Y es que, en toda época, nada ha impresionado tanto al alma alemana que la más nociva de todas las conclusiones: la que afirma: «creo porque es absurdo», una deducción que a todo latino le parecerá un auténtico atentado contra la inteligencia. Con ella se introduce por primera vez la lógica alemana en la historia del dogma cristiano; incluso hoy en día, mil años después, los alemanes actuales, retrasados desde todos los puntos de vista, consideran que tiene algo de verdad, que es
posible
que sea verdad el célebre principio fundamental de la dialéctica con el que Hegel colaboró a la victoria del espíritu alemán sobre el resto de Europa: «La contradicción es el motor del mundo: todas las cosas se contradicen a sí mismas». Hasta en lógica son pesimistas los alemanes.
4. Con todo, el atrevimiento de nuestra suspicacia no puede detenerse en los juicios
lógicos
, que son los más inferiores y fundamentales: la confianza en la razón, exigencia inseparable de la validez de los mismos, constituye en cuanto tal un fenómeno
moral
… Puede que ese pesimismo alemán tenga que dar aún un último paso. Tal vez haya de provocar aún un terrible enfrentamiento entre su
creo
y su
absurdo
. Siendo mi libro como es una obra pesimista, no sólo en el terreno de la moral, sino también en un ámbito que trasciende la fe en la moral, ¿será entonces un escrito genuinamente alemán? Porque lo cierto es que representa una contradicción, aunque eso no sea una cosa que me asuste: rechaza la fe en la moral, ¿por qué? ¡
Por moralidad
! ¿Cómo llamar si no a lo que sucede en este libro, a lo que
nos
sucede a
nosotros
, aunque prefiramos usar un término más modesto? Porque no hay duda: también a nosotros nos habla un deber; también nosotros obedecemos a una severa ley que se halla por encima de nuestras cabezas; y ésta es la última moral que podemos seguir entendiendo, la última moral que incluso nosotros podemos todavía vivir; pues si en algún sentido seguimos siendo
hombres de conciencia
, es precisamente en éste. No queremos volver a lo que consideramos superado y caduco, a lo que no juzgamos digno de crédito, ya sea Dios, la virtud, la verdad, la justicia, el amor al prójimo, etc.; no queremos seguir una vía engañosa que nos lleve otra vez a la vieja moral. Sentimos una honda aversión hacia todo lo que hay en nosotros que trata de acercarnos a eso, y servir de mediador entre ello y nosotros; somos enemigos de todas las clases de fe y de cristianismo que subsisten hoy en día; enemigos de todo romanticismo y de todo espíritu patriotero; enemigos también, en cuanto artistas, del refinamiento artístico, de la falta de conciencia artística que supone el tratar de persuadirnos de que debemos adorar aquello en lo que ya no creemos; enemigos, en suma, del
afeminamiento
europeo (o del
idealismo
, si se prefiere) que
tiende
eternamente
hacia las alturas
, y que, por ello mismo,
rebaja
eternamente.
Sin embargo, en cuanto que somos hombres que tenemos esta conciencia, creemos que nos retrotraemos a la rectitud y a la piedad alemanas de hace miles de años; y aunque seamos sus últimos herederos, nosotros, los
inmoralistas
e impíos de hoy, consideramos que somos, en cierto sentido, los herederos legítimos de dicha rectitud y de dicha piedad, los ejecutores de su voluntad interior, de una voluntad pesimista, que no teme negarse a sí misma porque lo hace con alegría. Si se quiere reducir esto a una frase, cabría decir que en nosotros se realiza la
autosupresión
de la moral.
¿A qué viene, en último término, decir tan alto y con tanto ardor lo que somos, lo que queremos y lo que no queremos? Pensémoslo más fría y serenamente, desde más arriba y desde más lejos; digámoslo como si nos los dijéramos a nosotros mismos, lo bastante bajo como para que no lo oigan los demás, para que
no nos oiga
nadie. Pero, sobre todo, digámoslo muy despacio.
Este prólogo llega tarde, aunque no demasiado tarde; ¿qué más da, a fin de cuentas, cinco años que seis? Un libro y un problema como éstos no tienen prisa; además, tanto mi libro como yo somos amigos de la
lentitud
. No en vano he sido filólogo, y tal vez lo siga siendo. La palabra «filólogo» designa a quien domina tanto el arte de leer con lentitud que acaba escribiendo también con lentitud. No escribir más que lo que pueda desesperar a quienes
se apresuran
, es algo a lo que no sólo me he acostumbrado, sino que me gusta, por un placer quizá no exento de malicia. La filología es un arte respetable, que exige a quienes la admiran que se mantengan al margen, que se tomen tiempo, que se vuelvan silenciosos y pausados; un arte de orfebrería, una pericia propia de un orfebre de la
palabra
, un arte que exige un trabajo sutil y delicado, en el que no se consigue nada si no se actúa con lentitud.
