Tras esas reflexiones, decidí permanecer allí tanto tiempo como fuera posible, sin sospechar lo que me aguardaba.
Al cabo de un rato, Miss Birdle se despertó y me informó que se disponía a salir.
—Nunca dejo de asistir al oficio vespertino.
Yo asentí en señal de aprobación, pero no me moví. La oí trajinando arriba y al cabo de unos instantes bajó las escaleras calzada con unos gruesos zapatos. Llevaba un traje rosa, una blusa de cuello alto verde esmeralda, unos guantes blancos y un sombrero de paja azul. Estaba deslumbrante.
—Vamos,
Fluke
, es hora de marcharte —me dijo.
Yo alcé bruscamente la cabeza. ¿Cómo? ¿Marcharme?
—¿Cómo? ¿Marcharme? —pregunté.
—Así es. No puedes quedarte aquí. Aunque tus amos no te traten bien, les perteneces a ellos. Podría meterme en un lío si te retengo aquí, de modo que debes irte —dijo, sacudiendo la cabeza como para disculparse.
Súbitamente me agarró por el collar y me arrastró hasta la puerta. Tenía mucha fuerza la condenada anciana. Yo me resistí, tratando de clavar las pezuñas en el suelo de madera. Victoria nos contemplaba desde la ventana, sonriendo con satisfacción.
—Por favor, deje que me quede —le rogué—. No tengo amo. Estoy solo.
Fue inútil: Miss Birdle me puso de patitas en la calle, cerró la puerta y echó a caminar por el sendero, indicándome que la siguiera. Yo no tuve más remedio que obedecer.
Al llegar a la verja, me dio una palmada en la cabeza.
—Hala, vete —dijo, empujándome con suavidad—. Vete a casa como un buen chico.
Yo me negaba a moverme. Al cabo de unos minutos la anciana echó a andar colina abajo, volviéndose un par de veces para comprobar si la seguía. Yo aguardé pacientemente hasta que desapareció y me encaminé por el sendero hacia la casa. Victoria me miró enfurecida a través de la ventana y me ordenó que me fuera.
—Ni pensarlo —contesté, sentándome ante la puerta, dispuesto a esperar hasta que regresara Miss Birdle—. Me gusta esta casa. ¿Por qué no podemos compartirla?
—Porque yo llegué antes que tú —me contestó irritada—. No tienes ningún derecho a estar aquí.
—Hay espacio suficiente para ambos —dije, tratando de mostrarme razonable—. Podríamos ser amigos. —La idea de ser amigo de ese monstruo me hizo estremecer, pero estaba dispuesto a congraciarme con ella con tal de tener un hogar—. No te molestaré —le prometí—. Te cederé la ración más grande de comida (hasta que me haya ganado la confianza de la vieja, pensé). Dormirás en el lugar más cómodo de la casa (hasta que haya conquistado el afecto de Miss Birdle) y dejaré que mandes tú (hasta que un día te atrape y te demuestre quién es el jefe). ¿Qué te parece?
—Lárgate —contestó la gata.
Peor para ti, pensé.
Al cabo de una hora regresó Miss Birdle. Al verme sentado ante la puerta, sacudió la cabeza. Yo le dirigí mi sonrisa más seductora.
—Eres un chico muy malo —me reprendió, aunque en realidad no estaba enfadada.
La anciana me dejó entrar en la casa y yo le lamí las medias en señal de gratitud. Sabían a rayos, pero cuando decido mostrarme encantador, no me detengo ante nada. Lamentaba no poseer la dignidad de
Rumbo
, pero cuando uno se siente inseguro no hay más remedio que mostrarse humilde.
Aquella noche me quedé en casa de Miss Birdle. Y la siguiente también. Pero la tercera noche comenzaron de nuevo mis desgracias.
