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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

Aurora (31 page)

BOOK: Aurora
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389. Demasiado toscas.

Hay personas muy honradas que, al ser demasiado torpes para mostrarse finas y amables, tratan de corresponder inmediatamente a toda manifestación de amabilidad con un favor formal o poniendo toda su fuerza a disposición de quien le ha halagado. Conmueve ver cómo sacan tímidamente sus monedas de oro, cuando otro les ha dado calderilla de cobre.

390. Ocultar el talento.

Cuando sorprendemos a alguien ocultándonos su talento, le consideramos malvado, y con mayor razón si sospechamos que lo que le impulsa a ello es la amabilidad y la benevolencia.

391. El mal momento.

Los caracteres vivos no mienten más que por un momento, porque una vez que se han mentido a sí mismos, actúan de un modo convencido y sincero.

392. Requisitos de la cortesía.

La cortesía es una gran cosa, y puede ser considerada muy bien como una de las cuatro virtudes cardinales (aunque sea la última); pero para que no nos molestemos con ella los unos a los otros, es preciso que aquél con quien tratamos tenga un grado de cortesía mayor o menor que el nuestro; de lo contrario, acabaríamos echando raíces, pues el bálsamo no sólo embalsama, sino que también actúa como pegamento.

393. Virtudes peligrosas.

«No olvida nada, pero lo perdona todo». Entonces será odiado doblemente, pues avergonzará doblemente a los demás, primero con su memoria y segundo con su generosidad.

394. Sin vanidad.

Los individuos apasionados tienen poco en cuenta lo que piensan los demás; su condición les sitúa por encima de la vanidad.

395. La contemplación.

En un pensador, el estado contemplativo propio de los pensadores sigue siempre a un estado de temor; en otro, a un estado de deseo. En el primero, la contemplación se da unida con el sentimiento de
quietud
; en el segundo, con el de
saciedad
; lo que quiere decir que aquél está en una disposición de quietud, mientras que éste se encuentra hastiado y se mantiene neutral.

396. De caza.

Uno sale a cazar verdades agradables; otro, verdades desagradables. Por ello, el primero disfrutará más con la caza en sí que con las piezas cobradas.

397. La educación.

La educación es una continuación de la reproducción, y muchas veces resulta ser un elemento que atenúa posteriormente a aquélla.

398. En qué se conoce al más fogoso.

Entre dos individuos que luchan, que se aman o que se admiran mutuamente, el más fogoso adopta siempre la posición más cómoda. Lo mismo ocurre con los pueblos.

399. Defenderse.

Hay hombres que tienen derecho a obrar de una forma u otra; pero cuando tratan de defender sus actos, no se cree que les asista ese derecho, y se comete un error no creyéndoles.

400. Reblandecimiento moral.

Hay caracteres morales tiernos que se avergüenzan de sus éxitos y sienten remordimiento por sus fracasos.

401. Olvido peligroso.

Empezamos olvidándonos de la costumbre de amar al prójimo, y acabamos no encontrando en nosotros nada digno de ser amado.

402. Una tolerancia como otra cualquiera.

«Estar un minuto más al fuego y quemarse un poco, es algo que les tiene sin cuidado a los hombres y a las castañas. Este poco de amargura y este poco de dureza permite apreciar lo dulce y tierno que es el corazón». Sí; así es como juzgáis vosotros los hedonistas, vosotros, sublimes antropófagos.

403. Orgullos diferentes.

Hay mujeres que palidecen al pensar que su amante podría no ser digno de ellas; hay hombres que palidecen al pensar que podrían no ser dignos de la mujer a la que aman. Se trata de mujeres y de hombres completos y cabales. Esos hombres, que, en
circunstancias normales
, confían en sí mismos y tienen el sentimiento de poder, experimentan, cuando se enamoran, una cierta timidez y dudan de sí mismos. Esas mujeres, sin embargo, se consideran siempre como seres débiles, expuestas a ser abandonadas, pero, en la
excepción
sublime del amor, se muestran orgullosas y su sentimiento de poder les hace preguntarse: «¿quién es digno de
mi
?».

404. A quiénes se hace rara vez justicia.

Hay hombres que no pueden entusiasmarse por algo bueno y grande sin cometer, de un modo u otro, una gran injusticia. A su modo, esto es una moral.

405. Lujo.

El afán de lujo llega hasta lo más íntimo del hombre; revela que donde su alma nada más a gusto es entre las olas de la abundancia y de lo superfluo.

406. Inmortalizar.

Quien quiera matar a su rival considere si no será ésta una forma de inmortalizarle dentro de sí mismo.

407. Contra nuestro carácter.

Cuando hemos de decir una verdad que es contraria a nuestro carácter —lo cual es muy frecuente—, la decimos como si no supiéramos mentir, por lo que inspiramos desconfianza.

408. Alternativa.

Hay caracteres que se encuentran ante la alternativa de o ser malhechores públicos, o llevar su cruz en secreto.

