Rumbo
y yo nos encogimos de hombros y nos alejamos. De pronto, oímos que entraba otro coche y volvimos a apostarnos junto al cobertizo. Primero aparecieron Lenny y un amigo, los cuales se apearon del automóvil y entraron en el cobertizo sin detenerse a saludarnos. Luego llegaron otros tres hombres a pie.
Percibimos una extraña tensión en el ambiente que nos puso nerviosos. Los hombres hablaban en voz baja, sin soltar sus acostumbradas risotadas y palabrotas. Eso nos inquietó todavía más.
Al cabo de unos minutos se abrió la puerta del cobertizo y salieron seis hombres. Los cuatro que salieron primero llevaban unas batas grises como las que utilizan los tenderos, encima de unos jerséis de cuello alto. Uno de los hombres salió enrollándose el cuello hacia abajo. Luego apareció Lenny, el cual no llevaba una bata, pero sí un jerséi de cuello alto como sus compañeros. El Jefe salió detrás de ellos y observé que llevaba puesta la chaqueta de cuero. Pasaron junto a nosotros en silencio y se dirigieron hacia el extremo del taller. Flotaba entre ellos una tensión nerviosa que nos transmitieron a nosotros, excitándonos todavía más. Lenny me miró un instante, chasqueando la lengua y los dedos, pero siguió andando sin hacerme el menor caso cuando me acerqué a él agitando el rabo.
Rumbo
y yo seguimos a los seis hombres hasta la furgoneta. Tres de los hombres que iban cubiertos con unas batas ocuparon los asientos traseros y el cuarto se sentó delante. Antes de instalarse en el asiento delantero del «Triumph», el Jefe le dijo al conductor de la furgoneta:
—Ya sabes lo que tienes que hacer. Procura seguirnos, pero si te separas de nosotros ya sabes dónde nos reuniremos.
El conductor de la furgoneta asintió. El Jefe se montó en el automóvil y, antes de cerrar la portezuela, le hizo una última advertencia:
—No lo olvides. No hagas nada hasta que me veas agitar el brazo por la ventanilla.
El conductor levantó el pulgar para indicar que lo había entendido.
Lenny se hallaba sentado al volante del «Triumph» y arrancó apresuradamente. Cuando salió seguido de la furgoneta, me di cuenta de que había visto por primera vez al Jefe sin su acostumbrado puro.
Al cabo de una hora regresó el «Triumph 2000». Entró a toda velocidad y aparcó en un extremo del taller. Uno de los empleados corrió a cerrar la puerta y siguió trabajando como si nada hubiera sucedido.
Rumbo
y yo corrimos tras el automóvil y vimos al Jefe y a Lenny apearse de él. Se dirigieron apresuradamente al maletero, sacaron un voluminoso estuche de metal y lo transportaron al cobertizo. Luego sacaron cuatro o cinco sacos enormes, los cuales llevaron también al cobertizo. El Jefe cerró la puerta del cobertizo con llave antes de regresar junto al coche. Tanto él como Lenny nos apartaron bruscamente cuando nos acercamos a ellos. No parecían tan tensos como antes, sino más bien excitados e impacientes, lo cual también nos contagiaron a nosotros. El Jefe me dio un golpe en el hocico y
Rumbo
se alejó para no recibir otro.
—Está bien, Lenny, pon el coche en marcha —dijo el Jefe, sacando un puro del bolsillo de su chaqueta de cuero—. No te preocupes por los golpes en la parte trasera, no tienen importancia. Puedes deshacerte de él donde quieras, pero hazlo cuanto antes.
—De acuerdo, Jefe —contestó Lenny. Antes de que éste partiera, el Jefe metió la mano por la ventanilla y le ofreció un cigarro.
—Buen trabajo, muchacho. Nos reuniremos el miércoles aquí. No te presentes antes.
Lenny se metió el cigarro en la boca, sonrió y salió del taller.
En el preciso momento en que un empleado abría la puerta para que saliera Lenny apareció un coche patrulla, el cual se detuvo a la entrada del taller. Se abrieron las portezuelas y salieron varios policías vestidos de uniforme. Luego llegó otro coche patrulla, aparcó detrás del primero y salieron más policías.
Lenny se apeó rápidamente del «Triumph» y echó a correr hacia un extremo del taller, con el rostro desencajado. El Jefe, que en aquel momento se disponía a entrar en el cobertizo, se quedó pasmado durante unos instantes, luego se volvió y corrió hacia nosotros. Supongo que él y Lenny se proponían escalar el muro de chapa ondulada y huir por los callejones que rodeaban el taller.
El último no llegó tan lejos como el primero, aunque éste tampoco consiguió huir. Los policías se abalanzaron sobre Lenny y lo sostuvieron firmemente, haciendo caso omiso de sus gritos y protestas.
Los otros policías echaron a correr detrás del Jefe, el cual había arrojado el cigarro al suelo y se escabullía por entre las pilas de chatarra. Los agentes le gritaron para que se detuviera, pero no les hizo caso.
