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Authors: Henning Makell

Tags: #Policiaca

Asesinos sin rostro (34 page)

BOOK: Asesinos sin rostro
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—No puedo entregarlos así como así.

Kurt Wallander explotó.

—Estos dos hombres han cometido un crimen —rugió—. Un doble asesinato.

—De todas formas no puedo entregarte los papeles.

Kurt Wallander se levantó.

—Mañana me entregarás los papeles. Aunque tenga que venir el mismísimo director general de la jefatura Nacional de Policía a buscarlos.

—Es lo que hay. Yo no puedo cambiar los reglamentos.

Kurt Wallander volvió a Ystad. A las nueve menos cuarto llamó a la puerta exterior de la casa de Björk. Rápidamente le explicó lo sucedido.

—Mañana anunciamos la búsqueda y captura —dijo.

Björk asintió con la cabeza.

—Convocaré una rueda de prensa para las dos —dijo—. Por la mañana tengo una reunión de cooperación con los jefes de policía. Pero haré que saquen esos papeles del campo.

Kurt Wallander se fue a casa de Rydberg. Estaba sentado en la penumbra de su balcón.

De pronto comprendió que Rydberg tenía dolores.

Rydberg, que parecía leer sus pensamientos, le confesó la verdad:

—Creo que no superaré esto. Quizá viva hasta Navidad, quizá no. —Kurt Wallander no supo qué decir—. Hay que aguantarse —añadió—. Pero mejor di por qué has venido.

Kurt Wallander se lo contó. Entreveía la cara de Rydberg en la penumbra.

Después se quedaron callados.

La noche era fresca. Pero Rydberg no parecía notarlo, vestido con su viejo albornoz, con las zapatillas en los pies.

—Tal vez hayan salido del país —dijo Kurt Wallander—. ¿Será posible que nunca los encontremos?

—En ese caso tendremos que vivir con ello, sabiendo que, pese a todo, conocemos la verdad —arguyó Rydberg—. La seguridad y la justicia no significan solamente que se castigue a las personas que hayan cometido crímenes. Igual de importante es que nunca nos demos por vencidos.

Rydberg se levantó con dificultad y fue a buscar una botella de coñac. Con la mano temblorosa llenó dos copas.

—Hay policías viejos que se mueren pensando en los viejos enigmas sin resolver —dijo—. Probablemente yo sea uno de ellos.

—¿Nunca te has arrepentido de haberte hecho policía? —preguntó Kurt Wallander.

—Nunca. Ni un solo día.

Tomaban su coñac. Conversaban o se quedaban callados. Eran las doce cuando Kurt Wallander se levantó y se marchó. Prometió volver la noche siguiente. Al marcharse, Rydberg se quedó en la penumbra del balcón.

El miércoles 25 de julio por la mañana, Kurt Wallander hizo un repaso con Hanson y Martinson de lo sucedido después de la reunión del día anterior. Puesto que la rueda de prensa no estaba convocada hasta la tarde, decidieron hacer una visita a la feria de Kivik a pesar de todo. Hanson se encargó de escribir el mensaje para la prensa junto con Björk. Wallander calculó que él y Martinson habrían vuelto hacia las doce, como muy tarde.

Condujeron a través de Tomelilla y se quedaron atrapados en una larga caravana de coches al sur de Kivik. Torcieron y aparcaron en un erial, donde tuvieron que pagar veinte coronas al rapaz propietario.

En el momento en que llegaron a la zona de la feria que se alargaba hacia el mar empezó a llover. Sin saber por dónde empezar, observaron la enorme cantidad de puestos de venta y la muchedumbre. Entre el estruendo de los altavoces y los gritos de los jóvenes borrachos, fueron lanzados a un lado y otro por la multitud.

—Nos vemos en algún sitio por en medio —dijo Kurt Wallander.

—Deberíamos haber traído unos walkie—talkies por si pasa algo —dijo Martinson.

