Read Aventuras de «La mano negra» Online
Authors: Hans Jürgen Press
Después de que Félix hubiese leído el men- saje sin hilos de Adela, Rollo quiso limpiar a Isolde del hollín con que se había tiznado en su vuelo por la chimenea, pero Félix se negó.
—Déjalo. Ya se limpiará ella solita.
—Exacto —dijo Kiki c. a.—, mi ardilla siempre se limpia sola.
—¿Qué puede estar haciendo ahora Adela? —dijo Rollo.
Adela seguía en la casa misteriosa. Y en este momento levantaba con precaución la tapa del arca en la que se había ocultado y miraba alrededor. Todo estaba tranquilo.
«La puerta», pensó de pronto Adela mirando por una rendija, a través de la cual llegaba un débil resplandor. En seguida, se colocó ante la puerta y aplicó el ojo a la cerradura. Contuvo la respiración. A pocos pasos, delante de ella, estaba sentado el desconocido. Vio que su cuerpo se inclinaba sobre una mesa y que el hombre observaba atentamente lo que tenía ante él.
Unos minutos más tarde la puerta de
el aeropuerto
se abrió bruscamente y apareció Adela. «La mano negra» saltó de alegría, celebrando su vuelta, sana y salva.
—He tenido suerte, muchachos —exc1amó—. Imaginaos que he descubierto en qué se ocupa el señor X.
¿Cuál podía ser la ocupación del señor X?
—¡Muy curioso! —aclaró Félix—. Así que el señor X se dedica precisamente a los sellos.
—Yo misma lo he visto —dijo Adela—, y también os he traído esto.
Abrió una caja de pastillas para la tos.
—¡Caramba! —exclamó Rollo—. ¿De dónde has sacado esa colilla de puro?
—La encontré en la entrada secreta —hizo saber Adela con satisfacción.
«La mano negra» comenzó en seguida a inspeccionar la colilla.
—Tiene que ser una marca cara —dijo pensativo Félix—. Puros con vitola dorada sólo los fuma mi padre en las grandes solemnidades.
—¿Fuma también Don Carlos? —preguntó Kiki c. a.
—No. ¿Por qué?
—Porque tenemos que averiguar dónde ha comprado el señor X los puros.
Toda la tarde estuvo buscando «la mano negra» la tienda en que se vendían Don Carlos. Pero en vano. También a la mañana siguiente, durante el recreo, estuvieron inspeccionando con los ojos bien abiertos. Rollo examinó in- cluso la colilla que el profesor Schmidt había tirado por la ventana del cuarto de profesores. Entonces Félix hizo una señal con su trompe- ta. «La mano negra» se reunió a su alrededor y Félix les susurró:
—¡Ya sé dónde venden Don Carlos!
¿Dónde vendían Don Carlos?
«Don Carlos sólo en Casa Gálvez», había leído Félix en un coche que pasaba. Por la tarde se reunió «la mano negra» en
el aeropuerto
y se dedicó a buscar en la guía telefónica. Era asombroso los Gálvez que había en la ciudad. Incluso apareció una Eulalia Gálvez que era pintora de porcelana.
—¡Aquí está! —gritó Félix—. Casa Gálvez, Tabacos, calle Federico, 12.
—¡Al trote, al trote! —ordenó Rollo.
Pero Adela movió la cabeza.
—¡Despacio, joven! —exclamó ella—. ¿Qué vamos a hacer exactamente en Casa Gálvez?
—¡Buscar huellas! —contestó Félix.
—¿Qué clase de huellas? —preguntó Adela-. Sabemos que el señor X ftima Don Carlos. Pero ¿eso es algo extraordinario? Habrá mucha gente que fume Don Carlos.
—Pero tú nos has dicho que el señor X también se dedica a la filatelia.
—Exacto —repuso Adela.
—Entonces todo está claro —dijo Félix—. Tenemos que comprobar si Casa Gálvez tiene algo que ver también con los sellos.
Media hora más tarde la pandilla estaba delante del escaparate de la tienda de Gálvez. Había puros en grandes cantidades, pero ningún sello.
—¡Cómo que no! —gritó de pronto Kiki c. a. todo nervioso—. ¡Mirad, allí hay un sello!
¿Qué clase de sello era?
El sello de cincuenta rupias de Zanzíbar que había en el escaparate acaparó la atención de «la mano negra» durante bastante tiempo.
—¿Por qué sólo los venderán de este precio? —dijo Rollo—. ¿Quizá es que han comprado muchos? ¿Qué pensáis vosotros?
