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Authors: Henning Makell

Tags: #Policiaca

Asesinos sin rostro (30 page)

BOOK: Asesinos sin rostro
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Los agentes observaron su cara y la compararon con algunas fotografías en blanco y negro de Johannes Lövgren. Entre otras, había una foto en la que Johannes Lövgren posaba junto a un tractor en un campo recién labrado.

¿Podrían ser padre e hijo el conductor del tractor y el conductor de la carretilla elevadora?

A Kurt Wallander le costaba fijarse en las fotos y hacerlas coincidir.

Lo único que veía era la cara ensangrentada de un anciano al que le habían cortado la nariz.

Sobre las once de la noche del viernes habían preparado sus planes de ataque. Para entonces, Björk los había dejado porque debía asistir a una cena organizada por el club local de golf.

Kurt Wallander y Rydberg aprovecharían el sábado para visitar de nuevo a Ellen Magnuson en Kristianstad. Martinson, Näslund y Hanson se repartirían la vigilancia de Erik Magnuson, y también confrontarían a su novia con la coartada dada. El domingo sería de vigilancia y de repaso adicional de todo el material de investigación. El lunes, Martinson, al que habían nombrado experto en ordenadores sin que lo solicitara, analizaría los negocios de Erik Magnuson. ¿Habría otras deudas? ¿Tendría algún tipo de antecedentes criminales?

Kurt Wallander le pidió a Rydberg que lo examinase todo a solas. Quería que Rydberg hiciese lo que llamaban una cruzada. Intentar unir acontecimientos y personas que a primera vista no tuviesen nada en común. ¿Existiría, a pesar de todo, algún punto de contacto hasta entonces invisible? Esto era lo que Rydberg iba a investigar.

Rydberg y Wallander salieron juntos de la comisaría. De repente Kurt Wallander se dio cuenta del cansancio de Rydberg y se acordó de su visita al hospital.

—¿Cómo te va? —preguntó.

Rydberg se encogió de hombros y contestó algo ininteligible.

—¿Las piernas? —preguntó Kurt Wallander.

—Como siempre —contestó Rydberg, dejando entrever que no tenía más ganas de hablar de sus dolencias.

Kurt Wallander se fue a su casa y se sirvió una copa de whisky. Pero la dejó sin tocar en la mesa del sofá y se acostó. El cansancio lo venció. Se durmió, ajeno a todos los pensamientos que daban vueltas por su cerebro.

Soñó con Sten Widén.

Iban juntos a una ópera cantada en un idioma desconocido.

Kurt Wallander, al despertar, no pudo recordar la ópera con la que había soñado.

En cambio recordó, en cuanto se despertó a la mañana siguiente, algo que habían comentado la noche anterior. El testamento de Johannes Lövgren. El testamento que no existía.

Rydberg había hablado con el albacea al que habían recurrido las dos hijas supervivientes, un abogado a menudo solicitado por las organizaciones de granjeros del distrito.

No existía ningún testamento. Eso significaba que las dos hijas heredarían toda la inesperada fortuna de Johannes Lövgren.

¿Sabría Erik Magnuson que Johannes Lövgren tenía grandes recursos? ¿O habría permanecido tan callado ante él como ante su esposa?

Kurt Wallander se levantó de la cama con el propósito de no acostarse aquel día sin averiguar definitivamente si el padre desconocido del hijo de Ellen Magnuson era Johannes Lövgren.

Tomó un desayuno mal preparado y se encontró con Rydberg en la comisaría un poco después de las nueve. Martinson, que había permanecido vigilando en un coche delante de la casa de Erik Magnuson en Rosengård hasta que lo reemplazó Näslund, dejó una nota diciendo que no había ocurrido absolutamente nada durante la noche. Erik Magnuson estaba en su piso. La noche había transcurrido tranquila.

La mañana de enero era brumosa. Había escarcha en los campos pardos. Rydberg estaba cansado y silencioso al lado de Kurt Wallander en el coche. No empezaron a hablar hasta que se acercaron a Kristianstad.

A las diez y media se encontraron con Göran Boman en la comisaría de Kristianstad.

Juntos estudiaron la copia del interrogatorio que Göran Boman le había hecho a la mujer.

—No tenemos nada que la implique —declaró Göran Boman—. Le hemos pasado el aspirador a ella y a su entorno. No hay nada. Su historia cabe en un solo folio. Ha trabajado en la misma farmacia durante treinta años. Cantó en un coro durante unos años pero lo dejó. Pide muchos libros prestados a la biblioteca. Pasa las vacaciones con una hermana en Vemmenhög, nunca va al extranjero, nunca se compra ropa nueva. Es una persona que por lo menos en apariencia vive una vida totalmente pacífica. Sus costumbres son regulares, rozando la meticulosidad. Lo más sorprendente es cómo soporta vivir así.

Kurt Wallander le dio las gracias por su trabajo.

—Ahora nos toca a nosotros —dijo.

Se fueron a casa de Ellen Magnuson.

Cuando ella les abrió la puerta, Kurt Wallander pensó que el hijo se parecía mucho a su madre. No podía determinar si los estaba esperando. Sus ojos parecían ausentes, como si en realidad estuviese en otro lugar totalmente diferente.

