Durante unos breves segundos el hombre y yo nos miramos frente a frente y tuve la impresión de que me había reconocido. Luego me abalancé de nuevo sobre él. Carol me aferró por el cuello y empezó a apretar y a tirar de mí al mismo tiempo, mientras el hombre me rodeaba el hocico con una mano y me clavaba los dedos en la mandíbula. Yo no podía luchar contra ambos y me vi obligado a soltar a mi víctima.
El hombre me pegó un puñetazo en el vientre que me dejó sin aliento. Solté un ladrido de dolor y me lancé de nuevo al ataque, pero él me aferró las mandíbulas con ambas manos para evitar que le mordiera. Intenté arañarlo, pero mis uñas resbalaron sobre su chaqueta. Carol me sujetaba con fuerza, impidiendo que me arrojara sobre él. Le grité que me soltara, pero sólo pude emitir un débil gruñido.
—¡No dejes que se escape! —gritó el hombre—. ¡Saquémoslo de aquí!
Mientras me apretaba el morro con una mano, me agarró con la otra por el collar y empezó a arrastrarme hacia la puerta. Carol me aferró por el rabo para ayudarle. Yo traté de resistirme, pero fue inútil y sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas. ¿Por qué ayudaba Carol a ese hombre?
Cuando me arrastraban hacia la puerta vi a Polly observándonos desde la escalera, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.
—¡Quédate ahí! —le gritó Carol—. ¡No te muevas!
—¿Qué estáis haciendo con
Fluke
, mamá? —preguntó Polly llorando. ¿A dónde os lo lleváis?
—No te inquietes, Gillian —respondió el hombre—. Tenemos que sacarlo de aquí.
—¿Por qué? ¿Qué ha hecho?
No tuvieron tiempo de responder a su pregunta pues, al comprender que estaba perdiendo la batalla, había redoblado mis esfuerzos para librarme. Me giré y clavé las pezuñas en la alfombra, pero fue en vano, no podía luchar contra ellos.
Cuando alcanzamos la puerta, el hombre dijo a Carol que la abriera. Ella le obedeció y sentí una ráfaga de aire en el rostro. Desesperado, volví la cabeza y grité:
—¡Soy yo, Carol, Nigel! ¡He regresado! ¡No dejes que este nombre me haga esto!
Pero tan sólo oyó los furiosos ladridos de un perro rabioso.
Con un último esfuerzo, conseguí romper la manga de la chaqueta que llevaba el hombre y le clavé los dientes en la muñeca antes de que me arrojaran fuera y cerraran la puerta de un portazo.
Me arrojé contra la puerta, aullando frenéticamente. A través de la puerta oí la voz de Carol, tratando de consolar a Polly. Luego oí la voz del hombre pronunciando las palabras «un perro rabioso» y «ataque», y supuse que hablaba con alguien por teléfono.
—¡No permitas que lo haga, Carol! ¡Por favor, soy yo! —Estaba seguro de que hablaba con la Policía.
Al cabo de cinco minutos vi que se acercaba un coche por el sendero. Yo me hallaba debajo de la ventana de la planta baja, corriendo de un lado para otro, gritando y gimiendo, mientras Carol, Polly y el hombre me observaban atemorizados. Observé con estupor que el hombre tenía los brazos alrededor de los hombros de Carol y Polly.
El pequeño Panda frenó bruscamente y se apearon dos hombres. Uno de ellos sostenía un palo con un aro en un extremo. Comprendí de inmediato de qué se trataba y decidí no darles la oportunidad de utilizarlo. Eché a correr en la oscuridad, pero no me alejé mucho.
