He aquí, pues, la clave explicativa del auge de la moral igualitaria en el pensamiento social moderno: el modelo de organización social que se impone —según la ideología burguesa primero y según la ideología proletaria después— se basa en el principio de la igualdad de todos los seres humanos ante la ley. La soberanía reside en el pueblo, que elige a sus gobernantes y legisladores por sufragio universal. Desde esta perspectiva la moral constituye el principio del orden social y los valores y las costumbres cumplen un papel unificador de los miembros del colectivo. Bien es cierto que los filósofos sociales modernos tienen conciencia del carácter convencional del orden social —no en vano se habla de «contrato»— que trata de superar la situación de «guerra de todos contra todos», propio del «estado de naturaleza». La utilidad de la vida en sociedad se justifica en función de las ventajas que reporta al individuo la convivencia con seres iguales a él. De todos modos, la tensión entre las exigencias psicobiológicas individuales y los requisitos jurídico-morales de la vida en sociedad representa una cuestión sin liquidar en el seno de la filosofía social moderna. Hito fundamental de semejante tensión vendrá representado por Freud, para quien el avance de la civilización se opera necesariamente mediante una creciente represión y dominación de los impulsos naturales del hombre.
Valgan estas breves —y, en consecuencia, inexactas— consideraciones para hacer ver al lector que la crítica nietzscheana a la moral implica un rechazo de los principios rectores de la organización de los modernos sistemas sociales que surgen con el triunfo de la burguesía. Efectivamente, para Nietzsche, la moral de las costumbres es un fenómeno paralelo al de la aparición del Estado. En un primer momento, la moralidad nace de la coacción impuesta por los fuertes y poderosos, que han obligado a los más débiles a cumplir una serie de reglas sociales. «Dondequiera que exista una comunidad —se nos dice en
Aurora
—, y, en consecuencia, una moral basada en las costumbres, domina la idea de que el castigo por la transgresión de las costumbres afecta a toda la comunidad», por lo que el Estado impone una pena «como una especie de venganza sobre el individuo». Ahora bien, en el terreno de esta moral de las costumbres que sirve de base a la vida en comunidad, se produce un cambio sustancial. Esta transformación es la que se produce con «la rebelión de los esclavos», cuyo primer momento correspondió al pueblo judío, paladín de la casta de los impotentes. En la época moderna esta rebelión de los resentidos viene protagonizada por los movimientos democráticos y socialistas, cuyo modelo de orden social preconiza la moral igualitaria del rebaño. Nietzsche lanza aquí todo el peso de su denuncia contra el colectivismo moderno, que pretende «transformar radicalmente, debilitar y hasta suprimir al
individuo
. Quien así piensa —señala— no se cansa de ponderar todo lo que tiene de mala, dispendiosa, lujosa, amenazadora y derrochadora la existencia individual que se ha venido llevando hasta hoy en día; se espera dirigir la sociedad con menos costo, con menores peligros y mayor unidad, cuando no haya más que un
gran cuerpo
con sus miembros. Se considera
bueno
todo lo que, de un modo u otro, responde a este instinto de agrupación y a sus diversos subinstintos. Esta es la
corriente fundamental
de la moral de hoy, con la que se funden la simpatía y los sentimientos sociales».
¿Dónde confluyen la crítica a la religión, la crítica al colectivismo que ahoga la individualidad y la crítica a la moral centrada en el castigo, críticas que, en este estudio preliminar, han ido apareciendo de una forma dispersa? A mi modo de entender, Nietzsche ve en el monoteísmo el fundamento del igualitarismo social: la idea de un solo Dios lleva emparejada la de la igualdad de los hombres, en cuanto que hijos de un mismo Padre y, en consecuencia, en cuanto que hermanos entre sí. El lema de «libertad, igualdad y fraternidad» que inspira a las modernas revoluciones burguesas no es sino una secularización de ideas religiosas. Un solo Dios legislador y remunerador significa una misma moral para todos, una igualdad de derechos y de deberes. La unicidad de Dios es el fundamento y la garantía de la unidad del género humano. El Dios trascendente que dicta leyes goza, lógicamente, de la prerrogativa de premiar y de castigar, crea sujetos responsables dotados de libertad para reservarse la posibilidad de actuar como juez de «buenos» y «malos», de separar a los justos de los réprobos. En este sentido, la idea moderna de «humanidad» significa una supervivencia del concepto cristiano de «pueblo de Dios». Pero muerto el Dios uno de la religión monoteísta, los hombres tornan a ser individuos singularizados por su grado de fortaleza y de poder. Los modernos filósofos sociales buscarán nuevos fundamentos teóricos que justifiquen el igualitarismo, supuesto básico del orden social burgués y liberal, y en éticas secularizadas como la kantiana, el concepto ilustrado de Razón una y universal representará el «equivalente funcional» del viejo Dios del monoteísmo. Ahora bien, la crítica de la religión implica también la denuncia del conceptualismo metafísico. El nominalismo nietzscheano supone la renuncia a todo concepto universal, y, en consecuencia, el rechazo de todo fundamento teórico que sirva de base a toda organización social que parta de la igualdad de los miembros del colectivo. Los nuevos dioses que se vislumbran con la aurora que anuncia el «gran mediodía» serán los herederos directos del Dios del voluntarismo y del contingentismo moral concebido por los últimos filósofos medievales. Son dioses que hacen las cosas buenas o malas al quererlas o al rechazarlas, más allá de toda «razón necesaria» que les trascienda. Un nominalismo consecuente ha de rechazar también la idea de un Dios universal; ha de hablar de dioses y no de Dios. De este modo, no hay nada bueno o malo en sí, que trascienda a la voluntad de poder del individuo singular. Paralelamente, la idea de una moral de castigos pierde su justificación ante la inexistencia de leyes universales y ante la denuncia del resentimiento de los débiles que esgrimen la «razón social» del rebaño para segar el florecimiento de los individuos excepcionales.
