31. El orgullo del espíritu.
El orgullo del individuo que rechaza la doctrina de que descendemos de los animales y que establece un gran abismo entre la Naturaleza y el hombre, se basa en un prejuicio relativo a la índole del espíritu, que es relativamente reciente. Durante el largo período que ha constituido la prehistoria de la humanidad, se creía que todas las cosas tenían espíritu, y que esto no era una prerrogativa del hombre. Como, por el contrario, se consideraba que lo espiritual (al igual que los instintos, las malicias, las inclinaciones) era patrimonio común y algo muy extendido, los hombres no se avergonzaban de descender de animales o de árboles (las razas nobles hasta se sentían honradas por semejantes leyendas). Se juzgaba, pues, que el espíritu es aquello que nos une a la Naturaleza, y no lo que nos separa de ella. De este modo, y también a consecuencia de un prejuicio, los seres humanos aprendieron a ser
modestos
.
32. El freno.
Sufrir moralmente y descubrir luego que esta clase de dolor se basa en un
error
, es algo que nos indigna. El único consuelo consiste en afirmar mediante el dolor que existe un
mundo verdadero
más excelente, real y sólido que ningún otro. De este modo, se prefiere, con mucho, sufrir, con tal de sentirse transportado por encima de la realidad (sobre la base del convencimiento de que, así, nos acercamos a ese mundo más profundamente verdadero), que vivir sin dolor, pero privados de ese sublime sentimiento. En consecuencia, lo que se
opone
a la nueva interpretación de la moral es el orgullo y la forma en que éste se ha venido satisfaciendo. ¿De qué fuerza podemos hacer uso para neutralizar ese freno? ¿De una mayor dosis de orgullo? ¿De una nueva forma de orgullo?
33. El desprecio de las causas, de las consecuencias y de las realidades.
Las desgracias que asaltan a un pueblo, tales como las tormentas, las sequías o las epidemias, despiertan en los individuos la idea de que han cometido faltas contra las costumbres, o hacen creer en todos los miembros del grupo que hay que inventar nuevas costumbres para aplacar a un nuevo poder sobrenatural o a un nuevo capricho de los demonios. Esta forma de sospechar o de razonar impide que se profundice en la verdadera causa natural y hace que la causa demoníaca se erija en la razón primera del hecho. He aquí uno de los factores que determinan los errores hereditarios del espíritu humano, junto con otro que le suele acompañar: el de conceder de un modo igualmente sistemático una atención mucho menor a las
consecuencias
verdaderas y naturales de un acto que a las sobrenaturales (los premios y los castigos divinos). Existe, por ejemplo, un precepto que exige bañarse en determinadas ocasiones, y los individuos no se bañan para estar limpios, sino porque esta mandado. Con este precepto no se aprende a evitar las consecuencias reales de la suciedad, sino la supuesta cólera divina que se produciría en el caso de que no se cumpliera lo mandado. Bajo el peso de este miedo supersticioso, se concede más importancia de la que tiene al hecho de lavarse cuando se está sucio; se recurre a interpretaciones de segundo y de tercer orden, con lo que se destruye el placer natural del acto y su auténtico sentido, y se acaba por no dar importancia al hecho de lavarse más que
en función de su posible carácter simbólico
.
De este modo, bajo el imperio de la moral de las costumbres, el hombre menosprecia primero las causas, luego, las consecuencias, y, por último, la realidad, refiriendo todos sus sentimientos
elevados
(de veneración, nobleza, orgullo, gratitud, amor)
a un mundo imaginario
, al que llama mundo superior. Todavía cabe ver las consecuencias: desde el punto en que el sentimiento de un hombre
se eleva
de un modo u otro, entra en juego ese mundo imaginario. Es triste decirlo, pero el científico debiera sospechar, en principio, de todo
sentimiento elevado
, dadas las ilusiones y extravagancias con las que suelen ir mezclados. No quiero decir que estos sentimientos deban ser sospechosos en sí y en cualquier caso, sino que, de entre todas las purificaciones graduales que la humanidad tiene por delante, la de los sentimientos elevados será una de las más lentas.
34. Los sentimientos morales y los conceptos morales.
Los sentimientos morales se transmiten mediante la herencia y la educación, como puede comprobarse en los niños, cuyo desarrollado instinto de
imitación
les impele a apropiarse el conjunto de simpatías y de antipatías de los adultos que les rodean. Más tarde, cuando tales sentimientos han pasado a formar parte de su naturaleza, analizan la conveniencia o inconveniencia de los motivos que los inspiran en relación a la vida. Ahora bien, la
exposición de motivos
que llevan a cabo no afecta ni al origen ni al grado de esos sentimientos, sino que se reduce a la necesidad que tiene un ser racional de ofrecer argumentos a favor y en contra de su conducta y de poder manifestarlos de un modo aceptable. De esta forma, la historia de los sentimientos morales difiere muchísimo de la historia de los conceptos morales. Los primeros obran
antes
de que actuemos; los segundos entran en juego
después
, y en virtud de la necesidad que tenemos de dar una explicación de nuestros actos.