—No pasará nada —le tranquilizó Kurt Wallander—. Nos vemos dentro de una hora.

Vio a Martinson desaparecer entre la muchedumbre. Se subió el cuello de la chaqueta y empezó a caminar en la dirección contraria.

Después de una hora se encontraron de nuevo. Ambos estaban empapados e irritados por el gentío y los empujones.

—Ya está bien, qué coño —cortó Martinson—. Vamos a alguna parte a tomar un café.

Kurt Wallander señaló el tenderete de espectáculo que había delante de ellos.

—¿Has entrado? —preguntó.

Martinson hizo una mueca.

—Había una montaña de grasa desnudándose —contestó—. El público rebuznaba como si fuese una reunión de salvación sexual. Qué porquería.

—Vamos al otro lado del tenderete —dijo Kurt Wallander—. Creo que hay algunos puestos de venta allí detrás. Luego nos iremos.

Avanzaron por el barro y se abrieron paso entre una caravana y los palos oxidados de una tienda.

Había unos pocos puestos de venta. Todos parecían iguales, lonas levantadas por palos de hierro pintados de rojo.

Kurt Wallander y Martinson descubrieron a los dos hombres al mismo tiempo.

Estaban en un puesto de venta lleno de chaquetas de cuero. En un letrero ponía el precio y Kurt Wallander tuvo tiempo de pensar que las chaquetas eran increíblemente baratas.

Detrás del mostrador se hallaban los dos hombres.

Miraron a los dos policías.

Kurt Wallander se dio cuenta demasiado tarde de que lo habían reconocido. Su cara aparecía muy a menudo en las fotos de los periódicos y por la televisión. La fisonomía del comisario Kurt Wallander había sido distribuida por todo el país.

Después todo ocurrió muy deprisa.

Uno de los hombres, al que habían puesto el nombre de Lucia, deslizó la mano por debajo de las chaquetas de cuero del mostrador y sacó un arma. Tanto Martinson como Wallander se echaron a un lado. Martinson se quedó liado con una de las cuerdas del tenderete del espectáculo, mientras que Wallander se golpeó la cabeza contra la parte trasera de una caravana. El hombre de detrás del mostrador disparó hacia Wallander. El tiro apenas se oyó, amortiguado por el ruido que salía de una tienda donde unos «jinetes de la muerte» daban vueltas en sus motos rugientes. La bala entró en la caravana, sólo a unos centímetros de la cabeza de Wallander, el cual vio al instante que Martinson tenía una pistola en la mano. Él estaba desarmado, pero Martinson sí llevaba su arma reglamentaria.

Martinson disparó. Kurt Wallander vio que Lucia se encogía y se llevaba una mano al hombro. El arma se le escapó de la mano y cayó fuera del mostrador. Soltando un rugido, Martinson se libró de las cuerdas de la tienda y se echó por encima del mostrador, directamente sobre el hombre herido. El mostrador se derrumbó y Martinson cayó entre un sinfín de chaquetas de cuero. Mientras tanto, Wallander corrió hasta hacerse con el arma que estaba en el barro. Al mismo tiempo vio que el Calvo huía y desaparecía entre la muchedumbre. Nadie parecía haberse dado cuenta del intercambio de disparos. Los vendedores de los puestos contiguos vieron asombrados a Martinson hacer su violento salto de tigre.

—¡Sigue al otro! —gritó Martinson desde la pila de chaquetas—. Yo me encargo de éste.

Kurt Wallander corría pistola en mano. En alguna parte entre la muchedumbre se encontraba el Calvo. Personas asustadas se echaban a un lado al verlo correr frenéticamente, con la cara llena de barro y la pistola levantada. Pensaba que el Calvo se le había escapado, cuando de repente le vio otra vez, huyendo salvajemente sin consideración entre los visitantes de la feria. A una mujer anciana que se encontraba a su paso le propinó un golpe tan fuerte que la hizo tambalearse sobre un puesto de venta de pasteles típicos del sur. Kurt Wallander tropezó con el lío, volcó un puesto de caramelos y siguió corriendo tras él.

