Era media tarde y el sol se había ocultado detrás de unas nubes. Yo me hallaba al final de una carretera sin asfaltar, contemplando la casa que se alzaba ante mí. Los muros de la planta baja eran de ladrillo rojo y la superficie del piso superior estaba cubierta con baldosas de arcilla rojas; las puertas y las ventanas estaban pintadas de blanco. Al observarla, sentí que se me formaba un nudo en la garganta.
Era preciso que me serenara, no podía comportarme como la había hecho en Edenbridge, pues volvería a alarmarlas. Contrólate, me dije, compórtate como un perro normal; más adelante, cuando se hayan acostumbrado a tu presencia, podrás explicarles quién eres.
Alcé el pestillo de la verja con una pata y avancé por el sendero que conducía a la casa, procurando dominar los nervios y los temblores que me sacudían todo el cuerpo. Al llegar a la puerta, la arañé con la pata.
Nadie respondió. La arañé de nuevo, pero no sucedió nada. Sabía que Carol y Polly estaban en casa, puesto que el «Renault» se hallaba aparcado en el garaje.
Desesperado, comencé a ladrar, al principio suavemente y luego más fuerte.
—¡Carol! —grité—. ¡Soy yo, Carol! ¡Abre la puerta!
Oí unos pasos que se aproximaban por el pasillo y dejé de ladrar, tratando de contener mi impaciencia. Al cabo de unos instantes la puerta se abrió unos centímetros y vi un ojo que me miraba por la rendija.
—¡Es el perro que nos seguía, mamá! —dijo Polly, cerrando un poco la puerta, pero siguió observándome con una mezcla de curiosidad y temor.
Oí otros pasos por el pasillo y apareció el ojo de Carol sobre el ojo de mi hija. Mi mujer me miró asombrada y exclamó:
—¿Cómo has llegado hasta aquí?
—He recordado dónde vivíamos, Carol. No pude seguir al coche, pero al fin recordé las señas de nuestra casa —contesté excitado.
—¡Largo de aquí! Anda, vete —dijo Carol.
Yo gemí. No quería marcharme; acababa de encontrarlas.
—Creo que tiene hambre, mamá —dijo Polly.
—Puede ser peligroso, cariño. No podemos arriesgarnos.
—Os lo ruego —dije yo—. Os necesito. No me echéis.
—¡Fíjate, mamá, parece que está llorando!
Es cierto, las lágrimas rodaban por mis mejillas.
—Es imposible —dijo Carol—. Los perros no lloran.
Por supuesto que lloran. No sólo estaba llorando, sino que sollozaba desconsoladamente.
—Por favor, deja que entre, mamá. Estoy segura de que no nos hará ningún daño —dijo Polly.
Carol vacilaba.
—No sé, no parece peligroso, pero con los perros nunca se sabe. Son unos animales bastante imprevisibles.
Yo seguía sollozando y mirándolas con expresión de súplica. Hasta el corazón más duro se habría ablandado, y yo sabía que Carol era una mujer generosa.
—Está bien, que entre —accedió Carol al fin.
Me abrió la puerta y entré precipitadamente, riendo y llorando al mismo tiempo, besando y lamiendo sus manos y sus piernas. Carol y Polly retrocedieron alarmadas, pero en seguida se dieron cuenta de que no pretendía lastimarlas.
—¡Qué perrito tan simpático! —exclamó Polly, arrodillándose para acariciarme y abrazarme.
Carol me miró atemorizada durante unos instantes pero luego se tranquilizó, mientras yo seguía lamiendo y cubriendo de besos el rostro de Polly. Es imposible expresar la felicidad que sentí en aquel instante, e incluso hoy me emociono al recordarlo. Si algunos episodios de sus vidas han concluido como suelen concluir en los libros, aquellos momentos constituían para mí el final de un capítulo. O quizás el final del libro.
Mi esposa se arrodilló junto a mi hija y empezó a acariciarme suavemente. Cuando cometí la imprudencia de intentar abrazarla y besarla en los labios, soltó un grito entre horrorizada y satisfecha y los tres nos revolcamos en la alfombra del vestíbulo. Polly trató de apartarme clavando los dedos en mis costillas y yo me eché a reír como un loco. Al darse cuenta de que había dado con mi punto vulnerable, siguió haciéndome cosquillas hasta que derramé unas gotitas en el suelo (intenté contenerme, pero nunca había conseguido controlar mi vejiga). Carol se levantó de un salto, me agarró por el collar y me arrastró hacia la puerta.
Me hallé de nuevo en el sendero frente a la casa y, para convencer a mi mujer que era un perro muy limpio, levanté la pata (un arte en sí mismo) y rocié los macizos de flores. A Carol no le gustó que me orinara sobre sus flores, pero creo que comprendió que estaba tratando de demostrarle algo. Yo aguardé sonriendo y agitando el rabo frenéticamente, deseando abrazarla y decirle que todavía la amaba, y ella me invitó a entrar de nuevo en casa.
—¡Gracias! —ladré, entrando apresuradamente.
