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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

BOOK: Aurora
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Frente a las presuntas virtudes basadas en el autoengaño, Nietzsche esgrime cuatro virtudes que considera cardinales: «que seamos
leales
con nosotros mismos y con los que siguen siendo amigos nuestros,
valientes
frente al enemigo,
generosos
con el vencido;
corteses
en todo momento». ¿Qué implica la lealtad con nosotros mismos? Ante todo, la fidelidad a nuestras individuales exigencias, posibilidades y capacidades, la probidad, la veracidad. Efectivamente, la veracidad caracteriza a la conducta humana desde el punto de vista de lo subjetivo y presupone, por tanto, el paso de la visión externa, social y alienada a la consideración
psicológica
. La valoración de la subjetividad sólo es, pues, posible después de la formación de una subjetividad consciente de sí misma. Ser veraz y leal con uno mismo exige liberarse de las costumbres morales impuestas por la debilidad, el cansancio, el resentimiento, la enfermedad y la decrepitud. Por eso la probidad, la veracidad y la lealtad para con uno mismo se identifican con el espíritu libre, con la supresión de los prejuicios. Donde la adaptación a las costumbres que rigen el funcionamiento de lo colectivo se haga inconscientemente no habrá ningún problema de veracidad o mendacidad, ya que el hombre vive todavía en total acuerdo con el espíritu dominante, esto es, con el imperio de la mediocridad despersonalizada. Sólo cuando surge la tensión entre la conciencia individual y el espíritu colectivo, y el individuo tiene que hacerse cargo de esa tensión, se plantea para él la decisión entre la adaptación o la autoafirmación y, por tanto, entre la mendacidad y la veracidad, el autoengaño y la probidad. La sinceridad es, entonces, la característica del hombre libre y se opone en este sentido a la disposición zalamera y servil; es virtud de señores, nunca de esclavos. En suma, el espíritu libre es la liberación del hombre para alcanzar la soberanía de sí, la toma de posesión de sí mismo. No hay nada bueno ni malo en sí mismo, sino sólo estados del alma en los cuales damos esos nombres a las cosas que están fuera de nosotros. La palabra
moral
habría de ser aplicada propiamente al estado sano de un alma fuerte, que afirma la vida, al ser mismo del hombre cuando está —como diría Ortega y Gasset— «en su propio quicio y vital eficiencia. Un hombre desmoralizado es simplemente un hombre que no está en posesión de sí mismo, que está fuera de su radical autenticidad y por ello no vive su vida y por ello no crea ni fecunda ni hincha sus destinos». Ser libre es contradictorio con un plegarse a valores presuntamente trascendentes, dado que el autodescubrimiento que lleva a cabo el espíritu libre consiste en un verse como creador y dictador de valores, como un individuo capaz de invertir los valores que otros veneran por entender que les son impuestos por alguien superior. La inversión del idealismo representa, pues, la buena nueva que comienza a enunciar Nietzsche en
Aurora
y en
La gaya ciencia
, el libro que escribirá a continuación. Desde esta perspectiva, el antihegelianismo nietzscheano adquiere su real y auténtico sentido.

La desalienación exige fortaleza, sanidad, confianza en uno mismo, aceptación amorosa de la vida; es decir, presupone un estado anímico que confiere bondad y valor a cuanto se hace o juzga desde él. Ahora bien, esta grandeza del alma —la magnanimidad de los autores grecolatinos— no es algo puramente anímico, espiritual, incorpóreo. La estructura ontológica del hombre es la de ser un
cuerpo viviente
. Nietzsche proclama siempre «el punto de partida del cuerpo y de la fisiología» para el verdadero conocimiento e idea del hombre. Zaratustra mandará escuchar la voz del cuerpo sano, que habla «con más fe y pureza» que los despreciadores del mismo. Por eso el sabio exclama: «Yo soy cuerpo todo entero y nada fuera de él». Desde sus primeros escritos, el pensador alemán rechaza constantemente todo dualismo de alma y cuerpo. El «alma» es uno de los pálidos y fantasmales conceptos que produce un cuerpo enfermo, cansado y decrépito. De este modo, ser bueno es sentirse bien, verse en plenitud de vigor y de fuerza. De ahí la importancia del ejercicio físico, del cuidado del cuerpo, de la elección de una dieta y de un clima adecuados, dado que, en último término, una filosofía puede tal vez definirse —dice Nietzsche— «como el instinto de un régimen personal que busca mi atmósfera, mi actitud, mi temperatura, la salud que necesito, por el rodeo de mi cerebro». Nuestra filosofía, nuestros juicios y nuestros actos serán, así, la manifestación del estado vital de nuestro cuerpo. En pocas palabras, la aurora que anuncia el gran mediodía de la inversión de todos los valores supone la sustitución de los juicios y estimaciones emanados de un cuerpo débil, enfermizo y cansado —los que configuran la moral dominante en nuestras colectividades— por valoraciones que sean el fruto de una afirmación de la vida formulada por un cuerpo sano y vigoroso. Semejantes sanidad y vigor significan la condición indispensable para negar el idealismo de los débiles y resentidos y para concebir al hombre como el ser que se trasciende a sí mismo. Al ocaso de los ídolos creados por los fabricantes de ilusiones consoladoras, seguirá la aurora con la que surgirán por vez primera las grandes posibilidades del hombre.