De pronto el hombre había desaparecido.

«Coño», pensó Kurt Wallander. «Coño.»

Luego lo descubrió de nuevo. Iba corriendo hacia el final de la zona de la feria, camino de las grandes dunas de la playa. Kurt Wallander corría detrás. Un par de guardias de seguridad iban corriendo hacia él, pero saltaron a un lado al verlo levantar el arma y gritar que se apartasen. Uno de los guardias cayó dentro de una tienda donde se servía cerveza, mientras que el otro tumbó un puesto de venta de candeleros artesanales.

Kurt Wallander corría. El corazón le latía como un pistón dentro del pecho.

De repente el hombre desapareció tras el empinado precipicio. Kurt Wallander estaba a unos treinta metros. Al llegar a la cima, tropezó y cayó ladera abajo. Perdió el arma que llevaba en la mano. Por un momento dudó si parar y buscar el arma. Luego vio al Calvo avanzar por la playa y empezó a correr tras él.

La persecución acabó cuando a ninguno de los dos le quedaban fuerzas. El Calvo se apoyaba contra un barco de remos pintado con brea negra, que estaba boca abajo en la playa. Kurt Wallander estaba a unos diez metros de distancia, le faltaba tanto el aire que creía que se iba a caer. Entonces vio que el Calvo sacaba un cuchillo y se le acercaba.

«Con ese cuchillo le cortó la nariz a Johannes Lövgren», pensó. «Con ese cuchillo le obligó a decir dónde había escondido el dinero.»

Miró a su alrededor, buscando algo que le sirviera para defenderse. Lo único que había era un remo roto.

El Calvo atacó con el cuchillo. Kurt Wallander lo paró con el pesado remo.

Cuando el hombre volvió a atacar, le golpeó. El remo le dio en la clavícula. Kurt Wallander oyó que se quebraba. El hombre tropezó, Kurt Wallander dejó caer el remo y le golpeó con el puño derecho en la barbilla. Sintió el dolor en los nudillos.

Pero el hombre se derrumbó.

Kurt Wallander se cayó en la arena mojada.

Poco después llegó Martinson corriendo.

La lluvia había empezado a caer copiosamente.

—Los tenemos —dijo Martinson.

—Sí —dijo Kurt Wallander—. Parece que sí.

Bajó hasta la orilla y se lavó la cara. A lo lejos veía un carguero que iba hacia el sur.

Pensó que le alegraba poder dar una buena noticia a Rydberg, en medio de su desdicha.

Dos días más tarde, el hombre llamado Andreas Haas confesó que ellos dos eran los autores de los homicidios. Confesó, pero echó toda la culpa al otro hombre. Cuando confrontaron a Lothar Kraftzcyk con la confesión, también se dio por vencido. Pero culpó de la violencia a Andreas Haas. Todo había sucedido tal y como Kurt Wallander había imaginado. Los dos hombres acudieron a varias sucursales bancarias para cambiar dinero e intentar elegir un cliente que sacase una gran suma. Siguieron al deshollinador Lundin cuando llevó a Johannes Lövgren a casa. Lo persiguieron a lo largo del camino del pantano, y dos noches más tarde volvieron en el coche del campo de refugiados.

—Le he estado dando vueltas a una cosa —reconoció Kurt Wallander, que llevaba el interrogatorio de Lothar Kraftzcyk—. ¿Por qué le disteis heno al caballo?

El hombre lo miró con asombro.

—El dinero estaba escondido en el heno —dijo—. A lo mejor le echamos heno al caballo mientras buscábamos la cartera.

Kurt Wallander asintió con la cabeza. Así de fácil era la solución al enigma del heno del caballo.