Polly echó a correr detrás mío, riendo, y su risa me llenó de gozo. Al llegar frente a la cocina me detuve y eché un vistazo en su interior, mientras los recuerdos retornaban a mi mente como viejos amigos que regresan tras una breve ausencia: la vieja cocina con su horno de hierro negro, una reliquia que habíamos decidido conservar; la mesa redonda de pino cubierta de iniciales e inscripciones como TE QUIERO y FELIZ CUMPLEAÑOS, aparte de otros mensajes que habíamos dejado para la posteridad; el reloj antiguo que siempre nos informaba que eran las cuatro menos cuarto, aunque con gran elegancia; el jarrón azul y amarillo en la repisa de la ventana, cuyas piezas había juntado tantas veces, después de que Polly lo hubiera derribado, que parecía un rompecabezas. Había algunos elementos nuevos, los cuales me resultaban extraños, como si se entrometieran en mis recuerdos. Di un suspiro, a punto de romper nuevamente a llorar, pero en aquel momento Carol me agarró por el collar, interrumpiendo mis nostálgicas evocaciones.
—Veamos a quién perteneces —dijo, examinando la placa—. ¿
Fluke
? ¿Te llamas así?
Polly se tapó la boca con las manos y se echó a reír.
—No veo ningunas señas. Parece que tus amos no te querían —dijo Carol, sacudiendo la cabeza.
Yo asentí.
—¿Podemos quedarnos con él? —inquirió Polly.
—No —contestó Carol con firmeza—. Mañana lo llevaremos a la jefatura de Policía para comprobar si alguien ha denunciado su desaparición.
—Pero ¿podemos quedarnos con él si nadie lo reclama?
—No lo sé, tendremos que preguntárselo al tío Reg.
¿El tío Reg? ¿Quién era ése?
Polly aceptó la respuesta de su madre sin protestar y empezó a acariciarme el lomo.
—¿Podemos dar de comer a
Fluke
, mamá? Debe de estar hambriento.
—Veamos qué podemos ofrecerle al chucho.
Te ruego que no me llames chucho, Carol. Llámame perro, o mejor
Fluke
. Hasta prefiero que me llames Horacio.
Carol se dirigió al congelador, uno de los nuevos elementos que había en la cocina, y echó un vistazo en su interior.
—Supongo que te apetecería comerte una pierna de cordero o un jugoso bistec, ¿verdad,
Fluke
?
Yo asentí, relamiéndome y agitando el rabo, pero Carol cerró el congelador y dijo a Polly:
—Ve a la tienda y compra un bote de comida para perros. Tendrá que contentarse con esto hasta mañana.
—¿Puedo llevarme a
Fluke
? —preguntó Polly, brincando alegremente y contagiándome su alegría.
—Está bien, pero procura que no atraviese la carretera.
Ambos echamos a andar, mi hija y yo, la niña y el perro, por el camino que conducía a la calle principal y a la única tienda del pueblo. De vez en cuando nos deteníamos para jugar, y durante un rato olvidé que era el padre de Polly y me convertí en su compañero. Yo iba pegado a sus talones, tirando de vez en cuando de su chaqueta y lamiéndole la cara cuando tropezó y cayó al suelo. Traté de lamerle las rodillas para limpiarle los rasguños, pero ella me apartó y agitó el dedo severamente. Mientras Polly compraba el bote de comida en la tienda, yo procuré portarme bien, sin dejarme seducir por una pila de bolsas de patatas fritas «de todos los sabores». Regresamos corriendo por el sendero y dejé que mi hija me adelantara. Cuando llegó a la verja, me oculté detrás de un árbol. Polly miró sorprendida a su alrededor y me llamó, mientras yo permanecía oculto, tratando de contener la risa. Luego retrocedió por el sendero y cuando se detuvo junto al árbol detrás del cual me hallaba escondido, salí sigilosamente y eché a correr hacia la verja. Polly echó a correr detrás mío, pero esta vez gané yo.
Cuando al fin me alcanzó, me echó los brazos al cuello y me abrazó con fuerza.
Entramos en la casa —en mi hogar— y Polly contó a Carol lo sucedido. Carol vació la mitad del bote en un plato y lo colocó en el suelo, junto a un recipiente lleno de agua. Yo hundí el hocico en la carne y dejé el plato limpio. Me bebí el agua y le pedí más, y Carol me dio el resto de la carne.
La vida me sonreia. Estaba en mi casa, con mi familia. Tenía la tripa llena y me sentía dichoso. Trataría de hallar el medio de explicarles quién era, pero si fracasaba… Lo importante era que estaba con ellas, para protegerlas, para impedir que el misterioso extraño las lastimara, mi identidad no era importante. No me preocupaba que mañana me llevaran a la jefatura de Policía, pues sabía que nadie me reclamaría y que me quedaría a vivir con ellas. Decididamente, la vida me sonreía.
Pero, como habrán podido comprobar, justamente cuando la vida empieza a sonreírme sucede alguna catástrofe.