III

Uno de los aspectos fundamentales de la crítica de Nietzsche a la moral se centra en la peculiar interpretación que hace la religión del sufrimiento humano. Este remite al concepto de pecado, de falta, entendiéndose que quien sufre lo hace a causa de su culpabilidad. La culpabilización aparece, pues, como un intento de explicar el fenómeno del sufrimiento, y cumple la función de aminorar éste, dado que «las razones alivian». Desde el momento en que el castigo se encamina a compensar la falta generadora de sufrimiento, se incurre en la paradoja de combatir el dolor infligiéndose uno mismo o infligiendo a otros un dolor adicional. De este modo, a los ojos de Nietzsche, «la educación de la humanidad» se presenta inspirada por «la negra imaginación de carceleros y verdugos».

«No existen fenómenos morales —dice nuestro autor en otro lugar—, sino una interpretación moral de fenómenos». La explicación del dolor que lleva a cabo la moral en términos de culpa y de pecado proyecta en la situación azarística de los fenómenos naturales algo que le es ajena. El individuo que sufre prefiere pensar que su dolor tiene una explicación, que alguien es «responsable» del mismo, a aceptar el carácter casual del sufrimiento y de la felicidad humanos. Desde esta óptica se despoja al devenir de su inocencia, llegando semejante locura al extremo de considerar que «la existencia misma es ya un castigo». Efectivamente, para toda existencia débil, enferma, mediocre y cansada, la vida en su conjunto constituye un castigo; el hecho mismo de existir implica ser culpable, situación de la que sólo cabrá salir negando y despreciando «el valle de lágrimas» que significa esta vida y afirmando una vida futura en la que desaparecerá el dolor inherente y consustancial a ésta.

No deja de ser significativo que ciertos antropólogos, a la hora de determinar un criterio general para especificar transculturalmente el sentimiento moral característico, hayan recurrido a la indignación que produce la transgresión de una norma socialmente imperante y establecida. Esta indignación se debe tanto a la incapacidad que ofrece lo colectivo para asumir lo excepcional, lo nuevo, lo no regulado por las costumbres, cuanto el rechazo de todo elemento azarístico e imprevisto en la repetición mecánica de conductas y juicios habituales.

Para la crítica nietzscheana, esta indignación de la colectividad frente al transgresor e innovador es fruto del odio impotente contra lo que no se puede ser o no se puede tener. Es aquí donde el pensador alemán introduce la noción de «resentimiento», tema que desarrollará en una obra posterior a
Aurora: La genealogía de la moral
. No obstante, dicha idea está ya presente implícitamente en el libro que comento. Nietzsche piensa que la rebelión de los esclavos comienza cuando el resentimiento mismo se vuelve creador y engendra valores: el resentimiento de aquellos seres a quienes les está vedada la auténtica reacción, la reacción de la acción, y que se desquitan únicamente con una venganza imaginaria. Paralelamente, él resentimiento se manifiesta también en el odio secreto de los filósofos contra la vida, por lo cual la filosofía ha sido hasta ahora «la escuela de la calumnia»: la calumnia contra el mundo real o sensible, que los filósofos han intentado sustituir por el mundo ideal de la metafísica y de la moral. En este sentido, la negación del idealismo filosófico se identifica con la negación de la moral.

Por otro lado, Nietzsche comparte con el espíritu de los ilustrados la idea de que la concepción religiosa del mundo significa un residuo de una interpretación mágica de los fenómenos naturales, siendo en consecuencia un obstáculo para el avance de la ciencia. Hay un fragmento de
Aurora
que resulta muy claro al respecto: «Las desgracias que asaltan a un pueblo, tales como las tormentas, las sequías o las epidemias, despiertan en los individuos la idea de que han cometido faltas contra las costumbres, o hacen creer en todos los miembros del grupo que hay que inventar nuevas costumbres para aplacar a un nuevo poder sobrenatural o a un nuevo capricho de los demonios. Esta forma de sospechar o de razonar impide que se profundice en la verdadera causa natural y hace que la causa demoníaca se erija en la razón primera del hecho». Lo que singulariza a la crítica nietzscheana es su negación de toda moral, incluidas sus formas aparentemente no religiosas, como serían las que valoran y prescriben el humanitarismo, la compasión, el altruismo y la simpatía, versiones secularizadas del amor cristiano. La condena de Nietzsche se dirige, pues, contra la teoría de los sentimientos morales elaborada preferentemente por los filósofos ingleses. Es de advertir que también Max Scheler considerará que el humanitarismo y el altruismo modernos son producto del resentimiento de los impotentes, si bien diferirá de Nietzsche en su renuncia a aceptar que también lo sea el concepto del amor cristiano.