A las nueve y media de la noche, Miss Birdle me sacaba para que hiciera mis necesidades; yo sabía cómo tenía que comportarme y no tenía intención de complicar las cosas. Al cabo de unos minutos me dejaba entrar y me conducía a una pequeña habitación, situada en la parte trasera de la casa, donde guardaba toda clase de cachivaches. La mayor parte de los objetos eran incomibles, pues consistían en unos viejos marcos, un piano, un infiernillo de gas, etcétera. Yo dormía debajo del teclado del piano, bastante cómodamente, aunque al principio estaba un poco asustado (la primera noche lloré, pero luego me fui acostumbrando). Miss Birdle cerraba la puerta del cuarto para impedir que me acercara a Victoria, la cual dormía en la cocina. La gata y yo todavía no éramos amigos y la anciana lo sabía.
La tercera noche no la cerró; el cerrojo estaba estropeado y la puerta quedó entreabierta. De pronto oí unas pisadas y me desperté, pues tengo el sueño ligero. Picado por la curiosidad, me acerqué a la puerta y la abrí con el hocico. El sonido procedía de la cocina y supuse que se trataba de Victoria. Cuando me disponía a acurrucarme de nuevo bajo el teclado del piano, noté que tenía hambre y sed y decidí ir a la cocina.
Salí sigilosamente de mi habitación y me encaminé por el pasillo, en el que Miss Birdle dejaba siempre una pequeña luz encendida (supongo que lo hacía porque vivía sola y se sentía inquieta por las noches). Al llegar frente a la puerta de la cocina, comprobé que estaba abierta.
Asomé el hocico y me sobresalté al ver dos ojos verdes que me contemplaban en la penumbra.
—¿Eres tú, Victoria?
—¿Quién iba a ser? —respondió con un bufido.
—¿Qué estás haciendo? —le pregunté, avanzando unos pasos.
—No te importa. Vete a tu habitación.
Entonces vi que había atrapado a un pequeño ratón campestre, el cual yacía entre sus patas con el lomo arqueado, mientras sus ojillos negros brillaban como si se hallara en trance. La ausencia de ratones domésticos (sin duda debido a la vigilancia de Victoria) debió animarle a entrar en busca de comida, y había sido tan estúpido (o estaba tan famélico) que no había advertido la presencia de la gata. En cualquier caso, había pagado un duro precio por su imprudencia.
El ratón estaba demasiado aterrado para pronunciar palabra, así que decidí hablar en su nombre:
—¿Qué piensas hacer con él?
—No te importa —respondió bruscamente Victoria.
Me acerqué y le repetí mi pregunta. Esta vez la gata me soltó un bufido.
Por lo general, los animales no suelen compadecerse de sus semejantes, pero la situación de esta pobre criatura indefensa conmovió a mi lado humano.
—Suéltalo, Victoria. —dije suavemente.
—Desde luego, después de haberle arrancado la cabeza de un mordisco.
Y eso fue lo que trató de hacer en aquel momento.
Me precipité hacia ella y le agarré la cabeza entre mis fauces antes de que pudiera huir. Empezamos a dar vueltas por la cocina, la gata sosteniendo la cabeza del ratón entre sus dientes y yo la suya.
Al fin obligué a Victoria a soltar al aterrado ratón antes de que lo despedazara, el cual desapareció por un agujero que había en un rincón de la cocina. Lanzando un salvaje alarido, Victoria me arañó en el lomo y yo me abalancé furioso sobre ella.
Corrimos alrededor de la cocina, derribando sillas, chocando con los armarios y gritando como salvajes, demasiado enfurecidos para preocuparnos por el estrépito y de los daños que estábamos causando. Al fin logré atrapar a Victoria por el rabo y ésta chilló y se detuvo en seco. Luego se giró y me arañó el hocico, obligándome a soltarla, pero comprobé con satisfacción que le había dejado la punta del rabo pelada. Me lancé de nuevo al ataque y la gata saltó sobre el escurridero, derribando una pila de platos que Miss Birdle había dejado para que se secaran, los cuales se hicieron añicos. Yo traté también de saltar sobre el escurridero y casi lo conseguí, pero al ver a Victoria arrojarse a través de la ventana cerrada me quedé tan pasmado que me caí al suelo. Jamás había visto a un animal —ni a nadie— hacer semejante barbaridad.