Rumbo
estaba alarmado y enojado. No le gustaban esos hombres de uniforme ni que persiguieran a su Jefe. Soltó un par de gruñidos y les ordenó que se detuvieran, pero fue inútil, no le tenían miedo. Entonces se arrojó sobre uno de ellos, le agarró de la manga con los dientes y tiró de él hasta derribarlo.
—¡No,
Rumbo
, no lo hagas! —le grité—. ¡Déjalo en paz! ¡Te van a lastimar!
Pero
Rumbo
estaba furioso y no me escuchó. Éste era su territorio, y el hombre al que perseguían era su Jefe. Uno de los policías le dio una patada, obligándole a soltar a su compañero. Luego le atizó en el morro con un grueso palo y
Rumbo
se alejó aullando. El policía que se hallaba tendido en el suelo se levantó y echó a correr detrás del Jefe.
Yo me acerqué a
Rumbo
.
—¿Estás bien? —le pregunté.
Rumbo
gimió y metió el rabo entre las patas.
—¡Ve a por ellos! ¡No dejes que le atrapen! —me dijo, sacudiendo la cabeza para despejarse.
Yo eché a correr por entre los montones de chatarra, persiguiendo a los perseguidores. En aquel momento vi al Jefe subido en el capó de un automóvil que se hallaba bajo una pila de coches medio desguazados. Uno de los policías lo agarró por detrtás, pero el Jefe le propinó una patada y se encaramó al techo del automóvil. Supuse que se proponía cruzar el montón de chatarra hasta alcanzar el muro y saltar a la calle. Durante unos angustiosos segundos la pila de automóviles osciló peligrosamente, pero luego se enderezó y el Jefe siguió trepando por ella.
Dos policías empezaron a trepar por la pila detrás del Jefe mientras los otros corrían en distintas direcciones para cortarle la salida. Yo no podía permanecer impasible contemplando cómo perseguían al Jefe.
Rumbo
sentía una cierta lealtad hacia él y yo también, así que agarré a uno de los polis por el trasero del pantalón y tiré de él hasta derribarlo. El policía me dio una patada y me golpeó con sus puños, pero yo estaba furioso y apenas noté los golpes.
Rumbo
se acercó a nosotros gruñendo y ladrando y el policía le gritó a un compañero: «¡Los perros me están despedazando!»
Quizá le tratáramos con cierta dureza, pero no éramos unos salvajes (a decir verdad, en aquellos momentos se trataba más bien de un juego).
El segundo policía saltó sobre nosotros desde el techo del automóvil y comenzó a golpearnos con los puños, tratando de apartarnos de su compañero. Mientras
Rumbo
arremetía furioso contra el intruso, llegaron otros policías y comprendí que habíamos perdido la batalla.
—¡Es inútil,
Rumbo
l —grité—. ¡Son demasiados! —Sigue luchando, pequeñajo —me ordenó—. Tenemos que ayudar al Jefe a escapar.
Era inútil. Una mano me agarró por el collar y me lanzó al otro lado del callejón. Choqué contra un automóvil y caí al suelo. Mientras trataba de recuperar el resuello, vi a dos policías golpeando a
Rumbo
.
El Jefe se había encaramado en el techo de otro automóvil y miraba a su alrededor buscando una salida. Uno de los policías comenzó a trepar por la pila de automóviles.
—¡Cuidado! —le gritó un compañero—. ¡Te va a arrojar el montón de chatarra encima!
El policía se apartó de un salto y vi al Jefe encaramado a un coche, con un pie apoyado en el techo del automóvil que acababa de abandonar. Este comenzó a oscilar y el montón de chatarra se derrumbó estrepitosamente.
Rumbo
se precipitó sobre el policía para impedir que atrapara al Jefe.
Afortunadamente, creo que no se dio cuenta de lo que se le venía encima.
Yo me acerqué al montón de hierros retorcidos, tratando de hallar un agujero por el cual introducirme, confiando en que mi amigo hubiera logrado salvarse, negándome a aceptar lo inevitable.
Entonces vi un hilo de sangre que brotaba debajo de los coches y comprendí que
Rumbo
había muerto.
Lancé un aullido como el que a veces se oye por las noches a varios kilómetros de distancia. Era el gemido de un animal desesperado. Luego rompí a llorar.
El Jefe tenía un brazo atrapado entre dos coches y gritaba como un desesperado. Había tenido suerte de no morir aplastado bajo el montón de chatarra.
Un policía me agarró suavemente por el collar y me apartó del montón de chatarra, donde había quedado sepultado
Rumbo
. Yo dejé que me condujera hacia la parte delantera del taller sin oponer resistencia.
Rumbo
había muerto y en aquellos momentos yo no tenía ánimos para imponer mi voluntad. Oí a uno de los agentes decirle a un compañero que pidiera una ambulancia para trasladar al herido. Dos hombres vestidos de paisano sacaron el estuche de metal del cobertizo e hicieron un gesto a otro hombre que estaba interrogando a Lenny. Lenny estaba furioso y respondía a sus preguntas en tono agresivo, mientras dos policías de uniforme le sostenían por detrás.
—¿Quién ha sido? —preguntó—. ¿Quién ha dado el chivatazo?