Estas son, a mi juicio, las ideas rectoras que articulan la unidad temática contenida en la crítica nietzscheana a la moral dispersa en los aforismos de
Aurora
. Nietzsche ha iniciado una campaña contra la moral que proseguirá en obras ulteriores como
Más allá del bien y del mal, La genealogía de la moral, El ocaso de los ídolos
y
El Anticristo
. Nuestro pensador es consciente de que el problema del origen de los valores morales dista mucho de ser una cuestión meramente especulativa; que representa un problema de primer orden en la medida en que determina el futuro de la humanidad. Y es que, como señala Nietzsche comentando
Aurora
, la verdad es «que la humanidad ha estado hasta ahora en las
peores
manos, que ha estado gobernada por los fracasados, por los vengativos más astutos, los que se llaman “santos”, y calumnian el mundo y denigran al hombre».
Ciertamente, el pensamiento nietzscheano —como en buena medida también el de Marx y el de Freud— no ha dejado indiferente al hombre contemporáneo. La clara luz mediterránea que se proyecta en sus escritos y el aire puro y gélido de las montañas alpinas que orea su pensamiento, cuartea los presuntos cobijos y los dogmas pretendidamente incuestionables. Puede que Nietzsche, Marx y Freud sean los responsables de que el hombre contemporáneo resulte suspicaz y receloso en extremo. Pero indudablemente ellos han sentado las bases de esa probidad, de esa honradez y de esa sinceridad intelectual, personal y moral, que hoy representan tal vez las virtudes más valoradas y buscadas de nuestro tiempo.
Enrique López Castellón
¡
Hay tantas auroras que aún no han
despuntado
!
Rig Veda
1. Este libro es obra de un hombre
subterráneo
, de un hombre que taladra, que socava y que roe. Quien tenga los ojos acostumbrados a estas actividades subterráneas podrá ver con qué delicada inflexibilidad va avanzando lentamente el autor, sin que parezca afectarle el inconveniente que supone estar largo tiempo privado de aire y de luz. Hasta se podría pensar que le satisface este oscuro trabajo suyo. Cualquiera diría que le guía una determinada fe, que un cierto consuelo le compensa de su dura labor. Pero ¿no será que quiere rodearse de una densa oscuridad que sea
suya
y nada más que
suya
, que trata de adueñarse de cosas incomprensibles, ocultas y enigmáticas, con la conciencia de que de ello surgirá su mañana, su propia redención, su propia
aurora
?
Por supuesto que volverá a la superficie; no le preguntéis qué es lo que busca allá abajo; él mismo os lo dirá cuando vuelva a ser hombre ese Trofonio, ese sujeto de aspecto subterráneo. Y es que quienes, como él, han vivido a solas mucho tiempo llevando una existencia de topo, no pueden permanecer en silencio.
2. En efecto, mis pacientes amigos, lo que hubiese deseado contaros cuando estaba allá abajo, en mis profundidades de topo, quiero decíroslo ahora en este prólogo tardío, que muy bien hubiera podido ser una nota necrológica. Pero no creáis que voy a induciros a que corráis esta arriesgada empresa mía, ni a vivir en una soledad semejante; la
singularidad
de tales caminos hace que quien se aventura por ellos no encuentre a nadie a su paso. Nadie acude en su auxilio; tiene que superar él solo todos los peligros, todos los azares, todas las asechanzas y todos los temporales que le sobrevengan. El sigue un camino que es
suyo
, y ello implica, como es lógico, que tenga que tragarse su amargura y a veces su despecho. Entre las cosas que motivan esa amargura y ese despecho hay que incluir, por ejemplo, el que sus amigos no puedan adivinar dónde se encuentra, hacia qué lugar se dirige; por ello se preguntan a veces: «¿Está realmente avanzando? ¿Dispone ciertamente de un camino?»
En suma, la obra que yo emprendí no es apta para todos. Descendí a lo profundo, y una vez allí me puse a horadar el suelo, y empecé a examinar y a socavar una vieja
fe
sobre la que, durante milenios, nuestros filósofos han tratado de edificar una y otra vez como si se tratara del más sólido de los terrenos, pese a que sus edificios se han ido viniendo abajo inexorablemente. Me puse a socavar, ¿comprendéis?, nuestra fe en la moral.