Mientras me hallaba tendido en el suelo, perplejo pero satisfecho, apareció una figura vestida de blanco en la puerta de la cocina. Por un instante me quedé helado, hasta que me di cuenta de que se trataba de Miss Birdle. Luego volví a quedarme helado.
Sus ojos relucían en la penumbra. Sus blancos cabellos le caían sobre los hombros y su camisón crepitaba debido a electricidad estática. Su frágil cuerpo temblaba con tal furia, que temí que fuera a descoyuntarse. Abrió la boca pero no pudo emitir ningún sonido coherente, tan sólo unos ruidos extraños, como si estuviera haciendo gárgaras. No obstante, consiguió levantar una temblorosa mano para encender la luz. El súbito resplandor hizo que me sintiera completamente desnudo, yaciendo entre los restos de la vajilla.
Tragué saliva y empecé a disculparme, dispuesto a echarle las culpas a la gata por lo sucedido, pero el alarido que soltó la anciana me hizo comprender que sería inútil y corrí a ocultarme debajo de la mesa de la cocina.
Por desgracia, la mesa me ofrecía escasa protección y la anciana consiguió propinarme una patada en las costillas con feroz precisión, seguida de varias patadas más. Me escabullí por debajo de la mesa y corrí hacia la puerta, aterrado ante el brutal ataque de la encantadora anciana, la cual me arrojó una silla que por poco me desloma. Luego se abalanzó sobre mí, agitando los brazos y las piernas, intimidándome con su fuerza y obligándome a rendirme. Acto seguido me agarró por el collar, me arrastró hasta el cuarto de los «invitados» y me encerró en él. Desde el otro lado de la puerta le oí pronunciar unas palabrotas que solía oír en el taller del Jefe, pero que no esperaba oír de labios de una anciana tan dulce y delicada. Me quedé temblando, luchando desesperadamente por dominar mis tripas y mi vejiga: hubiera sido el colmo de la humillación.
Fue otra noche terrible que no olvidaré jamás. Nadie conoce mejor que yo lo que significa llevar «una vida de perro». Ningún otro animal experimenta tantos altibajos emocionales en su vida como los perros. Quizá nos metemos en líos porque somos demasiado sensibles; o porque somos estúpidos. Quizá somos demasiado humanos.
Apenas pude pegar ojo. Temía que de pronto se abriera la puerta y apareciera la vieja bruja para molerme a palos. Pero la puerta no se abrió durante tres días.
Gemí, aullé, me enfurecí y ladré; pero fue inútil. Hice mis necesidades en el suelo y lloré porque sabía que la vieja me castigaría. Estaba muerto de hambre y maldije al ratón por meterme en este lío. Tenía la garganta seca a causa de la sed y maldije a la odiosa gata por provocar esta situación. Tenía las patas entumecidas debido a la falta de ejercicio y maldije a Miss Birdle por su senilidad. ¿Cómo era posible que una anciana tan encantadora y delicada se convirtiera de pronto en un monstruo salvaje? De acuerdo, reconozco que en cierta medida era culpable de lo sucedido, puesto que había obligado a la gata a arrojarse por la ventana, pero eso no justificaba el que la vieja me encerrara en una habitación y me dejara tres días sin comer. En ocasiones, mi autocompasión se transformaba en rabia, pero luego se desvanecía y volvía a invadirme la tristeza.
Al tercer día oí girar el pomo de la puerta y ésta se abrió lentamente.
Me oculté debajo del piano, sin atreverme a asomar la cabeza, dispuesto a afrontar lo que fuera con la máxima dignidad.
—Ea, ea,
Fluke
. ¿Qué te pasa? —La anciana me miró con su dulce sonrisa de abuelita, con esa delicada inocencia que sólo poseen los muy viejos o los muy jóvenes. Yo gemí, negándome a salir de mi escondite.
