—Lo disimulamos, aunque mi deseo y mi sueño era que pudiéramos manifestar nuestra unión. Aunque no estoy segura de que Linn me lo hubiera dicho si hubiese sido objeto de amenazas. Le costaba contar las cosas; necesitaba su tiempo. Había que preguntarle de la manera adecuada y escucharla largo y tendido. Quería evitar que me preocupara o asustara. En ocasiones seguía siendo una paciente a la que ella deseaba proteger. ¿Piensan que puede tratarse de un crimen homófobo?
—Debemos ampliar nuestra búsqueda para que no se nos escape nada.
—¿Significa eso que tienen alguna pista sobre el que lo hizo?
—Tenemos mucho material. Lo difícil es saber qué es lo importante. Por eso, todo lo que nos pueda contar es de la máxima importancia. Si le viene algo a la cabeza, puede llamarme directamente a este número —dijo Maria ofreciéndole una tarjeta de visita y un folleto del servicio de guardia para víctimas de delitos—. Por si necesita alguien con quien hablar.
—Gracias. Tengo amigos… y a mi padre.
—Una cosa más. ¿Sabe lo que solía guardar Linn en su bolso de mano?
Sara negó con la cabeza.
—Intente recordar. Es una pregunta importante —insistió Maria.
—Supongo que lo mismo que todas las demás: una cartera con varios cientos de coronas, la tarjeta Visa, una tarjeta del supermercado, su móvil, un peine, un espejo. Tal vez un lápiz de labios… Una memoria USB. Fui con ella a comprarla y juntas averiguamos el modo de utilizarla. Hace de eso como medio año, pero me consta que solía llevarla en el bolso.
—¿Sabe qué tipo de información guardaba en ella?
—Nunca se lo pregunté, pero creo que relacionada con el trabajo.
Al acompañar Maria a Sara Wentzel de regreso al vestíbulo se encontraron con Hartman.
—He encargado a Per Arvidsson la investigación de la agresión mortal. Per se ha reincorporado al servicio para sondear los bajos fondos. Esperamos algún tipo de información a cambio de hacer la vista gorda de vez en cuando.
—¿Será capaz? —inquirió Maria, que dudaba de que Per pudiera trabajar más que a tiempo parcial. Existía el riesgo de que no estuviera en condiciones de cumplir con sus obligaciones y que su amor propio le impidiera negarse a ello.
—No pude impedírselo. Me dio la impresión de que para él se trataba de una cuestión de amor propio. Esta mañana se desplazó a tierra firme. Jesper Ek tiene un hijo, Joakim, internado en la prisión de Svartsjö. El muchacho ha dado a entender a Ek que sabía algo, pero que solo hablaría de ello cara a cara. Per tiene la intención de ir a hablar con él. Es posible que sepa algo del tal Roy.
Hartman sonrió cariñosamente a Maria, si bien sus ojos permanecían muy serios.
—Me gustaría continuar personalmente con el caso de la agresión, pero tenemos ahora sobre el tapete otro asesinato y debo delegar, por mucho que lo sienta. Lo entiendes, ¿verdad? No tenemos a ningún testigo del ataque mortal, excepto a ti. El hombre que pasó de largo no ha dado señales de vida. Si hubiera alguien que se atreviera a testificar contra ellos… Solo disponemos de tu descripción, y de ese nombre, Roy, del que no sabemos si es un apodo. Es probable que el autor de los hechos tenga arañazos en el tronco y debemos pillarlo antes de que cicatricen.
—Me encantaría interrogar a los pequeños delincuentes, a la Gunvald Larsson, ¿sabes? Cualquier cosa para destapar la verdad.
—Seguro que harías un trabajo fantástico si se tratara de otra persona, pero no es posible, porque tú eres una de las víctimas. Y lo sabes.
—Pero, Arvidsson… ¿Quién se hará cargo si él no puede con esto?
—Yo también he pensado en ese asunto. Ek le apoyará. Tienes razón: Arvidsson es un agente veterano, el mejor que tenemos, pero existe el riesgo de que no soporte la presión. Todavía no.
Maria trató de esbozar una sonrisa, sin conseguirlo realmente. Se sentía atada de pies y manos.
Erika Lund ojeó rápidamente el acta del médico forense antes de ir a reunirse con los demás en la sala de conferencias. Haraldsson tenía pinta de haber dormido con el uniforme puesto, lo cual no era realmente improbable. Al cerrar este los ojos, Ek le dio un empujón sobre el costado que le hizo caer sobre Maria, la cual sostenía una taza de café en la mano. Maria tuvo el tiempo justo de abrir las piernas para evitar que el líquido hirviente fuera a parar a sus rodillas. Hartman les lanzó una mirada de reprobación. Ahora tocaba escuchar a Erika.