Kurt Wallander paseó la mirada alrededor del salón. Los invitó a café. Rydberg se excusó pero Kurt Wallander aceptó.

Cada vez que Kurt Wallander entraba en un piso desconocido, pensaba que estaba mirando las tapas de un libro que le acababan de dar. El piso, los muebles, los cuadros, los olores, eran el título. Entonces empezaría a leer. Pero el piso de Ellen Magnuson era inodoro. Como si Kurt Wallander se encontrase en un lugar deshabitado. Respiró el olor a desolación. Una gris resignación. Sobre los pálidos papeles pintados colgaban carteles con motivos difusos y abstractos. Los muebles que llenaban la habitación eran anticuados y pesados. Unos manteles de encaje cubrían con pulcritud una mesa plegable de caoba. En una pequeña estantería había una fotografía de un niño sentado delante de un rosal. Kurt Wallander pensó que la única foto que tenía expuesta de su hijo era de la niñez. Como hombre adulto no estaba presente.

Al lado del salón había un pequeño comedor. Kurt Wallander empujó la puerta semiabierta con el pie. Para sorpresa suya, uno de los cuadros de su padre colgaba de una de las paredes.

Era el paisaje de otoño sin urogallo.

Se quedó observando la imagen hasta que oyó el ruido de la bandeja detrás de sí.

Era como si hubiese visto el motivo del padre por vez primera.

Rydberg se sentó en una silla junto a la ventana. Kurt Wallander pensó que algún día le preguntaría por qué siempre se sentaba al lado de una ventana.

«¿De dónde vienen nuestras costumbres?», pensó. «¿En qué fábrica secreta se producen nuestros hábitos y manías?»

Ellen Magnuson le sirvió el café.

Pensó que debía empezar.

—Göran Boman de la policía de Kristianstad estuvo aquí y le hizo unas cuantas preguntas —dijo—. No se sorprenda si le hacemos las mismas preguntas otra vez.

—Tampoco se sorprenda si recibe las mismas respuestas —replicó Ellen Magnuson.

Precisamente en ese instante, Kurt Wallander comprendió que era la mujer que tenía delante con quien Johannes Lövgren había tenido un hijo.

Kurt Wallander lo sabía sin que pudiera explicar por qué. En un momento arriesgado decidió mentir para obtener la verdad. Si no se equivocaba, Ellen Magnuson tenía muy poca experiencia con agentes de policía. Seguramente suponía que ellos buscaban la verdad, usando ellos mismos la verdad. Era ella quien debía mentir, no ellos.

—Señora Magnuson —dijo Kurt Wallander—, sabemos que Johannes Lövgren es el padre de su hijo Erik. No vale la pena que lo niegue.

Ella lo miró con miedo. Aquel rasgo ausente de su mirada desapareció de pronto. Volvía a estar presente en la habitación.

—No es verdad —dijo.

«Una mentira que pide clemencia», pensó Kurt Wallander. «Pronto se quebrará.»

—Claro que es verdad —atajó—. Nosotros lo sabemos y usted sabe que es verdad. Si a Johannes Lövgren no le hubieran matado, nunca nos habríamos molestado en hacerle estas preguntas. Pero ahora tenemos que saberlo. Y si no nos lo dice ahora, la obligaremos a contestar a estas preguntas ante un tribunal bajo juramento.

Ocurrió más deprisa de lo que había imaginado. De golpe se quebró.

—¿Por qué queréis saberlo? —gritó—. Yo no he hecho nada. ¿Por qué no podemos tener nuestros secretos?

—Nadie prohíbe los secretos —respondió Kurt Wallander lentamente—. Pero mientras haya homicidios tendremos que buscar a los culpables. Por eso es nuestro deber hacer preguntas. Y necesitamos obtener respuestas.

Rydberg permanecía inmóvil en su silla al lado de la ventana. Observaba a la mujer con sus ojos cansados.

Juntos escucharon la historia. Kurt Wallander pensaba que era enormemente triste. La vida que se desplegaba delante de él era igual de melancólica que el paisaje escarchado por el que habían viajado aquella mañana.

Nació fruto de un matrimonio ya mayor de granjeros en Yngsjö. Consiguió dejar el barro y con el tiempo trabajó como dependienta en una farmacia. Johannes Lövgren entró en su vida como cliente de la farmacia. Ella explicó que su primer encuentro fue una ocasión en que él compró bicarbonato. Después había vuelto, la cortejaba.

La historia de él era la del granjero solitario. Antes del nacimiento del niño no le dijo que estaba casado. Ella se resignaba, nunca le tuvo odio. Él compraba su silencio con el dinero que le pagaba unas cuantas veces cada año.

Pero el hijo creció con ella. Era suyo.

—¿Qué pensaste al enterarte de que lo habían matado? —preguntó Kurt Wallander cuando ella terminó.

—Creo en Dios —dijo—. Creo en la venganza justiciera.

—¿La venganza?

—¿A cuántas personas defraudó Johannes? —preguntó—. Me defraudó a mí, a su hijo, a su mujer y a sus hijas. Nos defraudó a todos.