—Acércate,
Fluke
, estás perdonado.
Sí, pensé yo, hasta que te dé otro arrebato.
—Ven a ver lo que tengo para ti.
La anciana se dirigió a la cocina, llamándome para que la siguiera. Percibí un aroma de carne y me acerqué cautelosamente. Asomé la cabeza y vi a Miss Birdle vaciando un bote de comida para perros en un plato que había colocado en el suelo.
Aunque yo no podía perdonarla, mi estómago tenía sus propias razones e insistía en que comiera, lo cual hice sin oponer demasiada resistencia y sin quitarle el ojo a la anciana. Me tragué la comida y el agua que me ofreció en un santiamén, pero mi temor tardó algo más en desaparecer. Victoria me observaba furiosa desde un rincón, moviendo el rabo lenta y rítmicamente. Yo no le hice caso pero me alegré sinceramente de que no se hubiera lastimado al arrojarse por la ventana. (También me alegré al comprobar que tenía la punta del rabo pelada.)
Miss Birdle se inclinó sobre mí y yo retrocedí aterrado, pero sus dulces palabras me tranquilizaron y volvimos a ser amigos. Nuestra amistad duró dos semanas.
Victoria procuraba no cruzarse en mi camino y confieso que yo también procuraba evitarla. Acompañaba a Miss Birdle cuando iba de compras a la ciudad y me esforzaba en comportarme bien. La tentación de robar era casi irresistible, pero conseguía vencerla. La anciana me alimentaba bien y el terrible episodio de mi pelea con Victoria había quedado olvidado. Miss Birdle me presentó a todos sus amigos (conocía a todo el mundo), quienes se mostraban muy afectuosos conmigo. Por las tardes iba a un prado situado detrás de la casa para jugar con los animales que habitaban en él, aspirando el aroma de las flores y tumbándome al sol. Los colores pasaban veloces ante mis ojos, los nuevos olores excitaban mis sentidos: la vida volvía a sonreírme y yo estaba sano y fuerte. Dos semanas de felicidad, hasta que la maldita gata volvió a estropearlo todo.
Era un domingo por la tarde y Miss Birdle se hallaba en el jardín, ocupándose de sus macizos de flores. La puerta estaba abierta y yo entraba y salía continuamente, gozando de la dicha de tener un hogar. La tercera o cuarta vez que entré en la casa, Victoria entró detrás mío. Debí figurarme que tramaba algo cuando de pronto comenzó a charlar conmigo. Yo deseaba que fuéramos amigos y, desechando mis recelos, me instalé cómodamente en la alfombra, dispuesto a responder a todas sus preguntas. Como ya he dicho antes, los gatos, al igual que las ratas, no son muy aficionados a conversar y me complacía que Victoria me hubiera aceptado como un huésped permanente y se mostrara amable conmigo. Me preguntó de dónde era, si conocía a otros gatos, si me gustaban los peces y cosas por el estilo. Mientras charlaba conmigo, sin embargo, sus ojos amarillos no cesaban de pasearse por la habitación, como si buscara algo. Cuando se posaron sobre el inmenso aparador que contenía la vajilla, sonrió maliciosamente. Entonces empezó a insultarme: ¿Qué demonios hacía un chucho como yo en esta casa? ¿Todos los perros eran tan estúpidos como yo? ¿Por qué olía tan mal?, etcétera. Yo me quedé atónito ante ese repentino cambio de actitud, preguntándome en qué la habría ofendido.
La gata se aproximó hasta que nuestros hocicos casi se rozaban y, mirándome fijamente, me espetó:
—Eres un sucio, estúpido y miserable chucho. Eres un ladrón y un sinvergüenza. —Se detuvo un instante, me miró satisfecha y prosiguió—: Tu padre era un chacal que copuló con una hiena. ¡Eres vulgar y asqueroso!