Había anochecido y nos disponíamos a pasar una apacible velada (eso creía yo). Polly estaba acostada arriba y Carol se había instalado cómodamente en el sofá para contemplar la televisión. Yo me hallaba tumbado a sus pies, sin quitarle la vista de encima. De vez en cuando, mi mujer me miraba sonriendo y yo le devolvía la sonrisa, suspirando de satisfacción. Traté de decirle quién era, pero ella no me comprendió, y me dijo que dejara de lloriquear. Al fin me di por vencido y sucumbí al cansancio que se había apoderado de mí. No me quedé dormido —era demasiado feliz—, pero descansé un rato, contemplando extasiado las facciones de mi esposa.
Había envejecido un poco y tenía unas arrugas en los rabillos de los ojos y en el cuello. Tenía cierto aire de tristeza, pero se trataba de una tristeza interior que ella procuraba disimular. El motivo era evidente.
Me pregunté cómo se las habían arreglado sin mí, cómo había aceptado Polly mi muerte. Me pregunté si yo mismo había aceptado lo que había dicho el tejón, en el sentído de que jamás volvería a ser un hombre. La salita seguía siendo muy acogedora, pero el ambiente que reinaba en la casa era distinto. Una parte de su personalidad había desaparecido, y esa parte era yo. Son las personas quienes crean la atmósfera, no la madera ni los ladrillos ni los accesorios, éstos sólo crean el entorno.
Miré a mi alrededor, confiando en ver alguna vieja fotografía mía, pero no vi ninguna. Traté de recordar si habíamos colocado fotos mías en la salita o en el dormitorio pero siempre que trataba de recordar algo mi mente se quedaba en blanco. Quizá constituían un recuerdo demasiado doloroso para Polly y para Carol y ésta las había guardado en un cajón.
Ignoraba si mi fábrica de plásticos había sido vendida o si todavía funcionaba, pero me alegré al comprobar que mi familia no padecía estrecheces. Varios artículos domésticos lo confirmaban: el congelador en la cocina, el nuevo aparato de televisión en la salita y algunos muebles adquiridos recientemente.
Carol seguía siendo una mujer muy atractiva, pese las arrugas; nunca había sido hermosa, pero su rostro poseía una cualidad que la hacía parecer hermosa. Su cuerpo seguía siendo ligeramente rollizo, y tenía las piernas largas y bien torneadas. Curiosamente, por primera vez desde que era un perro me sentí sexualmente excitado. Deseaba a mi esposa, pero ella era un mujer y yo un perro.
Luego me puse a pensar en Polly. ¡Cómo había crecido! No era la niña regordeta que yo recordaba, pero seguía siendo preciosa, con la tez pálida y un cabello rubio oscuro que enmarcaba sus delicadas facciones. Me sorprendió y conmovió comprobar que se ponía unas gafas con montura marrón para ver la televisión; de alguna manera, las gafas la hacían parecer más vulnerable. Me sentía orgulloso de ella; se había convertido en una niña dulce y bondadosa, sin la petulancia y torpeza de otras niñas de su edad.
Parecía muy unida a su madre, probablemente debido a la tragedia de mi muerte.
Debía de tener unos siete u ocho años, y me pregunté cuánto tiempo hacía que había muerto yo.
Fuera, el cielo se había oscurecido y se había levantado un aire fresco. Carol encendió una estufa (otro nuevo elemento, pues siempre habíamos preferido las chimeneas —los troncos, el carbón y las llamas—, pero quizás ese romanticismo había desaparecido al morir yo) y volvió a sentarse en el sofá. De improviso, el resplandor de unos faros iluminó la habitación y un coche se detuvo frente a la casa. Carol se volvió un instante hacia la ventana y siguió mirando la televisión, mientras se arreglaba el cabello y se alisaba la falda. Los faros del coche iluminaron de nuevo la habitación y luego se apagaron. Oí cerrarse la portezuela del coche y al cabo de unos minutos pasó una figura delante de la ventana, golpeando los cristales con los nudillos.
Alcé bruscamente la cabeza y solté un gruñido, siguiendo la sombra con los ojos hasta que ésta desapareció.
—Tranquilízate,
Fluke
—me dijo Carol, inclinándose para darme unas palmadas en la cabeza.
Oí girar una llave en la cerradura y unos pasos por el pasillo. Alarmado, me levanté de un salto. Carol me agarró por el collar y observé que parecía preocupada. La puerta de la salita empezó a abrirse y sentí que todos mis músculos se tensaban.
—Hola —dijo el hombre al entrar, sonriendo.
Yo me precipité sobre él, lanzando un rugido de odio. Lo había reconocido.
¡Era el hombre que me había matado!
Me levanté de un salto, tratando de clavarle los diente en el cuello, pero el hombre interpuso un brazo entre ambos y le mordí en el brazo.
Carol comenzó a gritar, pero yo no le hice caso; no dejaría que este asesino se acercara a ella. El hombre lanzó un grito de dolor y me agarró por el pelo con la otra mano; chocamos con la puerta y caímos al suelo. Le ataqué ferozmente, impulsado por el odio que sentía hacia él y, al percibir su temor, aumentó mi excitación.
Carol me agarró por detrás, tratando de apartarme de él, temiendo que pudiera matarlo. Pero yo me resistí; ella no comprendía el peligro que corría.