—Otra cosa más —añadió Kurt Wallander—. ¿El nudo corredizo?

No obtuvo respuesta. Ninguno de los dos hombres admitió haber sido quien cometiese aquella violencia tan absurda. Volvió a preguntar, pero no le contestaron nunca.

La policía checa, sin embargo, pudo informar de que tanto Haas como Kraftzcyk habían sido condenados por crímenes violentos en su país de origen.

Habían alquilado una casita casi en ruinas a las afueras de Höör después de dejar el campo de refugiados. Las chaquetas de cuero procedían de un robo a un mayorista de artículos de cuero de Tranås.

La vista del auto de detención acabó en un par de minutos.

A nadie le cabía la menor duda de que las pruebas serían suficientes para atribuirles el crimen, aunque los dos hombres seguían echándose la culpa el uno al otro.

Kurt Wallander estuvo en la sala del juzgado observando a los dos hombres que durante tanto tiempo había perseguido. Recordó aquella madrugada de enero, cuando acababa de entrar en la casa de Lenarp. Aunque el doble asesinato ya estaba resuelto y los criminales tendrían su castigo, sentía malestar. ¿Por qué habían puesto una cuerda alrededor del cuello de Maria Lövgren? ¿Por qué tanta violencia gratuita? Se estremeció. No tenía respuesta. Y eso le inquietaba.

Avanzada la tarde del 4 de agosto, Kurt Wallander tomó una botella de whisky y se fue a casa de Rydberg. Al día siguiente, Anette Brolin lo acompañaría a visitar a su padre.

Kurt Wallander pensaba en la pregunta que le había hecho.

Si se podría imaginar separarse por él.

Naturalmente, había dicho que no.

Pero él sabía que la pregunta no la había molestado. Mientras conducía hacia la casa de Rydberg, escuchaba a Maria Callas en su radiocasete. Tendría libre la semana siguiente en compensación por tantas horas extras. Iría a Lund a visitar a Herman Mboya, que había vuelto de Kenia. El resto del tiempo lo dedicaría a pintar su piso.

Tal vez también se daría el gusto de comprar un nuevo equipo de música.

Aparcó el coche delante de la casa de Rydberg.

Una luna amarilla se asomaba por encima de su cabeza. Notaba que se acercaba el otoño.

Rydberg estaba sentado en la penumbra del balcón, como de costumbre.

Kurt Wallander llenó dos copas con whisky.

—¿Recuerdas cuando nos preocupábamos tanto por lo que había susurrado Maria Lövgren? —preguntó Rydberg—. ¿Que teníamos que buscar a unos extranjeros? Y cuando apareció Erik Magnuson en escena, era el asesino más deseado. Pero no era él. Ahora hemos atrapado a unos extranjeros de todos modos. Y entre tanto un pobre somalí murió en vano.

—Tú lo supiste todo el tiempo —dijo Kurt Wallander—. ¿No es así? ¿Estuviste siempre seguro de que eran extranjeros?

—Saberlo, no lo sabía —replicó Rydberg—. Pero sí que lo pensaba.

Lentamente hablaron de la investigación, como si ya fuese un recuerdo lejano.

—Nos equivocamos muchas veces —comentó Kurt Wallander en tono pensativo—. Yo me equivoqué muchas veces.

—Eres un buen policía —dijo Rydberg con convicción—. Tal vez nunca te lo haya dicho. Pero pienso que como policía eres muy bueno.

—Me equivoqué demasiado.

—Tú perseverabas —añadió Rydberg—. Nunca te dabas por vencido. Querías atrapar a los que cometieron los homicidios de Lenarp. Eso es lo importante.

Poco a poco se iba acabando la conversación.

«Estoy con un hombre moribundo», pensó Kurt Wallander lleno de confusión. «Creo que no he entendido que Rydberg, de hecho, se está muriendo.»

Recordó aquella vez, cuando era joven, en que le dieron un navajazo.

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