Por esto precisamente resulta hoy más necesaria que nunca; precisamente por esto nos seduce y encanta en esta época nuestra de
trabajo
, esto es, de precipitación, que se consume con una prisa indecorosa por acabar pronto todo lo que emprende, incluyendo el leer un libro, ya sea antiguo o moderno.
El arte al que me estoy refiriendo no logra
acabar
fácilmente nada; enseña a leer bien, es decir, despacio, profundizando, movidos por intenciones profundas, con los sentidos bien abiertos, con unos ojos y unos dedos delicados. Pacientes amigos míos, este libro no aspira a otra cosa que a tener lectores y filólogos perfectos. ¡
Aprended
, pues, a leerme bien!
Alta Engadina, otoño de 1886.
Friedrich Nietzsche
1. Razón ulterior.
Todo lo que pervive durante mucho tiempo se ha ido cargando poco a poco de razón, hasta el extremo de que nos resulta inverosímil que en su origen fuera una sinrazón. ¿No nos parece sentir que estamos ante una blasfemia o ante una paradoja siempre que alguien nos muestra el origen histórico concreto de algo? ¿No está todo buen historiador constantemente
en contradicción
con su medio ambiente?
2. Prejuicio de los sabios.
Los sabios están en lo cierto cuando juzgan que, en todas las épocas, los hombres se han hecho la ilusión dé creer que
ahora
estamos
mejor
informados que en ninguna otra época.
3. Cada cosa a su tiempo.
En aquella época remota en que el hombre atribuía su sexo a todas las cosas, lo único que pretendía era ampliar sus conocimientos, sin tener conciencia de que aquello era únicamente un juego de su imaginación. Sólo mucho más tarde reconoció la inmensidad de su error, aunque incluso hoy no haya asumido eso plenamente.
Del mismo modo el hombre ha relacionado todo lo existente con la moral, echando sobre los hombros del mundo el manto de una
significación
ética. Pero llegará un día en que esto tendrá exactamente el mismo valor que hoy le concedemos a la creencia de que el sol tiene sexo.
4. Contra el sueño de que entre las esferas se da una disonancia.
Hay que quitarle al mundo toda esa abundancia de
falsa
sublimidad, porque va en contra de la justicia que las cosas pueden reivindicar. Por eso es muy importante no concebir el mundo con menos armonía de la que tiene.
5. ¡Dad las gracias!
Lo mejor que ha logrado hasta ahora la humanidad es no necesitar vivir con el temor constante a los animales salvajes, a los bárbaros, a los dioses y a nuestros sueños.
6. El prestidigitador y su opuesto.
Lo que hay de sorprendente en la ciencia es precisamente lo opuesto a lo que nos sorprende en el arte de la prestidigitación. Este último pretende que veamos una causalidad muy simple donde actúa una causalidad sumamente compleja. La ciencia, por el contrario, hace que dejemos a un lado la creencia en la causalidad simple, en casos en que todo parece tan sumamente sencillo que nos dejamos llevar por las apariencias. Las cosas más simples son las más complicadas, por mucho que ello nos asombre.
7. Cambiemos la idea que tenemos del espacio.
¿Qué ha contribuido más a la felicidad humana, lo real o lo imaginario? Lo cierto es que el espacio existente entre la mayor de las alegrías y la más honda desgracia sólo se puede calcular recurriendo a cosas imaginarias. En consecuencia, esa idea del espacio se va reduciendo cada vez más bajo el influjo de la ciencia; de la misma forma que la ciencia nos ha enseñado y nos enseña que la tierra es pequeña y que todo el sistema solar no es más que un punto en la inmensidad del infinito.
8. Transfiguración.
Rafael dividió a la humanidad en tres grados: los que sufren sin esperanza, los que sueñan de una forma confusa, y los que se extasían ante el más allá. Hoy ya no concebimos así el mundo, y ni siquiera Rafael tendría derecho a seguir concibiéndolo de este modo: vería con sus propios ojos que se ha producido una nueva transfiguración.
9. Idea de la moral de las costumbres.
Si comparamos las distintas formas de vida que durante miles de años ha seguido la humanidad, comprobaremos que los hombres de hoy vivimos en una época muy inmoral; la fuerza de la costumbre se ha debilitado de una forma sorprendente, y el sentido moral se ha vuelto tan sutil y tan elevado que casi se podría decir que se ha evaporado. Por eso nosotros, que somos hombres tardíos, intuimos con tanta dificultad las ideas rectoras que presidieron la génesis de la moral, y, si llegamos a descubrirlas, nos resistimos a comunicarlas a los demás, porque nos parecen toscas y atentatorias contra la moral.