La moral centrada en la responsabilidad de los agentes parte del supuesto de la existencia de voluntades libres de las que emanan acciones susceptibles de calificación moral. Como es sabido, la posibilidad «trascendental» de una «causalidad por la libertad» es característica de la ética kantiana. Lo que Nietzsche niega es esta presunta trascendencia de una forma de causalidad que es situada por encima de la naturaleza. El noúmeno kantiano, en suma, escondido tras las brumas de su incognoscibilidad, aparece como un claro paradigma de los pálidos fantasmas creados por la imaginación de los filósofos idealistas. El autor de
Aurora
explica que esta doctrina de la voluntad cumple una función práctica: la de sentar los supuestos teóricos que permiten inculpar y castigar; dicho de otro modo, constituye una forma de defensa por parte de lo colectivo que, de este modo, reprime y penaliza lo que se encuentra al margen o por encima de lo general y común. Por eso dice Nietzsche en
Aurora
: «No queremos que las causas sean pecados y los efectos castigos».

En otro aspecto actúa también el resentimiento de los débiles: en considerar que la dignidad humana, la justificación moral, radica en acatar y plegarse a leyes que resulten aplicables a la totalidad de los mortales. De este modo, las virtudes excepcionales del héroe quedan al margen del ámbito de la cualificación moral, y ello en aras de normas universalizables, esto es, de leyes que puedan ser cumplidas por el individuo común. Aún más, esta moral del resentido hace que el individuo superior perciba su excepcionalidad y su singularidad en términos de defecto y de culpa. Ajustarse al término medio de lo colectivo representa, pues, la norma moral básica dictada por la impotencia del débil que rebaja y devalúa la singularidad excepcional.

La implantación social de la moral del débil ha exigido que se lleve a cabo una transformación de ideas respecto de las primitivas designaciones de lo bueno y lo malo en todas las lenguas. En efecto, lo «bueno» significaba originariamente «lo distinguido en el rango social», lo que era «noble» y privilegiado. Y de modo paralelo se terminó «por transformar las nociones de “vulgar”, “plebeyo”, “bajo” en la de “malo”». Nietzsche aduce un ejemplo de la lengua alemana: la palabra
schlecht
(“malo”) es idéntica a
schlicht
(“simple”), y en su origen designaba «al hombre sencillo, al hombre del vulgo» por oposición al hombre noble. Operado el proceso de inversión semántica, esto es, una vez denigrado el señor como «malo», los impotentes proceden a alabar las cualidades que contribuyen a suavizar la existencia de los que sufren: la compasión, la humildad, la paciencia, la fe en la otra vida. Esta es la razón de que la moral del esclavo sea esencialmente «utilitaria». Con otras palabras, pensar y obrar moralmente responde a las necesidades del débil, del impotente, del resentido.

IV

¿Por qué la crítica emprendida por un amplio sector de la filosofía moderna contra el carácter ilusorio de la religión no afectó igualmente a la moral? Responder a esta pregunta equivale a destacar la originalidad de la posición de Nietzsche. Dedicaré a ello este último apartado de mi introducción.

Para nuestro autor, el proceso de secularización que se lleva a cabo en la edad moderna resulta ficticio en la medida en que se sigue manteniendo e incluso se intensifica el contenido moral de la actitud idealista y del cristianismo en concreto. Nietzsche expone su postura respecto a este punto en el extenso aforismo 132 de
Aurora
, que lleva por título «Los últimos ecos del cristianismo en la moral». «Cuanto más se separaban los hombres de los dogmas —escribe—, más se buscaba la explicación de este alejamiento en el culto del amor a la humanidad. El impulso secreto de los librepensadores franceses —desde Voltaire a Augusto Comte— fue no quedarse atrás en este punto respecto al cristianismo, e incluso superarle, si fuera posible. Con su célebre fórmula “vivir para los demás”, Comte
supercristianizó el cristianismo
. Schopenhauer en Alemania y John Stuart Mill en Inglaterra son los que han dado mayor celebridad a la doctrina de la compasión o de la utilidad o de la simpatía para con los demás, como principios de conducta, aunque, en realidad, no han sido sino ecos, puesto que, desde que se produjo la Revolución francesa, tales doctrinas surgieron por todas partes y al mismo tiempo, con extraordinaria vitalidad, bajo formas más o menos sutiles, más o menos elementales, hasta el punto de que no existe un solo sistema social que no se haya situado, sin pretenderlo, en el terreno común de dichas doctrinas».

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