—Linn Bogren tenía en la sangre una tasa de alcohol de 1,6 y una cantidad considerable de somníferos, cuatro veces la dosis que se suele recetar. No es una cantidad mortal, pero definitivamente se trata de una sobredosis. El corte en la garganta se realizó con un cuchillo de cocina convencional, el hallado bajo la cama de la víctima. No hay ninguna otra huella que las de la víctima. Probablemente fueran depositadas tras su fallecimiento. Por lo demás, la escena del crimen está sorprendentemente exenta de huellas dactilares. Clínicamente limpia. La cabeza fue separada del cuerpo un centímetro aproximadamente por encima del corte propiamente dicho antes de su traslado al jardín botánico, en la Colina del Templo. No he encontrado ningún indicio de lucha o resistencia. Todo apunta a que fue asesinada mientras dormía. Además, la cantidad de sangre restante en el cuerpo es asombrosamente reducida. La colgaron como una pieza de caza para desangrarla. Encima de la cama, en el techo, hay un robusto gancho que sujeta el ventilador. Al retirarlo encontré pequeñas fibras de cuerda…
—¿Cabe la posibilidad de que estemos ante un cazador? —preguntó Ek, afectado por un difuso malestar tras la detallada descripción de los hechos ofrecida por Erika.
—No lo sabemos con certeza. Puede tratarse de un empleado de una carnicería o de un médico, alguien habituado a manejar un cuchillo. El cuerpo tuvo que ser transportado dentro de algo, una bolsa grande, una caja… Encontré un trozo pequeño de una bolsa negra de basura en la Colina del Templo con restos de sangre en el plástico. Otro elemento algo particular es el hallazgo de pelo de dos perros distintos. Con toda probabilidad fueron amarrados a la barandilla de la escalera, ya que es ahí donde hay una mayor acumulación de huellas de patas caninas sobre el terreno reblandecido. Los perros se encontraban junto a la escalera durante o después de la lluvia.
—He comprobado este punto con Claes Bogren y Sara Wentzel. Ninguno de ellos sabe de ningún propietario de perros que haya podido visitar a Linn —intervino Maria—. Al menos nadie con quien ella soliera relacionarse. Sin embargo, su vecino Harry Molin tiene dos perros: un pastor alemán y un labrador. Voy a interrogarlo de inmediato.
—Excelente —agregó Erika, impaciente por continuar—. Posteriormente, por medio de Anders Ahlström, el médico de Molin, supe que Harry se encontró con Linn el domingo de la semana pasada, por la noche, volviendo esta a casa de su trabajo. Parecía aterrada y, tal vez, ebria. Andaba dando tumbos y apenas se mantenía en pie. Se encontraba aturdida, en palabras de Harry. Puedes preguntarle al respecto. En cualquier caso, más tarde esa misma noche, Harry apoyó su cara contra la ventana de ella para ver si estaba en casa, lo cual hubiera asustado a cualquiera. Era enfermera y él necesitaba consejo.
—¿Anders? ¿El médico que conociste en el pub? —preguntó Maria con una media sonrisa.
—Sí —respondió Erika con gesto molesto. La esfera profesional y privada son mundos distintos y así deben permanecer. Maria no removió más el asunto.
—No parece muy normal ir en busca de una enfermera en mitad de la noche si no se trata de algo urgente —intervino Hartman—. Iré contigo, Maria. No creo que sea conveniente que te veas con él a solas —dijo Hartman mirándola con un ademán que demostraba su inflexibilidad sobre ese punto—. La persona que mató a Linn Bogren debe haber sido lo suficientemente fuerte como para subir el cuerpo quinientos metros por una colina. Una o varias personas… ¿Qué indican las huellas de zapatos que tomasteis, Erika?
—En la Colina del Templo no valía la pena ni intentarlo teniendo en cuenta toda la gente que se paseó por allí, pero hemos registrado huellas junto a la puerta de la cocina de la casa de Linn, en Specksgränd. Un par de Rieker del 42, otro par de Adidas de talla 44 y también una huella de baja calidad del 44-45 de una marca que aún no conocemos.
—He examinado detalladamente la coartada de Claes Bogren y resulta algo sorprendente —declaró Maria tomando su cuaderno de notas y ojeando las últimas páginas—. El carguero donde trabajaba atracó en el puerto de Gotemburgo un día antes de la fecha que nos indicó, pero el billete del barco de Gocia coincide y, como él también señaló, este transbordador llevaba algo de retraso.
—¿Embarcó en él o solo compró el billete? —inquirió Hartman intercambiando una rápida mirada con Maria.
—Embarcó, o bien alguien lo hizo en su lugar. Como ya sabéis, en la ventanilla no comprueban tu identidad. Tampoco nada te impide cambiar tu billete con otra persona después del viaje, por ejemplo, un amigo. O tal vez puedas encontrarte un billete usado en una papelera. Resulta algo rebuscado, pero un billete en realidad no es una coartada perfecta.
—¿Cómo explica ese día extra en Gotemburgo? —interrogó Ek repantigado y con gesto astuto. Se había formado ya una idea precisa.
—Dice que no lo recuerda. Se pegaron una buena juerga y a veces uno no se despierta el día que cree… vino a decirme. Pero ¿es posible que se te escape un día entero? No me da la impresión de que lleve ese tipo de vida. Parece un hombre bastante formal.
—En mi mundo, un día extra significa una mujer extra —confesó Ek en un arranque de sinceridad.
