento de Inmigración. Tras dieciocho horas de estudiar intensamente un sinfín de fotografías volvió al aeropuerto de Sturup, donde el propio Kurt Wallander la recibió. El resultado era negativo.
El paso siguiente fue entrar en contacto con la Interpol. El libreto de la forma en que podía haber ocurrido el crimen se introdujo en las bases de datos, en las que después harían análisis comparativos en el cuartel general europeo. Pero aún no ocurría nada que cambiase la situación realmente. Mientras Britta—Lena Bodén sudaba sobre la inmensa cantidad de fotografías, Kurt Wallander mantuvo tres largos interrogatorios con el maestro deshollinador Arthur Lundin de Slimminge. Reconstruyeron los viajes entre Lenarp y Ystad, los cronometraron y volvieron a reconstruirlos. Kurt Wallander seguía dibujando su mapa. De vez en cuando visitaba al decaído y pálido Rydberg, que descansaba en su balcón, y juntos repasaban la investigación. Rydberg insistía en que no le molestaba ni se cansaba. Pero al despedirse, Wallander siempre se sentía culpable.
Anette Brolin regresó de sus vacaciones, que había pasado junto a su marido e hijos en una casa de verano en Grebbestad, en la costa oeste. La familia la acompañó hasta Ystad y Kurt Wallander adoptó un tono lo más formal posible cuando la llamó para hablarle de la brecha abierta en la moribunda investigación.
Después de aquella primera semana tan intensa, todo se detuvo.
Kurt Wallander miraba con desconsuelo su mapa. De nuevo estaban atascados.
—Tendremos que esperar —dijo Björk—. La masa de la Interpol suele fermentar lentamente.
Kurt Wallander acalló la protesta que despertaba en él lo forzado de aquella imagen.
Al mismo tiempo reconoció que Björk tenía razón.
Cuando Britta—Lena Bodén volvió de Öland para incorporarse de nuevo al trabajo en el banco, Kurt Wallander solicitó unos días libres para ella a la dirección del banco. Luego la llevó consigo a los campos de refugiados ubicados alrededor de Ystad. También hicieron una visita a los campos flotantes que se encontraban en el puerto petrolero de Malmö. Pero no reconocía ninguna cara en ningún sitio. Kurt Wallander consiguió que enviaran en avión a un dibujante desde Estocolmo.
Pese a un sinnúmero de intentos, Britta—Lena Bodén no conseguía que se produjera una cara aceptable.
Kurt Wallander empezaba a perder la esperanza. Björk le obligó a dejar a Martinson y contentarse con Hanson como el más próximo y único compañero en el trabajo de investigación.
El viernes 20 de julio, Kurt Wallander estaba a punto de darse por vencido.
Muy avanzada la noche, escribió un informe en el que propuso dejar la investigación en suspenso porque no había material concreto que les permitiera avanzar de manera decisiva.
Colocó los papeles en su escritorio y decidió pasárselos a Björk y a Anette Brolin el lunes por la mañana.
Pasó el sábado y el domingo en la isla de Bornholm. Hacía viento y llovía; además, se indigestó con algo que comió en el transbordador. La noche del domingo la pasó en cama. Tuvo que levantarse a intervalos a vomitar.
Al despertarse el lunes por la mañana se sintió mejor. De todos modos no sabía con certeza si debía o no quedarse en cama.
Finalmente se levantó y se marchó. Un poco después de las nueve estaba en su despacho. En el comedor había pastel porque era el cumpleaños de Ebba. Eran casi las diez cuando Kurt Wallander pudo por fin repasar su informe para Björk. Estaba a punto de levantarse para ir a entregarlo cuando sonó el teléfono.
Era Britta—Lena Bodén.
Su voz era como un susurro.
—Han vuelto. ¡Venid enseguida!
—¿Ha vuelto quién? —preguntó Kurt Wallander.
—Los que cambiaron el dinero. ¿No lo entiendes?
En el pasillo chocó con Norén, que acababa de volver de un control de tráfico.
—¡Ven conmigo! —gritó Kurt Wallander.
—¿Qué coño pasa? —dijo Norén, que se estaba comiendo un bocadillo.
—No preguntes. ¡Ven!
Cuando llegaron al banco, Norén aún llevaba el bocadillo a medio comer en la mano. Kurt Wallander se saltó un semáforo en rojo y pasó por encima de la mediana de una avenida. Dejó el coche entre unos puestos de venta en la plaza del Ayuntamiento. Pero aun así llegaron tarde. Los hombres ya habían desaparecido. Britta—Lena Bodén estaba tan exaltada por volver a verlos que no se le ocurrió pedir a alguien que los siguiera.
En cambio sí se acordó de apretar el botón de la cámara de vigilancia.
Kurt Wallander estudió la firma del recibo. Seguía siendo ilegible. Pero era la misma firma. Tampoco esta vez había una dirección.
—Bien —dijo Kurt Wallander a Britta-Lena Bodén, que estaba temblando dentro de la oficina del director del banco—. ¿Qué dijiste al ir a telefonear?
—Que tenía que ir a buscar un sello.
—¿Crees que esos dos hombres sospechaban algo?
Ella negó con la cabeza.
—Bien —dijo Kurt Wallander de nuevo—. Has hecho lo correcto.
—¿Crees que los atraparéis ahora? —preguntó ella.
—Sí —dijo Kurt Wallander—. Esta vez sí.
La película de vídeo de la cámara del banco mostraba dos hombres que no ofrecían mucho aspecto de extranjeros. Uno tenía el pelo corto y rubio, el otro era calvo. En la jerga policial fueron bautizados enseguida como Lucia y el Calvo.