«Y pronto sabrá que su hijo es un asesino», pensó Kurt Wallander. «¿Se imaginará que es un arcángel cumpliendo una orden divina de venganza? ¿Lo soportará?»

Siguió haciendo sus preguntas. Rydberg cambió de postura en su silla al lado de la ventana. Desde la cocina se oía el tictac de un reloj.

Cuando se marcharon, Kurt Wallander pensó que había recibido la respuesta a todas sus preguntas.

Había encontrado a la mujer secreta. Al hijo secreto. Sabía que ella había esperado a Johannes Lövgren con el dinero. Pero Johannes Lövgren nunca apareció.

De otra pregunta, sin embargo, obtuvo una respuesta inesperada.

Ellen Magnuson nunca le daba el dinero de Johannes Lövgren a su hijo. Lo ingresaba en una libreta del banco. Él lo heredaría cuando ella ya no estuviese. Tal vez temía que se lo gastara en el juego.

Pero Erik Magnuson sabía que Johannes Lövgren era su padre. Ahí había mentido. ¿Sabría también que su padre Johannes Lövgren tenía grandes recursos económicos?

Rydberg había guardado silencio durante todo el interrogatorio. Justo cuando se iban, le preguntó si veía a su hijo con cierta frecuencia. Si tenían una buena relación. ¿Conocía a su novia?

Sus respuestas fueron evasivas.

—Ya es adulto —dijo—. Vive su vida. Pero es bueno y viene a visitarme. Por supuesto que sé que tiene novia.

«Ahora miente otra vez», pensó Kurt Wallander. «No sabía lo de la novia.»

Pararon a comer en la fonda de Degeberga. Rydberg parecía haberse recuperado.

—Tu interrogatorio fue impresionante —declaró—. Deberían usarlo como ejemplo en la escuela de policía.

—De todas formas mentí —dijo Kurt Wallander—. Y eso no se considera muy aceptable.

Durante la comida determinaron las posiciones. Ambos estaban de acuerdo en aguardar las investigaciones sobre el pasado de Erik Magnuson. Hasta que todo no estuviera listo y estudiado no lo detendrían para interrogarle.

—¿Crees que es él? —preguntó Rydberg.

—Claro que es él —contestó Kurt Wallander—. Solo o con otra persona. ¿Qué crees tú?

—Espero que tengas razón.

Volvieron a la comisaría de Ystad a las tres y cuarto. Näslund estaba en su despacho, estornudando sin parar. Hanson lo había sustituido a las doce.

Erik Magnuson había pasado la mañana comprando unos zapatos nuevos y depositando unos boletos de juego en un estanco. Después había vuelto a su casa.

—¿Parece estar alerta? —preguntó Kurt Wallander.

—No lo sé —contestó Näslund—. A ratos me lo parece. A ratos creo que me lo imagino.

Rydberg se fue a casa y Kurt Wallander se encerró en su despacho.

Hojeó distraídamente un montón de papeles que alguien había colocado en su mesa.

Le costaba concentrarse.

El relato de Ellen Magnuson lo había dejado intranquilo.

Se imaginaba que su propia vida no se distanciaba tanto de la realidad de ella. Su incierta vida.

«Cuando todo esto acabe, me tomaré unos días libres», pensó. «Con todas las horas extras que tengo, podré marcharme fuera una semana. Siete días para mí solo. Siete días como siete años difíciles. Luego volveré renovado.»

Pensaba que tal vez iría a algún balneario donde le ayudarían a perder kilos. Pero sólo el hecho de pensarlo le disgustaba. Mejor subirse al coche y dirigirse hacia el sur.

Quizá París o Amsterdam. En Arnhem, Holanda, vivía un policía al que había conocido en un seminario sobre el narcotráfico. Tal vez podría visitarle.

«Primero vamos a resolver el asesinato de Lenarp», pensó. «Lo haremos la semana que viene.

»Luego decidiré adónde ir…»

El jueves 25 de enero fueron a buscar a Erik Magnuson y lo llevaron a la comisaría para interrogarlo. La aprehensión tuvo lugar delante de su casa. Rydberg y Hanson eran los encargados de hacerlo, mientras Kurt Wallander los miraba desde su coche. Erik Magnuson los acompañó al coche de policía sin protestar. Fue por la mañana, cuando se iba al trabajo. Como a Kurt Wallander le interesaba que los primeros interrogatorios ocurriesen sin demasiada presión, le dio la oportunidad de llamar a su trabajo para justificar su ausencia.

Björk, Wallander y Rydberg estaban presentes en la habitación donde interrogaron a Erik Magnuson. Björk y Rydberg se quedaron apartados, mientras Wallander hacía sus preguntas.

En los días anteriores la convicción de los agentes de que aquel hombre era el culpable del doble asesinato de Lenarp se había reforzado. Las diferentes investigaciones mostraban que Erik Magnuson tenía considerables deudas. En varias ocasiones se había salvado en el último momento de ser atacado por no solventar sus deudas de juego. En Jägersro, Hanson vio a Magnuson apostar grandes sumas. Su situación económica era catastrófica.

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