Maria no pudo evitar sonreír. A nadie le sorprendió; Ek era así.
—También se me ocurrió esa idea y la insinué, pero Claes lo negó. Es posible que se sienta culpable. Tarde o temprano saldrá a la luz. No va a ser la última vez que lo interrogue. Por cierto, tiene un 44 de zapato, así que las Adidas pueden ser suyas. Le pediré que vaya a dejar sus zapatillas al departamento científico.
—¿Ha arrojado algo la ronda con los vecinos? —preguntó Hartman mirando a Haraldsson y Ek. Haraldsson parecía sumido en sus propios pensamientos, por lo que Ek se le adelantó.
—No mucho. La mayoría estaba durmiendo. No hemos podido dar con Harry Molin, su vecino más cercano, el de los perros. Nadie abre la puerta y el teléfono está desconectado. Per Arvidsson vive en la misma calle, más arriba, del otro lado. El tampoco apreció nada extraño. Linn se pasó por su casa un rato la noche en que falleció. No me enteré muy bien con qué motivo.
Haraldsson estiró la espalda. Siempre le costaba trabajo permanecer sentado mucho tiempo. Necesitaba moverse, pero la reunión parecía prolongarse.
—Fue a que le prestara su ordenador. Tenía que pagar un viaje al extranjero.
—Eso es. Eran casi las diez y media. A él no le apetecía dejarla entrar, pero ella se mostró muy insistente, lo cual es comprensible si tienes que reservar un billete.
—¿Sabemos adónde y con quién pensaba viajar? —inquirió Hartman con una mirada desaprobatoria hacia Haraldsson, hundido en su asiento y con sus largas piernas desparramadas por el suelo.
—A Arvidsson no le dijo nada al respecto. Le hemos pedido que entregue el ordenador, lo que hará a su regreso a Gocia esta noche.
—¿Algo más antes de finalizar la reunión? —añadió Hartman, que recordaba vagamente haber visto a una mujer abajo, en la recepción, preguntando por Maria Wern. Se lo mencionó a los congregados.
—Jill Andersson. Insistía en hablar contigo, Maria. Le dije que esperara a que finalizara la reunión. ¿Puedes atenderla? Vive en Tranhusgatan, por encima del jardín botánico. ¿Cómo se me pudo olvidar decírtelo? —comentó Ek mirando el reloj—. Espero que siga ahí.
—Si podemos terminar ya, iré a verla ipso facto —dijo Maria ya medio incorporada de la silla. No esperó respuesta alguna para hacerlo.
Jill Andersson rondaba los cuarenta pero poseía el cuerpo de una adolescente. Llevaba vestimenta deportiva y grandes aros dorados en las orejas. Su pelo oscuro recogido en una alta cola de caballo multicolor se balanceaba suavemente con su rítmico caminar por el pasillo.
—Me han dicho que quería hablar conmigo —inició Maria después de sentarse cada una a un lado del escritorio—. Por lo que parece, es urgente.
Jill adquirió de repente un aire atemorizado y grave. Sus palabras empezaron a tropezarse al explicar el motivo de su visita.
—Quisiera retirar lo que le dije antes al otro policía. Fue tan súbito que no me dio tiempo a reflexionar. No vi nada, nada de importancia. Ahora solo me siento estúpida.
—Dijo que había visto a un hombre llevando un bolsa grande la misma noche en que acabaron con la vida de Linn Bogren en su casa, no lejos de donde usted vive. Añadió que eso ocurrió poco después de las cuatro de la mañana.
—Sí, pero ahora deseo retirar mi testimonio. Fue algo que simplemente se me ocurrió. No sé de dónde lo saqué. Probablemente me equivocara de día. Pensé que fue el pasado fin de semana y, además, no estoy segura de que se tratara de una bolsa. Pudo haber sido cualquier otra cosa.
—A usted no se le acusa de nada, Jill. En el anterior interrogatorio, solo de carácter informativo, afirmó que era un hombre y que escondía su cara tras un pasamontañas de color oscuro.
—Así es, pero me equivoqué. Quizá me fuera de la lengua y añadí detalles que no vi. En la televisión ves tantas cosas que no es raro que la imaginación se te desboque.
Maria la observó y aguardó durante un momento. Jill se frotó la nariz y dejó vagar su mirada por la habitación, evitando la de Maria, con las manos aferrándose compulsivamente al asa de su bolso, una copia barata de un Gucci.
—¿Alguien la ha amenazado…?
—¡No! —respondió apresuradamente, antes siquiera de que Maria hubiera terminado de formular su pregunta.
—Podemos proteger su identidad. Puede suministrar información de forma anónima. ¿Vio algo esa noche?
—Ya le he dicho que no lo recuerdo. Se me mezclan los días.
El miedo se intensificó en sus ojos azul claro mientras parpadeaba agitadamente para contener las lágrimas.
—¿Sabe? Creo que dijo la verdad esa primera vez —repuso Maria acercándose a Jill para evitar que esta esquivara su mirada—. Creo que vio lo que describió y que luego se arrepintió de haberlo hecho por miedo a que le ocurra algo terrible por haber hablado.