35. Los sentimientos y el efecto que los juicios ejercen en ellos.
Se nos dice que nos dejemos llevar de nuestro corazón o de nuestros sentimientos. Pero resulta que los sentimientos no son algo definitivo ni originario, tras ellos se encuentran juicios y apreciaciones que nos son transmitidas en forma de sentimientos (preferencias, antipatías). La inspiración que surge de un sentimiento es nieta de un juicio (y muchas veces de un juicio falso), y, en cualquier caso, de un juicio que no es nuestro. Dejarnos llevar por nuestros sentimientos equivale a obedecer a nuestro abuelo, a nuestra abuela y a los abuelos de éstos, y no a esos dioses que habitan en nosotros y que son nuestra razón y nuestra experiencia.
36. Una devoción loca, cargada de segundas intenciones.
¿Será verdad que los inventores de las antiguas culturas, los que fabricaron los primeros utensilios, como cuerdas, carros, canoas y casas, los primeros que observaron la conformidad de las leyes cósmicas y de la tabla de multiplicar, fueron diferentes y superiores a los inventores de hoy? ¿Tendrían, entonces, los primeros pasos del progreso un valor que no podrían igualar, en el campo de los descubrimientos, todos nuestros viajes, todas nuestras navegaciones alrededor del mundo? Quien así habla es el prejuicio, y lo hace para restar mérito al ingenio de hoy. Sin embargo, es evidente que, en los primeros tiempos, el mejor inventor, el mejor observador y el benéfico inspirador de aquellas ingeniosas épocas fue el azar, mientras que hasta en las invenciones más insignificantes que se realizan hoy en día se emplea más ingenio, más energía y más imaginación científica de la que se desplegó antaño a lo largo de enormes períodos de tiempo.
37. Conclusiones equivocadas que se sacan a partir de la utilidad.
Cuando se trata de demostrar la gran utilidad de algo, no se dice absolutamente nada respecto a su origen, lo que demuestra que no se puede explicar el origen de algo recurriendo a su utilidad. Pese a ello, el juicio que ha dominado hasta hoy, incluso en el campo de las ciencias más rigurosas, es que la existencia de algo constituye un índice de su necesidad. ¿No llegaron los astrónomos al extremo de pretender que la presunta utilidad de los satélites (sustituir la luz del sol en los casos en que una gran distancia debilitaba sus rayos, para que los habitantes de un astro no careciesen de luz) era la causa última de los mismos y lo que explicaba su origen? Recordemos, igualmente, el razonamiento de Cristóbal Colón: la tierra ha sido hecha para el hombre; por consiguiente, donde haya tierra firme, tiene que estar habitada. «¿Cómo va a esparcir el sol sus rayos sobre la nada? ¿Cómo se va a derrochar durante la noche el brillo de las estrellas sobre unos mares sin surcar y unas regiones deshabitadas?».
38. Los instintos transformados por los juicios morales.
Un mismo instinto pasa a ser o el doloroso sentimiento de la
cobardía
, bajo el impacto de la censura que las costumbres ejercen sobre él, o el sentimiento grato de la
humildad
, cuando cae en manos de una moral como la cristiana que lo califica de «bueno». Lo que supone que un mismo instinto proporcionará unas veces buena conciencia y otra mala. En sí,
como todo instinto
, es independiente de la conciencia, no posee carácter ni intención morales; ni siquiera va acompañado de un placer o un dolor determinados. Todo esto lo adquiere como una segunda naturaleza cuando se relaciona con otros instintos que ya han sido bautizados como buenos o como malos, o cuando se le aplica a un ser que la gente ya ha caracterizado y valorado moralmente.
Así, los antiguos griegos experimentaban la
envidia
de una forma diferente a nosotros. Hesíodo la incluye entre los efectos de la Eris
buena
y bienhechora, y nadie dudaba de que los dioses tenían algo de envidiosos. Esto es comprensible en una situación cuyo espíritu era la lucha, a la que se consideraba como algo bueno y apreciable. Del mismo modo, los griegos se distinguían de nosotros en la valoración que les merecía la
esperanza
, a la que juzgaban como una especie de ceguera y de perfidia. Hesíodo expresó en una fábula lo más violento que se puede decir contra la esperanza, y lo que señala nos resulta tan ajeno que ningún intérprete moderno lo ha podido comprender, dado que es contrario al nuevo espíritu emanado del cristianismo, para el cual la esperanza constituye una virtud. Entre los griegos, en cambio, conocer el futuro no parecía algo totalmente inaccesible, y en muchísimos casos existía incluso el deber religioso de averiguar el porvenir. Mientras que nosotros nos contentamos con la esperanza, los griegos, basándose en las profecías de los adivinos, la menospreciaban, colocándola incluso entre los males y los peligros. Los judíos, que consideraban la
cólera
de una forma diferente a nosotros, la santificaron; por eso situaron tan alta la sombría majestad del hombre dominado por la cólera, que un europeo no puede captarla; concibieron la santidad de Jehová encolerizado, a partir de la santidad de sus profetas encolerizados. Según esta medida, los europeos más coléricos no son, en cierto modo, sino criaturas de segundo orden.