Más tarde, cuando los policías se dieron por vencidos después de buscarme durante un buen rato, regresé sigilosamente. Les oí hablar con Carol y con el hombre, luego salieron de la casa, se montaron en el coche y partieron. Seguramente regresarían mañana para rastrear la zona a la luz del día, pero esta noche estaba seguro. Decidí esperar a que el hombre saliera para seguirlo, o quizá le atacaría allí mismo. No, eso sería una imprudencia, pues Carol y Polly se asustarían y Carol llamaría de nuevo a la Policía. Además, ese tipo era más fuerte que yo. Era preferible seguirlo —guiándome por el olor del coche (los coches también emiten un discreto olor)— y atacarlo por sorpresa. Reconozco que era un plan descabellado, pero yo era un perro bastante estúpido. Así pues, me dispuse a esperar.
Al cabo de varias horas comprendí que el hombre no iba a aparecer. Su automóvil seguía aparcado en el camino, lo cual indicaba que él se hallaba todavía en la casa, y deduje que se proponía pasar la noche allí.
¿Cómo puedes hacerme eso, Carol? Sí, ya sé que debe hacer unos dos años que he muerto, pero ¿cómo puedes traicionarme con él? ¿Precisamente con el tipo que me ha asesinado? ¿Cómo puedes hacerme esto después de todo lo que hemos compartido? ¿Acaso no significo nada para ti?
Desesperado, lancé un aullido y al cabo de unos instantes vi que alguien descorría las cortinas del dormitorio. ¡De mi dormitorio!
¿Cómo era posible que existiera tanta maldad? Ese hombre me había matado y se había apoderado de mi mujer, pero yo hallaría el medio de vengarme.
Me alejé de la casa, pues no soportaba el dolor de contemplarla e imaginarme lo que estaba sucediendo en su interior. Vagué por la oscuridad, atemorizando a los animales nocturnos y turbando su reposo, hasta que al fin, agotado y desesperado, me dejé caer en un hoyo cubierto por unas zarzas y me oculté allí hasta el amanecer.
Tengan paciencia, mi relato está a punto de concluir.
¿Aún se niegan a creer lo que les he contado? No se lo reprocho, yo mismo no estoy seguro de creerlo. Quizá sean simples alucinaciones. Sin embargo, ¿cómo es que comprenden lo que les digo? Porque ustedes me comprenden, ¿no es cierto?
¿Qué tal el dolor? No se inquieten, pronto se olvidarán de él; los recuerdos dolorosos no tienen importancia a menos que experimenten de nuevo el dolor. ¿Y el temor? ¿Están más o menos atemorizados que antes? En cualquier caso, permítanme que continúe. Ustedes no tienen prisa, y yo dispongo de todo el tiempo en el mundo. ¿Por dónde iba? Ah, sí…
Al amanecer me sentía lleno de autocompasión, aturdido y desesperado. Pero, como ya les he dicho, los perros somos optimistas por naturaleza y decidí afrontar la situación de forma positiva. En primer lugar tenía que averiguar más cosas sobre mí mismo, como por ejemplo la fecha exacta de mi muerte y las circunstancias en que ésta se había producido. Lo primero era sencillo, pues tenía una idea bastante precisa de dónde hallaría mi tumba. Me había familiarizado con el entorno y los recuerdos comenzaban a acudir a mi mente. Tal vez no se tratara exactamente de unos recuerdos, sino —no sé cómo expresarlo— más bien de ciertos detalles que creía reconocer. Pisaba terreno seguro. Sabía dónde me encontraba y confiaba en que no tardaría en recordarlo todo.
La segunda parte —las circunstancias de mi muerte— era más complicada. No obstante, estaba convencido de que los lugares que conocía abrirían al fin las válvulas de mi memoria y decidí visitar mi fábrica de plásticos.
Pero ante todo debía averiguar cuándo había muerto.
Hallé el cementerio sin dificultad, puesto que sabía dónde se encontraba la iglesia (aunque no conocía su interior). Me costó bastante localizar mi sepultura, pues apenas podía leer las inscripciones de las lápidas, pero al cabo de un par de horas di con ella y comprobé con satisfacción que estaba limpia y cuidada. Supongo que les parecerá una búsqueda un tanto macabra, pero les aseguro que morir es la cosa más natural del mundo y no me inquietaba vagar por el cementerio buscando mi epitafio.