3. Nunca se han cuestionado a fondo hasta el momento los conceptos de bien y de mal; en realidad, el tema era muy peligroso. La conciencia, la reputación, el infierno y hasta la policía no permitían —ni permiten— que se sea imparcial en este punto. Ante la moral, como ante cualquier autoridad, no está permitido reflexionar, y mucho menos hablar. No hay más que
obedecer
. Desde que el mundo es mundo, ninguna autoridad ha consentido ser objeto de crítica. ¿Acaso no se ha considerado que es
inmoral
criticar la moral, cuestionarla, ver en ella un problema?
Más que de medios de disuasión y de coacción frente a las críticas, la moral dispone de un determinado poder de seducción que domina perfectamente: me refiero a que es capaz de
entusiasmar
. A veces le basta una mirada para paralizar la voluntad crítica o incluso para ponerla de su parte; a veces consigue que dicha voluntad crítica termine volviéndose contra sí misma y clavándose su propio aguijón a la manera del escorpión. Desde hace mucho tiempo, la moral dispone de todo tipo de artimañas en el arte de convencer a la gente; incluso hoy en día no hay orador que no recurra a ella en demanda de ayuda (véase, por ejemplo, cómo nuestros propios anarquistas apelan a
la moral
para tratar de convencer y cómo terminan considerándose a sí mismos «los buenos y los justos»). Y es que, en todas las épocas, desde que en el mundo existe la palabra y la posibilidad de convencer, no ha habido mejor maestra que la moral en el arte de seducir; para nosotros, los filósofos, ella ha sido nuestra auténtica
Circe
.
¿A qué se debe, pues, que, desde Platón, todos los constructores de filosofías hayan edificado en falso? ¿Cómo es posible que todo amenace ruina? ¿Cómo se encuentra reducido a escombros lo que los filósofos consideraban más duradero que el bronce? ¡Qué equivocada es, desgraciadamente, la respuesta que se sigue dando a esta pregunta!: que «todos se olvidaron de cuestionar la hipótesis, de examinar el fundamento, de someter a crítica a toda la razón».
Esta funesta contestación de Kant no nos ha conducido a los filósofos a un terreno más sólido y menos inseguro; pero, dicho sea de pasada, ¿no era un poco extraño pedirle a un instrumento que criticase su propia aptitud y perfección? ¿No era absurdo exigirle a la razón que ella misma calculara su valor, su fuerza y sus límites? Por el contrario, la verdadera respuesta hubiera sido que todos los filósofos, tanto Kant como los anteriores a él, han construido sus edificios sobre la seducción de la moral; que su intención sólo se encaminaba en apariencia a la verdad y a la certeza; porque lo que buscaban, en realidad, era la
majestuosidad del edificio de la moral
, por decirlo con las ingenuas palabras de Kant, quien consideraba que su tarea y su mérito —una tarea «menos brillante aunque no exenta de valor»— consistía en «remover y consolidar el terreno en el que se había de levantar el majestuoso edificio de la moral». (
Crítica de la Razón Pura
, II, p. 257).
Desgraciadamente, no hay más remedio que decir que no lo consiguió; que lo que logró fue más bien todo lo contrario. En realidad, Kant fue un hijo de su época, y, como tal, un exaltado; aunque también lo fue, afortunadamente, respecto a lo mejor que tuvo aquélla, como lo demuestra el sano sensualismo que introdujo en su teoría del conocimiento. A Kant le había picado también aquella tarántula moral llamada Rousseau; sobre su alma pesaba el fanatismo moral del que Robespierre, otro discípulo de Rousseau, se consideraba y pregonaba ejecutor, pretendiendo «fundar en la tierra el imperio de la sabiduría, de la justicia y de la virtud». (Discurso del 7 de junio de 1794.)
Por otra parte, llevando en el corazón ese fanatismo francés, no se podía actuar de una forma menos francesa, más honda, más sólida, más alemana de como lo hizo Kant: para dejarle espacio a su imperio moral hubo de añadir un mundo indemostrable, un
más allá
lógico; para lo que precisó de su crítica de la razón pura. Con otras palabras,
no hubiera necesitado hacer esa crítica
de no haber existido algo que le importaba más que nada: hacer inatacable el
mundo moral
, o, mejor aún, inalcanzable para la razón, pues de sobra sabía lo vulnerable que era aquél a los envites de ésta. Como todo alemán, Kant era pesimista frente a la naturaleza y a la historia, frente a la inmoralidad radical de éstas; creía en la moral, no porque la naturaleza y la historia la demuestren, sino a pesar de que ambas la estén contradiciendo constantemente. Para entender este «a pesar de», conviene recordar lo que aquel otro gran pesimista que fue Lutero trató de explicar una vez a sus amigos con la osadía que le caracterizaba: «Si pudiéramos entender mediante la razón cómo un Dios que muestra tanta cólera y tanta crueldad puede ser justo y bueno, ¿de qué serviría la
fe
?»