409. Enfermedad.

Hay que considerar como una enfermedad el envejecimiento prematuro, la fealdad y los juicios pesimistas: tres cosas que suelen ir unidas.

410. Los tímidos.

Los individuos torpes y tímidos se convierten fácilmente en criminales; les falta prudencia para defenderse y para vengarse. Por falta de ingenio y de presencia de ánimo, su odio no da con otra salida que el aniquilamiento.

411. Sin odio.

Quieres liberarte de tu pasión. Hazlo, pero hazlo
sin odio
hacia ella. De lo contrario, te verás subyugado por una segunda pasión. El alma del cristiano que se ha liberado del pecado suele hundirse después a causa de su odio al pecado. Mirad los rostros de los grandes cristianos. Son rostros de gente que odia mucho.

412. Inteligente y torpe.

No sabe apreciar nada fuera de sí mismo, y cuando quiere apreciar a otras personas tiene que transformarlas en virtud de la idea que tiene de sí mismo. En esto es inteligente.

413. Acusadores públicos y privados.

Mirad de cerca a los acusadores e inquisidores: estos actos revelan su carácter, y no es extraño que ese carácter sea peor que el del criminal al que acusan. El acusador se figura ingenuamente que quien persigue el crimen y al malhechor deber ser, por ello mismo, de buena condición o, al menos, pasar por bueno. Por eso se deja ir, esto es, se
vierte
.

414. Ciegos voluntarios.

Hay una forma de entrega entusiasta y llevada al extremo, ya sea a una persona o a un partido, que revela que nos sentimos íntimamente superiores a dicha persona o a dicho partido, y que nos acusamos de ello. En cierto modo nos cegamos voluntariamente para castigar a nuestros ojos por haber visto demasiado.

415. Un remedio contra el amor.

Por lo general no hay nada más eficaz contra el amor que el viejo y radical remedio de corresponder a ese amor.

416. ¿Dónde está el peor enemigo?

Quien sabe llevar bien un negocio y tiene conciencia de ello, experimenta, por lo general, sentimientos de conciliación con sus adversarios. Pero el que cree que lucha por una buena causa y ve que no tiene aptitudes para defenderla, persigue a sus adversarios con un odio secreto e implacable. Según esto, que cada cual calcule dónde debe buscar a sus peores enemigos.

417. Los límites de la humildad.

Hay muchos que han llegado a ese grado de humildad que dice «creo porque es absurdo», y que sacrifican su razón; pero nadie ha alcanzado aún esa otra humildad que se encuentra a un paso de ésta y que dice «creo porque soy absurdo».

418. La comedia de la verdad.

Hay quienes son veraces no porque detesten fingir, sino porque no lograrían disimular totalmente. En suma, no confían en su talento de comediantes y prefieren ser sinceros y veraces. «La comedia de la verdad».

419. El valor en un partido.

Las pobres ovejas dicen al pastor: «Ve delante, que no nos faltará valor para seguirte». Y el pobre pastor se dice: «Seguidme, y no me faltará valor para guiaros».

420. Astucia de las víctimas.

Hay una triste astucia consistente en querer engañarnos sobre alguien por quien nos hemos sacrificado, y en darle la oportunidad de que se nos presente como desearíamos que fuese.

421. A través de los demás.

Hay hombres que no quieren ser vistos más que proyectando sus rayos a través de otros. Y esto supone una gran habilidad.

422. Agradar a los demás.

¿Por qué no hay placer superior al de causar placer? Porque así damos placer a cincuenta' instintos nuestros. Quizá se trate de pequeñas satisfacciones, pero, unidas en una mano, colmarán totalmente esa mano, así como el corazón.

LIBRO QUINTO

423. En el gran silencio.

Junto al mar nos olvidamos de la ciudad. Las campanas tocan el avemaría con un sonido fúnebre aunque dulce en esta hora crepuscular. Aguardad un poco más. Todo se encuentra ahora en silencio. Se extiende el mar pálido y brillante. No puede hablar. A esta hora de la tarde, el cielo representa su eterno papel, revestido de rojos colores, de tintes amarillentos y verdosos. Las rocas y arrecifes que se precipitan en el mar como tratando de encontrar un lugar más solitario, tampoco pueden hablar. Hay una íntima quietud. ¡Qué hermoso y qué cruel es este gran silencio que nos sorprende repentinamente! ¡Qué doblez encierra esta belleza muda! Si quisiera, ¡cuántas cosas diría y qué malas serían estas cosas! Su lengua y la doliente felicidad que hay impresa en su rostro no es más que malicia para burlarse de su compasión. ¡Qué así sea! No me avergüenza servir de risa a semejantes poderes. Pero yo te compadezco, naturaleza, porque te han de hacer callar, aunque no sea sino la malicia lo que te hace enmudecer. Sí, me apena tu malicia.