Una pequeña cruz blanca señalaba el lugar donde reposaban mis restos y en la lápida figuraba la siguiente inscripción:
«NIGEL CLAIREMUNT NETTLE. ESPOSO DE CAROL, PADRE DE GILLIAN. NACIDO EN 1943 — FALLECIDO EN 1975.»
Así pues, había muerto a los treinta y dos años, probablemente no por causas naturales. Más abajo había otras tres palabras grabadas en la piedra y, al verlas, los ojos se me llenaron de lágrimas. Éstas decían sencillamente: «NUNCA TE OLVIDAREMOS.»
Conque no, ¿eh?, pensé con amargura.
Tampoco tuve dificultad en hallar la fábrica de plásticos. Mientras atravesaba la población empecé a recordar las tiendas, los pequeños restaurantes y los pubs. Deseaba entrar en uno y pedir una jarra de cerveza. Supuse que era domingo, pues la calle principal estaba desierta y a lo lejos oía el tañido de las campanas de la iglesia. Los pubs aún no habían abierto las puertas y recordé que los domingos, a la hora del almuerzo, siempre iba a tomarme una copa.
Al contemplar la fábrica, la cual se hallaba situada a un kilómetro de la población, recordé viejos sentimientos, una mezcla de orgullo, emoción y angustia. Tenía una sola planta, pero era moderna y compacta. Observé que habían construido un anexo recientemente. En la fachada había un letrero de plástico, el cual se iluminaba de noche, que decía: «NETTLE & NEWMAN-ADVANCED PLASTICS LTD.»
Nettle & Newman. ¿Newman? ¿Quién era Newman…? En efecto, lo han adivinado. Mi asesino era mi socio.
Todas las piezas empezaban a encajar. Lo que más me dolía era que no sólo me había arrebatado el negocio, sino también a mi mujer. Ahora recordaba su rostro y su persona con toda claridad. Habíamos fundado juntos la empresa, creándola de la nada, compartiendo nuestros fracasos y celebrando nuestros éxitos. Mi socio era más hábil que yo para los negocios (aunque en ocasiones se equivocaba), pero yo tenía más conocimientos —casi instintivos— sobre los plásticos. Parece absurdo, pero yo me había sentido muy orgulloso de mis conocimientos. ¡Plásticos! ¡Si ni siquiera son comestibles! Al principio nos llevábamos muy bien, casi como hermanos, y nos respetábamos mutuamente. En ocasiones yo demostraba ser tan hábil como mi socio, pero era testarudo cuando creía tener razón y creo que fue mi obstinación la causa de los problemas entre nosotros.
Aunque no recordaba con claridad los detalles de nuestras disputas, la imagen de las acaloradas discusiones que habíamos sostenido últimamente estaba grabada en mi mente con toda precisión. Durante un tiempo temí que nuestros desacuerdos nos obligaran a disolver la sociedad, pero ¿qué es lo que había sucedido?
Que mi socio me había asesinado.
Newman. Reginald Newman. ¡El tío Reg! Eso fue lo que Carol había dicho a Polly cuando la niña le preguntó si podía quedarme a vivir con ellas: «Debemos esperar a que regrese el tío Reg», o algo por el estilo. ¡Ese canalla se había apoderado de mi negocio y de mi familia! ¿Había yo sospechado sus intenciones antes de morir? ¿Era ése el motivo de que yo fuera distinto? ¿Acaso era como uno de los desgraciados fantasmas que había visto, ligados a su vida anterior como una penitencia por las faltas que habían cometido? ¿Acaso me habían permitido conservar los viejos recuerdos (¿o se debía a mi tozudez?) a fin de que resolviera la situación?