—Hace tiempo que vigilábamos el taller, hijo —contestó el policía que le estaba interrogando—. Desde que uno de nuestros chicos vio el coche de Ronnie Smiley aparcado aquí. Todos sabemos a lo que se dedica Ronnie, así que decidimos esperar un poco a ver qué sucedía. Fue muy interesante ver entrar a la furgoneta robada seguida de otro coche. Y todavía más interesante ver que no salía, es decir, hasta esta mañana. —El policía se echó a reír al ver la cara que ponía Lenny—. No te preocupes, no fue sólo eso. Hace tiempo que sospechábamos de vuestro Jefe y nos preguntábamos de dónde sacaba el dinero. Ahora ya lo sabemos.
Lenny soltó una palabrota. El policía vestido de paisano se fijó en mí y dijo:
—Lo curioso es que el sargento sólo estaba investigando a un par de chuchos que se dedicaban a robar cuando vio el coche de Smiley. Al parecer, son iguales que su amo.
Luego hizo un gesto a los policías que sujetaban a Lenny y lo condujeron a uno de los coches patrulla que se hallaba aparcado en la entrada del taller. Antes de partir, Lenny me dirigió una mirada que me produjo un escalofrío.
Entonces comprendí a dónde pretendían llevarme. Fue una revelación brutal, casi como un impacto físico.
Giré la cabeza y clavé los dientes en la mano del policía que me sujetaba. Este lanzó un alarido y me soltó. Yo salí disparado hacia la calle y eché de nuevo a correr sin detenerme.
Pero esta vez tenía un lugar a donde ir.
¿Qué opinan ahora? ¿Todavía se niegan a aceptar mi historia, o se preguntan si será cierta? Permítanme que continúe; faltan unas horas hasta el amanecer.
El viaje a Edenbridge fue largo pero tuve la curiosa sensación de que conocía el camino, como si lo hubiera recorrido muchas veces. El nombre de la población, el cual había oído mencionar en el taller, había plantado una semilla en mi mente y ésta había germinado. No estaba seguro de lo que significaba para mí, si se trataba de mi hogar o si encerraba algún otro significado, pero sabía que debía dirigirme allí. De todos modos, no tenía otra alternativa.
Corrí durante una hora sin detenerme, arriesgándome a morir atropellado por algún vehículo, hasta que llegué a un vertedero de basuras donde pude llorar a mi amigo. Me deslicé debajo de un destartalado sofá y oculté la cabeza entre las patas. Todavía veía el hilo de sangre deslizándose debajo del montón de chatarra, formando un charco en un pequeño hueco en la tierra y creando un pequeño remolino, un vórtice en la vida de
Rumbo
. Los animales sienten el dolor tan profundamente como los seres humanos, quizá más; sin embargo, disponen de unos medios más limitados para expresarlo y su natural optimismo les permite recuperarse con mayor facilidad. Por desgracia, yo sufría como ser humano y como animal, lo cual resultaba muy duro.
Permanecí allí varias horas, asustado y aturdido, hasta que, avanzada la tarde, el hambre, mi leal compañera, me obligó a reaccionar. No recuerdo dónde hallé comida, pues he olvidado buena parte del largo viaje, pero recuerdo que comí algo y poco después reemprendí el camino. Atravesé las calles de la ciudad al anochecer, prefiriendo la soledad de la noche al bullicio matutino. Me topé con varios merodeadores: gatos, perros y espectros (las calles de la ciudad estaban llenas de ellos), y unos extraños individuos que se deslizaban por entre las sombras como si temieran que la luz o los espacios abiertos les lastimaran. Sin embargo, evité todo contacto con ellos. Me había fijado un objetivo y no permitiría que nada ni nadie me apartara de él.
Atravesé Camberwell, Lewisham y Bromley, descansando durante el día, ocultándome en casas abandonadas, parques o vertederos de basuras, huyendo de los ojos inquisitivos de la gente. Comí mal, pues no quería arriesgarme a que me enviaran de nuevo a la perrera. Me sentía acobardado y echaba de menos a
Rumbo
para infundirme ánimos, para amenazarme cuando me resistía a obedecerle o se reía cuando hacía algo que le sorprendía.
Al cabo de un rato llegué a una explanada verde salpicada de flores primaverales. No me hallaba aún en la campiña, pues apenas había dejado atrás los suburbios londinenses, pero después de los negros y grises y marrones y rojos de la ciudad, me pareció atravesar una barrera donde predominaba la Naturaleza y la influencia humana desempeñaba un papel insignificante. Ya no temía viajar de día.
Contemplé asombrado los verdes retoños que brotaban de la tierra para aspirar el aire puro, los bulbos y tubérculos y los capullos que se abrían en los árboles de hojas anchas. El aire parecía vibrar, llenando mis pulmones e infundiendo vigor a mis patas. Los verdes y amarillos eran más frescos, más deslumbrantes, y los rojos y naranjas relucían como el fuego. Todo estaba vivo, húmedo y resplandeciente. Todo era firme y vigoroso, incluso la flor más delicada. Súbitamente me sentí rebosante de energía.