Mira cómo aumenta el silencio y cómo se oprime y se espanta mi corazón ante una nueva verdad;
tampoco él puede hablar
; se ha puesto de acuerdo con la naturaleza para burlarse también. Cuando la boca trata de pronunciar palabras en medio de esta belleza, mi corazón disfruta con la dulce malicia del silencio. En medio de éste, la palabra y el propio pensamiento me resultan odiosos. ¿Acaso no escucho detrás de cada frase la risa y el error, la imaginación y la ilusión? ¿Habré de burlarme de mi compasión y de mi propia burla? ¡Oh mar! ¡Oh tarde! ¡Sois seres malignos!: enseñáis al hombre a dejar de ser hombre. ¿Habrá de abandonarse éste a vosotros y convertirse en lo que sois vosotros, algo pálido, brillante, mudo, inmenso, aquietado en sí mismo, elevado por encima de sí?

424. ¿Para qué la verdad?

Hasta ahora han sido los errores las fuerzas más
fecundas
para consolar; ahora esperamos los mismos servicios de las verdades reconocidas, pero la espera se va haciendo aburrida. ¿Acaso no servirán las verdades de consuelo? ¿Podrá ser éste un argumento contra las verdades? ¿Qué tienen éstas en común con el estado enfermizo de ciertos hombres para que se les pueda exigir que sean útiles a tales individuos? Nada se prueba contra la verdad de una planta demostrando que no sirve para curar a los enfermos. Pero antaño se pensaba ciegamente que el hombre es el fin de la naturaleza, hasta el punto de aceptar, sin más, que el conocimiento no podía revelarnos nada que no fuese útil y saludable para el hombre, y que en el mundo no existía nada que no respondiera a esta finalidad.

Tal vez quepa deducir de esto que la verdad como entidad total no existe más que para las almas fuertes y desinteresadas, alegres y tranquilas (como la de Aristóteles); y que estas almas son las únicas que la
buscan
, dado que las demás
buscan remedios
para utilizarlos; por mucho orgullo que pongan en alabar su inteligencia y la libertad de esa inteligencia, en realidad no buscan la verdad. Por eso la ciencia agrada tan poco a esos hombres que le reprochan su frialdad, su sequedad y su inhumanidad. Así enjuician los enfermos los ejercicios que realizan los sanos. Los dioses griegos tampoco sabían consolar; cuando la humanidad griega acabó cayendo enferma, sus dioses perecieron también.

425. Nosotros, dioses desterrados.

Por los errores relativos a su origen, a su situación única en el universo y a su destino, y por las exigencias basadas en estos errores, la humanidad se ha
superado a sí misma
, pero, por estos mismos errores, se han introducido en el mundo dolores indecibles, persecuciones, sospechas y desconocimientos recíprocos, y un número todavía mayor de penalidades para el individuo en sí y sobre sí. Los hombres se han convertido en criaturas
que sufren
, y lo que han conseguido ha sido el convencimiento de que son, por naturaleza, demasiado buenos para la tierra, en la que están sólo de paso. Por el momento, el tipo superior de hombre lo constituye el
orgulloso que sufre
.

426. El daltonismo de los pensadores.

Los griegos veían la naturaleza de distinta forma que nosotros, pues hay que aceptar que sus ojos eran ciegos para el azul y el verde, y que, en lugar del azul, veían un marrón oscuro, y, en lugar del verde, un amarillo (ya que designaban con una misma palabra el color de una melena oscura, el de los ancianos y el de los mares meridionales; y, con una sola palabra también, el color de las plantas verdes y el de la piel humana, el de la miel y el de las resinas amarillas; de forma que sus mejores pintores, como se ha podido demostrar, no supieron reproducir el mundo que les rodeaba más que con el negro, el blanco, el rojo y el amarillo.) ¡Qué diferencia y cuánto más cercana al hombre debía de parecerles la naturaleza, puesto que, a sus ojos, los colores del hombre predominaban en la naturaleza, y ésta nadaba, en cierto modo, en el éter coloreado de la humanidad! (El azul y el verde son los colores que más despojan a la naturaleza de su
humanidad
.)

En virtud de este
defecto
, se desarrolló esa facilidad infantil, tan característica de los griegos, de considerar los fenómenos de la naturaleza como dioses y semidioses, es decir, de imaginárselos con forma humana.

Sirva esto de símbolo para otra suposición. Todo pensador pinta su mundo y las cosas que le rodean con menos colores
de los que tienen
, porque es ciego para determinados colores. Esto no es sólo un defecto. En función de esta simplificación y de esta combinación, introduce en las cosas armonías de color que tienen un gran encanto y que pueden generar un enriquecimiento de la naturaleza. Es posible que por esta vía haya aprendido la humanidad a
disfrutar
de la contemplación de la existencia, por el hecho de que ésta se le ofreció primero con uno o dos tonos, y, en consecuencia, de una forma más armoniosa; así, se habituó, en cierto modo, a esos tonos simples, antes de pasar a matices más variados. Y todavía hoy, algunos individuos se esfuerzan en superar un daltonismo parcial, para alcanzar una visión más rica y una mayor diferenciación, con lo que no sólo descubren nuevos goces, sino que también se ven obligados a
abandonar
y a
perder
algunos de los antiguos.

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