Estaba decidido a vengarme. Tenía que proteger a los míos. (No hay nada peor que un idiota ennoblecido por el afán de venganza.)
La fábrica estaba cerrada, de modo que me dediqué a husmear alrededor de la fachada y el anexo que habían construido en la parte posterior del edificio. El negocio debía haber prosperado después de mi muerte.
Al cabo de un rato empecé a aburrirme. Por extraño que parezca, mi negocio, el cual había constituido una parte importante de mi vida, en aquellos momentos me parecía absolutamente insustancial. Lo cierto es que después de las emociones iniciales todo me parecía tremendamente aburrido. Así pues, me dediqué a perseguir a unos conejos que correteaban por un prado cercano.
Al cabo de un rato regresé a mi casa y comprobé que no había nadie. El coche no estaba aparcado en el camino y no se oía ningún ruido dentro de la casa. Parecía un cascarón vacío, lo mismo que la fábrica; ambas habían perdido su significado. Sin sus ocupantes, sin mi directa participación, no eran más que un montón de ladrillos. No recuerdo haber sido consciente entonces de esta insólita y fría actitud, y es ahora, en los momentos de lucidez, cuando me doy cuenta de los cambios que se han ido operando en mí a lo largo de los años.
Estaba famélico, de modo que enfilé la carretera que atravesaba el pueblo y regresé a la tienda de ultramarinos. Una rápida redada a la pila de patatas «de todos los sabores» me procuró el almuerzo, después de lo cual abandoné apresuradamente Marsh Green.
Cuando me dirigía hacia unos prados se acercó un coche patrulla, el cual se detuvo junto a mí. Un policía asomó la cabeza por la ventanilla y me llamó. Después de mi feroz ataque contra el bueno de Reggie, sabía que la Policía me andaba buscando; no se puede atacar a un respetable miembro de la comunidad a menos que te hayan entrenado para ello.
Me entretuve jugando un rato con unas ovejas, hasta que apareció un collie con cara de pocos amigos y me obligó a largarme. Las burlas de las ovejas ante mi precipitada retirada me irritaron, pero era inútil tratar de razonar con su perro guardián: estaba sometido a su dueño.
El resto de la tarde me entretuve bebiendo en un riachuelo, comiendo unas setas y echando un sueñecito sobre la hierba.
Cuando me desperté me sentía más animado y regresé a la fábrica para aguardar la llegada de mi socio.
Reginald apareció al día siguiente muy temprano, antes que nuestros —mejor dicho, sus— empleados. Yo me hallaba devorando un tierno conejo que había encontrado adormilado en un prado cercano (me había dejado dominar por mi instinto canino, del cual, por otra parte, me sentía muy orgulloso), cuando el sonido de un coche que se aproximaba interrumpió mi desayuno. Me agazapé junto a un seto y comencé a gruñir de forma amenazadora. El sol resplandecía y, al apearse del coche, mi socio levantó una nube de polvo sobre el pavimento.
Noté que los músculos de mis hombros se tensaban y me dispuse a atacarlo. No estaba seguro de lo que iba a hacer, pues el odio que sentía me impedía razonar de forma lógica. En el preciso instante en que me disponía a abalanzarme sobre él, apareció otro coche y se detuvo junto al de Newman. Un hombre fornido, vestido con un traje gris, se apeó del automóvil y saludó a Newman con la mano. Su cara me resultaba familiar y súbitamente, al imaginármelo vestido con una bata blanca, comprendí que se trataba del gerente del departamento técnico. Era un hombre bondadoso, con escasa imaginación, pero responsable y trabajador.
—Parece que va a hacer un calor asfixiante —le dijo a mi enemigo, sonriendo.
—Sí, lo mismo que ayer —respondió Newman, sacando una cartera del asiento delantero del coche.
—Está usted muy moreno —dijo el gerente—. ¿Estuvo trabajando ayer en el jardín?
—No. Decidí marcharme con Carol y Gillian a la costa.