Al día siguiente, Adela decía en
el aeropuerto
:
—Pero ¡hombre, es imposible!
—¿Qué? —preguntó Félix.
—Que alguien tenga gran cantidad de sellos de cincuenta rupias de Zanzíbar.
—¿Quién dice eso?
—Mi padre, que en sus ratos libres colecciona sellos —contestó Adela—. Yo creo que es un experto.
—Lo creemos —exclamó Rollo, que acababa de entrar agitando un periódico—. ¡Leed!
«La mano negra» leyó en voz alta un titular: —«Falsificador de sellos».
Y veintidós minutos más tarde estaban ante la casa del señor X. Al llegar, vieron que salía humo de la chimenea y por el aire revoloteaban papelillos quemados. Kiki c. a. recogió uno que sólo estaba chamuscado: era un sello de Zanzíbar de cincuenta rupias.
—¡Un momento! —dijo Adela. Sacó de su cartera un catálogo de sellos y buscó—. Aquí hay un sello de Zanzíbar de cincuenta rupias.
Kiki c. a. lo comparó con el sello chamuscado y exclamó:
—Le falta algo. Parece falsificado.
¿Qué le faltaba al sello falsificado?
—Pero si al sello le falta la bandera del barco no se podrá vender —dijo Félix.
—Naturalmente que no —aclaró Adela—. Por eso precisamente los está quemando. Hay un error de impresión. Ahora se largará con las falsificaciones bien hechas.
—Eso es lo que tenemos que evitar —dijo Rollo.
«La mano negra» se distribuyó alrededor de la casa y vigiló todas las salidas. Pero los minutos pasaban y nadie se movía. De pronto sonó un toque de trompeta y Adela, Rollo y Kiki c. a. se precipitaron hacia el puente.
—¡Se ha marchado! —les gritó Félix—. Va por la orilla como un rayo. Lleva un maletín de hojalata.
Adela reflexionó brevemente.
—Seguro que quiere marcharse a Australia. Tenemos que ir al puerto.
Cuando «la mano negra» desembocó jadeante en la calleja del puerto vio al individuo que bajaba corriendo la escalera del embarcadero con el brillante maletín en la mano. Co- rrieron tras él, pero llegaron demasiado tarde. La pasarela estaba vacía, y en el pequeño quiosco tampoco se veía al señor X.
—Quizá se haya zambullido en el agua —opinó Rollo.
—Pero, por lo menos, su sombrero tendría que flotar —dijo irónicamente Kiki c. a.—. Yo creo más bien que su sombrero está en un sitio muy distinto.
¿Dónde estaba el señor X?
Kiki c. a. notó que el señor X, falsificador de sellos, se había metido en un bote, al ver que uno de ellos estaba más hundido en el agua que los otros. El resto de «la pandilla» también lo descubrió, pero sólo cuando el individuo cortó la cuerda del bote y salió a toda velocidad.
—Tarará, tararí —tocó Félix con su trompeta.
Eso significaba «tras él». La pandilla corrió a la calleja del puerto y cruzó el puente para pasar a la otra orilla del canal. El hombre acababa de saltar del bote y estaba doblando la esquina a todo correr. Rollo aún tuvo tiempo de ver cómo entraba en una obra de la calle del Pinar. Luego desapareció.
«La mano negra» se subió a un montón de arena.
—Aunque en realidad el individuose nos haya escapado, siempre podremos proporcionar a la policía una descripción completa de él —dijo Kiki c. a.
—Eso no es difícil —dijo Adela—, pantalón de cuadros, chaqueta negra, corbata de rayas.
—Luego contuvo la respiración y susurró—: Rollo, vuela al próximo teléfono y marca el 110.
—Uno-uno-cero —repitió Rollo.
—La policía debe enviar tres coches patrulla. ¿Está claro?
—No, nada. ¿Por qué tres coches?
—Porque el señor se ha metido en una trampa. ¡A toda marcha, joven!
¿Cómo reconoció Adela el escondrijo del señor X?
Si la policía no hubiese llegado con la sirena tan fuerte, el falsificador de sellos se habría quedado en la hormigonera. Pero «la mano negra» vio cómo el señor X volaba con su maletín de hojalata colgando desde el tambor de las mezclas y desaparecía por encima del muro en un salto de tigre.
—¡Ay! —dijo Adela—. Ése se va a hacer daño.
Pero el señor X no se lastimó lo más mínimo, hizo un aterrizaje forzoso en un montón de estiércol.
—¡Éste huele mal! —dijo el inspector Faraldo, cuando poco después corrió a la granja al mando de tres dotaciones de coches patrulla.