39. El prejuicio del «espíritu puro».
Dondequiera que ha imperado la doctrina de la
espiritualidad pura
, ha destruido con sus excesos la fuerza nerviosa. Enseña que hay que despreciar el cuerpo, descuidarle y mortificarle; que el hombre mismo, a causa de sus instintos, ha de mortificarse y despreciarse. Produce almas sombrías, rígidas y oprimidas, que creen conocer la causa de sus miserias y esperan poder eliminarla. Pensaban; «La causa debe encontrarse en el cuerpo, que aún está demasiado pujante», cuando, en realidad, la carne, con sus dolores, no dejaba de rebelarse contra el constante desprecio a la que se veía sometida. Un nerviosismo exagerado, convertido en fenómeno general y crónico, acaba siendo la característica de esos virtuosos espíritus puros, que no conocen el goce más que bajo la forma del éxtasis y de otros estados de locura. Su sistema llegaba al apogeo cuando consideraban que el éxtasis era el punto culminante de la vida y la piedra de toque para condenar todo lo terreno.
40. Las investigaciones de las costumbres.
Los numerosos preceptos morales que se extraían apresuradamente de un acontecimiento singular y extraño en un momento determinado, acababan pronto por hacerse incomprensibles. Deducir las intenciones a las que obedecían estos preceptos resultaba tan difícil como determinar los castigos que debían disuadir las transgresiones. Se despertaban dudas incluso respecto al orden de sucesión de las ceremonias, y mientras los hombres trataban de ponerse de acuerdo en relación a este tema, iba creciendo en importancia el objeto de semejante investigación, hasta el punto de que lo más absurdo de una costumbre acababa convirtiéndose en algo sacrosanto. No juzguemos a la ligera el esfuerzo que ha dedicado la humanidad a esto durante milenios, y menos todavía el efecto que tales investigaciones ejercían en las costumbres. Estamos ante el enorme radio de acción de la inteligencia, en el que no sólo se desarrollaron y perfeccionaron las religiones, sino donde también la ciencia tuvo sus precursores venerables, aunque todavía terribles. En este terreno se formaron y crecieron el poeta, el pensador, el médico y el legislador. El temor a lo ininteligible, que, de una forma equívoca, exige de nosotros ceremonias, fue adquiriendo paulatinamente el atractivo de lo que resulta difícil de entender, y cuando no se lograba descifrar el misterio, entraba en juego la creencia.
41. Para determinar el valor de la vida contemplativa.
Aunque seamos hombres dedicados a una vida contemplativa, no olvidemos las miserias y maldiciones que hubieron de sufrir los hombres de la vida activa, a causa de su rechazo de la contemplación; en suma, qué cuenta nos tendría que pasar la vida activa si nos enorgulleciésemos demasiado de los beneficios que reportamos.
En primer lugar
, nos achacarían las almas
religiosas
que, por su cuantía, predominan entre los contemplativos, constituyendo, así, su especie más común, y que en toda época han hecho todo lo posible para que la vida les resultara difícil a los hombres prácticos, llegando incluso a aburrirles, oscureciendo el cielo, eclipsando el sol, haciendo sospechosa la alegría e inútil la esperanza, paralizando la actividad. Esto es lo que han sabido hacer, junto con estar siempre dispuestos a prodigar a las épocas y a los sentimientos miserables sus consuelos, sus limosnas, sus brazos abiertos y sus bendiciones.
En segundo lugar
, los artistas, una clase de contemplativos más escasa que los religiosos, pero bastante frecuente. En cuanto a sus personas resultan, por lo general, insoportables: son caprichosos, envidiosos, vio lentos y quisquillosos. Con todo, hay que compensar esta impresión reconociendo la serenidad o la noble exaltación que producen sus obras.
En tercer lugar
, los filósofos, una clase en la que intervienen conjuntamente factores religiosos y artísticos, a los que se une un tercer elemento: El dialéctico, el afán de discutir. También éstos han hecho daño, de la misma forma que los religiosos y los artistas, y, además, con su inclinación a la dialéctica, han aburrido a mucha gente; pero su número fue siempre muy reducido.
En cuarto lugar
, los investigadores científicos, teóricos y experimentales, que pocas veces han tratado de hacerse notar, contentándose con ir abriendo silenciosamente sus agujeros de topo, lo cual ha hecho que ni aburran ni deleiten. Como han sido objeto de irrisión y de burla, sin pretenderlo, han aliviado o divertido a los hombres dedicados a la vida activa. Por otra parte, la ciencia ha llegado a reportar una gran utilidad a todo el mundo.
Gracias a esta utilidad
, muchos hombres predestinados a la vida activa se han abierto camino hacia la ciencia a base de sudores, de maldiciones y de quebraderos de cabeza, cosa que la mayoría de los investigadores científicos, teóricos y experimentales, no está dispuesta a soportar, pese a no ser más que «la miseria generada por nosotros mismos».