Consideremos, por ejemplo, la afirmación principal: la moral no es otra cosa (en consecuencia, es
antes que nada
) que la obediencia a las costumbres, cualesquiera que sean, y éstas no son más que la forma tradicional de comportarse y de valorar. Donde no se respetan las costumbres, no existe la moral; y cuanto menos determinan éstas la existencia, menor es el círculo de la moral. El hombre libre es inmoral porque quiere depender en todo de sí mismo, y no de un uso establecido. En todos los estados primitivos de la humanidad, lo «malo» se identifica con lo «intelectual», lo «libre», lo «arbitrario», lo «desacostumbrado», lo «imprevisto», lo que «no se puede calcular previamente». En estos estados primitivos, de acuerdo con la misma valoración, si se realiza un acto, no porque lo ordene la tradición, sino por otras razones (como, por ejemplo, buscando una utilidad personal), incluyendo las que en un principio determinaron la aparición de la costumbre, dicho acto es calificado de inmoral hasta por el individuo que lo realiza, ya que no ha estado inspirado en la obediencia a la tradición.
¿Qué es la tradición? Una autoridad superior a la que se obedece, no porque lo que ordene sea útil, sino por el hecho mismo de que lo
manda
. ¿En qué se diferencia este sentimiento de respeto a la tradición del miedo en general? En que el sentimiento de respeto a la tradición es el temor a una inteligencia superior que ordena, el temor a un poder incomprensible e indefinido, a algo que trasciende lo personal. Tal temor tiene mucho de superstición.
En otros tiempos,
toda
forma de educación, los preceptos higiénicos, el matrimonio, el arte de la medicina, la agricultura, la guerra, el lenguaje y el silencio, las relaciones con los demás hombres y con los dioses entraban dentro del campo de la moral. La moral exigía que se siguieran determinadas reglas, sin que el sujeto tuviera en cuenta su individualidad al obedecerlas. En esos tiempos primitivos todo dependía, pues, de los usos establecidos y de las costumbres, y quien pretendiera situarse por encima de las costumbres, tenía que convertirse en legislador, en curandero, en algo así como una especie de semidiós; es decir, tenía que
crear nuevas costumbres
, lo que no dejaba de ser terrible y peligroso.
¿Qué hombre es más moral?
Por un lado
, el que cumple más escrupulosamente la ley, el que, como el brahmán, tiene presente la ley en todo momento y lugar, de forma que se las ingenia para ver constantemente ocasiones de cumplirla.
Por otro
, el que cumple la ley en las situaciones más difíciles, el que con mayor frecuencia
sacrifica
cosas en aras de las costumbres. Y ¿cuáles son los mayores sacrificios? Del modo como se conteste a esta pregunta se deriva una gran cantidad de morales diferentes, aunque la diferencia más importante es la que distingue la moral basada en la observancia más frecuente, de la moral basada en el cumplimiento más difícil.
Con todo, no nos dejemos engañar respecto a los motivos de esta última moral, que exige, como prueba de moralidad, el que se siga una costumbre en los casos más difíciles. El que se venza a sí mismo no es algo que se exija al hombre en virtud de las consecuencias útiles que ello pueda reportar al individuo en cuestión, sino en función de que sean las costumbre y la tradición quienes aparezcan como dominantes, esto es, por encima de todo deseo e interés individuales. Lo que la moral de las costumbres exige es que el individuo se debe sacrificar. Por el contrario, los moralistas que, como los sucesores de Sócrates, aconsejan al individuo que se domine a sí mismo y que sea sobrio en orden a su felicidad personal, constituyen una excepción. Tales moralistas abren una nueva senda y son víctimas de la desaprobación manifiesta de todos los representantes de la moral de las costumbres; al automarginarse de la moral, son inmorales, y, en su sentido más profundo, malos. De esta forma, un romano virtuoso de la vieja escuela consideraba que un cristiano era malo
porque aspiraba, por encima de todo, a su salvación individual
.
Dondequiera que exista una comunidad, y, en consecuencia, una moral basada en las costumbres, domina la idea de que el castigo por la transgresión de las costumbres afecta ante todo a la comunidad entera. Tal castigo es sobrenatural, por lo que su forma de manifestarse y su alcance resulten muy difíciles de especificar para quien lo analiza en medio de un temor supersticioso. La comunidad puede obligar a un individuo a que indemnice a otro del propio grupo en conjunto por el daño directo que ha causado con su acción. Igualmente, puede ejercer una especie de venganza sobre el individuo, ya que por su causa —en virtud de una presunta consecuencia de su acto—, la comunidad se ha visto expuesta a las nubes y a las explosiones de la cólera divina; si bien dicha comunidad considera que la culpa del individuo afecta a toda la colectividad, y que el castigo de aquél recae sobre el conjunto de ésta.